Por los lados, el tren real cruzó el norte de Londres y continuó hacia el oeste.
Andy New lo vio pasar. Se hallaba en un lugar por debajo de la vía (su nuevo escondrijo para la hierba) y vio las ventanillas provistas de cortinas de los vagones, los blasones y emblemas. «¡Dinero de los contribuyentes!», pensó. Y no es que And fuera precisamente un contribuyente…
Era un camello: un vendedor de drogas y de pornografía.
Y era asimismo un anarquista, un alborotador callejero y un concienzudo asaltante de restaurantes de comida basura durante los tumultos contra la globalización. Dos años atrás, su pareja de hecho, Chelci, le había dado un hijo: el pequeño Harrison.
Tras saltar la verja, siguió camino arriba por la pendiente de detrás, respondiendo entretanto a la llamada de su hermano mayor, Nigel. Nigel había sido un cachondo en otros tiempos, pero se había vuelto del todo convencional y ahora estaba completamente muerto, como cualquier otro imbécil.
Nigeclass="underline" No estarás traficando con esa mierda, ¿verdad?
And: Con vídeos y todo eso, claro. Pero no con esa porquería.
Nigeclass="underline" Porque eso está muy mal visto. Eso es lo que pasa.
And: Definitivamente no es para mí.
Nigeclass="underline" No es para nadie.
And: No me interesa en absoluto.
Nigeclass="underline" Estoy preocupado por ti, And. Cuando fuimos en tren a Manchester…
Los dos hermanos habían viajado recientemente a Manchester para ver el partido de fútbol y hacerle una visita a su padre. El edificio del ayuntamiento envuelto en una especie de camiseta de malla verde, la radio de onda corta del taxista al paso por Britannia Ridgeway, Rodger-Rodge, Oxnoble, Tango Three, Midland Didsbury…
Nigeclass="underline" ¿Recuerdas que nos sentamos en el suelo, entre los compartimentos? De acuerdo, no había ningún otro sitio donde sentarse. Pero te miraba y me decía: «Le encanta estar aquí, en el suelo, con su lata de cerveza.»
And: ¿A qué viene esto, Nige?
Nigeclass="underline" A que estoy preocupado por ti, And.
And: Bueno, pues más vale que te preocupes por tus jodidos impuestos.
Cuando, rezongando, se disponía a cruzar el puente, una voz lo llamó desde detrás.
– ¡Oiga! ¡Perdone! ¡Joven!
Al volverse, And vio a un hombre de edad entre avanzada y mediana, que vestía traje oscuro de rayitas, con americana de tres botones abrochados, gafas oscuras y borsalino negro.
– Gracias, gracias. Me pregunto si tendría usted la amabilidad de orientarme…
Con alguna dificultad, sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta.
– ¿Cómo está usted? -preguntó sonriendo cordialmente.
– Muy bien. ¿Y usted?
– Jamás me he sentido mejor en la vida, muchas gracias. Y ahora estoy disfrutando de este tiempo espléndido que hace.
Un acento de ésos… que son más elegantes que el del rey.
– Estoy buscando Mornington Crescent, ya ve. No Mornington Terrace, sino Mornington Crescent….
Andy lo encaminó enseguida hacia allí.
– Ah… Se lo agradezco mucho.
En este punto, con una elegante rotación de la muñeca, el hombre del traje se quitó sus gafas oscuras… para revelar los ojos más extraños que And jamás había visto: brillantes de tan pálidos; de un azul antártico con halos amarillos. Por un instante, Andy se preguntó dónde habría dejado aquel tipo su perro lazarillo.
– Dígame… ¿Es usted por casualidad Andrew New?
– ¿Quién quiere saberlo?
– Me llamo Semen Figner…
Lo pronunció con un acento diferente: eslavo. Y New vio que los ojos azules se habían oscurecido despiadadamente.
– Tu mujer es una mierda -dijo Semen Figner con voz normal-. Tu hijo es una mierda.
14 FEBRERO (10.41 A. M.):
101 HEAVY
Primer oficial Nick Chopko: Eh, eso está bastante bien…
Mecánico de vuelo Hal Ward: ¿Cómo dices?
Chopko: Nos toca los segundos, despegue por la derecha.
Comandante John Macmanaman: Bueno, bueno… El viejo Comet de De Havilland. ¿Mil novecientos cincuenta y cinco? ¿Adónde irá eso?
Ward: ¿A Croydon, tal vez? ¿Al Museo de la Aviación?
Macmanaman Esta espera se va a prolongar hasta mi retiro.
Chopko: Sí. A mí también me gustaría despegar mientras aún soy joven.
Tras los setenta minutos de retraso por el estado del tiempo, el CigAir 101 había dejado su estacionamiento para sumarse a la cola que aguardaba el despegue en la salida nueve. Las normas de vuelo insistían en que se dejara un intervalo de tres minutos entre un despegue y otro. Pero aquel día, por supuesto, todas las tripulaciones transatlánticas tenían que estar en el aire a las once en punto. La torre optó, pues, por fijar un intervalo de emergencia de ciento treinta segundos. Y el comandante avisó tranquilamente a sus pasajeros que estuvieran preparados para encontrar algunas turbulencias debidas a las estelas de los aviones que habían despegado antes; pudiera haber añadido también que, con ellas, los pasajeros se sentirían más marinos que aeronautas, teniendo que afrontar mares embravecidos a doscientas millas por hora.
Torre: Uno cero uno Heavy: autorizado para despegar.
Macmanaman: Recibido.
Torre: Está feo allá arriba.
A las 10.53 el 101 Heavy bajó su morro y corrió en busca de su velocidad de despegue. Reynolds Traynor se hallaba sentada en el asiento 2B, con el cuerpo en posición vertical y el cinturón abrochado. Tenía un cigarrillo en la boca y la palanca de un encendedor esperando bajo la yema de su pulgar izquierdo, ya doblado y a punto para presionarla.
Chopko: V1… V2. Despegamos.
En el instante en que los neumáticos dejaron la pista, el comandante apagó la señal de no fumar.
Un aeroplano que se eleva recibe normalmente el impulso de un fuerte viento de morro; pero el viento de morro al que se encaró el 101 Heavy, si bien no podía ser descrito como de tempestad, con sus cuarenta y seis nudos de velocidad era, sin duda, de fuerte galerna o muy duro. El comandante se enfrentaba, así, a dos peligros inmediatos -uno grave; otro meramente muy serio- que lo eran ya con la turbulencia de estela y su «efecto embudo» o sin ella. El primer peligro estaba en que la aeronave quedara «por debajo de la BUG», o velocidad mínima de vuelo, y a merced de su propio peso (lo que al final resultaría en una breve serie de palabras gruesas grabadas en la caja negra). El segundo peligro era el del «encabritamiento del morro»; en este caso, la fuerza del viento incide sobre el avión en su parte delantera ascendente y lo hace vulnerable a «entrar en pérdida». Este encabritamiento del morro fue lo que le ocurrió al 101 Heavy. En el momento en que encendía un cigarrillo con la temblorosa brasa de la colilla de su predecesor, Reynolds inclinó el cuerpo hacia el pasillo y miró atrás. Las cortinas entre una y otra sección se habían levantado hasta la altura de las cabezas por efecto del aire. Era como mirar hacia el hueco de un ascensor, sólo que un hueco densamente poblado. Las mujeres que podía ver tenían rostros contorsionados, dentaduras desnudas, ceños incrédulos. Y los demás tenían las frentes marcadas por las arrugas infantiles y bovinas de los hombres que aguardan la muerte.
El 101 Heavy se hallaba en un plano divergente veinte grados del horizontal (aunque se sentía más bien como si estuviera a sólo veinte grados de la vertical), y con los motores a su máxima potencia, cuando se encontró con el aire agitado de la turbulencia creada por el avión que había despegado antes de él.