En aquel momento, los cierres que mantenían en su lugar el ataúd de Royce Traynor se soltaron de sus anclajes. Tras caer repetidamente más de diez metros, Royce se precipitó en un mosaico de bicicletas de montaña convenientemente encadenadas a una mampara. El féretro quedó encajado como una cuña contra el portón de carga, y allí permaneció, más o menos vertical, mientras el avión se estabilizaba y continuaba ascendiendo sin gran impulso para alcanzar su altitud de crucero.
– ¿Verdad que es estupendo estar por encima de las nubes? -dijo el pasajero del asiento 2A-. Me gustaría vivir más allá del tiempo atmosférico.
– Sí -asintió Reynolds-. Pero no hoy.
– No, hoy no.
Estaba mirando sus piernas, con ojo crítico, o así le pareció a Reynolds, que estaba orgullosa de ellas. Y luego se puso a mirar sus pies.
– No debería haberse puesto tacones -dijo-. Podría perforar con ellos la rampa hinchable de emergencia…, que podríamos necesitar también como balsa. Y yo diría que lleva usted leotardos, además…
– … Es verdad.
– Tampoco debería. Están hechos, en parte, con fibra sintética, ¿sabe? -añadió-. Al arder se funden y se adhieren a la piel.
En el interior de la bodega de carga, el cadáver de Royce Traynor pareció cuadrarse.
Estaba listo.
CAPÍTULO TERCERO
1. LA DIVULGACIÓN DEL SABER
Para su siguiente entrevista con el médico responsable de Cuidados Intensivos, Russia Meo se había puesto la ropa más cara que tenía: un traje italiano de cachemir negro hecho a medida, guantes y bolso a juego, y zapatos de salón. Pretendía con ello enviar un mensaje muy claro al doctor Gandhi: si algo salía mal, no se libraría de una demanda. Era, también, uno de esos días en que ella decidía instintivamente dejar que destacara su figura. Y así se había puesto una blusa blanca entallada y su sujetador blanco más dinámico. Estos lujosos alardes de seda no estaban destinados al doctor Gandhi (trataban de llamar la atención de algún otro), pero tal vez los elementos del escote oliváceo servirían para manifestar una afirmación básica: la afirmación de la vida, la vida…
El doctor Gandhi había tomado buena nota del aspecto de Russia, y extraído de ella alguna estimulación erudita (concretamente, lo intrigaba sobremanera el tamaño relativo de los pezones), pero no disfrutaba de la segunda entrevista tanto como había disfrutado de la primera. La correlación de fuerzas se había modificado ya, como siempre ocurría. ¡Cuánto mejor había sido, cuánto más apreciado se había sentido cuando nadie sabía nada…, en los tiempos anteriores a la divulgación del saber! Ahora, en lugar de los sudorosos mudos de antaño, te enfrentabas erráticamente a charlatanes que tenían asimiladas a medias historias clínicas, diagnósticos, prácticas de curanderismo. El doctor Gandhi creía que en adelante iba a ser cada vez más difícil conseguir que los médicos fueran tratados con la consideración debida por serlo, con la consiguiente mengua de su satisfacción profesional. Russia Meo era, por supuesto, una mujer educada, una mujer distinguida, incluso, a la que él jamás había esperado poder deslumbrar como un Saturno. Pero hoy en día -se decía- cualquier fracasado y vago de Londres tenía algún primo o sobrino gafudo dispuesto a navegar por Internet en busca de cuanto se supiera… Así que Russia empezó a presionarlo pregunta a pregunta y, puesto que los traumatismos craneales son lo que son, con todas sus laberínticas secuelas, el doctor Gandhi no tardó en encontrarse reducido a un ronroneo de explicaciones equívocas. Sintió que se apoderaba de él una sensación de desorden, aliviada, por un instante, cuando Russia se volvió hacia la blanca hoja de la ventana; su busto tenso le permitió concluir que los pezones tendrían el tamaño correspondiente. Esto suscitó en él un pensamiento sexual, no moderado por el simultáneo recordatorio de que los pezones grandes facilitarían todo lo relacionado con la lactancia, e incluso el propio proceso físico de ésta.
Russia, por su parte, no había disfrutado en absoluto de las muchas horas pasadas delante del ordenador, estudiando el tema de los traumatismos craneoencefálicos. Después de haber leído una frase concreta («Acérquese a su cónyuge como lo haría si se tratara de una relación completamente nueva»), incluso había salido precipitadamente de casa e ido hasta el Jeremy Bentham a comprar cigarrillos. Fumó siete mientras se imbuía del contenido de subsecciones con títulos tales como «Su Nueva Vida Doméstica» y «Su Nueva Vida Social», y otras por el estilo. ¿Qué querían decir con eso de nueva?, pensaba. (¿Y a qué venía eso de su?) Siempre damos por descontado que es mejor estar preparado que no estarlo…, pero no mucho mejor: en algunas eventualidades, estar preparado tampoco sirve de nada… Entre otras recientes adquisiciones y logros, las mujeres han conseguido importantes avances en el dominio predominantemente masculino del egocentrismo. Y, junto con la convicción de que daría lo mejor de sí misma, estaba otra: concretamente, la de que existían algunos (no, muchos) posibles resultados, ampliamente descritos en la pantalla de su ordenador, que ella no podía ni quería aguantar. No se estaba mostrando despiadada, sino meramente moderna: realizada. Pero entonces a Russia se le venía a la mente otra frase, una que la hacía odiarse a sí misma, y llorar, al tiempo que le infundía valor. La frase decía: «Sólo existe un “remedio milagroso”, y es el amor.» Y entonces se exigía a sí misma realizarse, aunque de diferente manera.
Mientras rebullía por tercera o cuarta vez esa mañana, Xan Meo se dio cuenta de la presencia de su mujer, que estaba sentada, esperando, en una silla al lado de la cama. Ella fue la primera en hablar:
– He estado leyendo acerca de ti. Bueno…, no precisamente de ti, sino de las personas en tu mismo estado. Y ahora, Xan, hay algo que quiero decirte: no te tragues el mito ese de «los dos años». Es un cuento chino que ha causado mucho dolor innecesario. Dicen que «pasados dos años» ya no te recuperarás. No es verdad, Xan. Puedes tardar muchísimo más en recuperarte. ¡Puede costarte cinco años! ¡Incluso diez! Pregunta a la gente de tu grupo de apoyo y verás que es así.
Xan necesitó más tiempo del que le hubiera gustado para darse cuenta de que quien le explicaba todo esto no era su segunda esposa, sino la primera. Porque no se lo estaba contando Russia, sino Pearl. Quien siguió diciéndole:
– Una cosa así puede hacerte agradecer lo que ya tienes, ¿sabes? Me siento agradecida por haber recibido una cantidad de dinero, en vez de una pensión por alimentos. Porque me imagino que eres consciente de que sólo una cuarta parte de los que han sufrido un traumatismo craneoencefálico están trabajando con normalidad a los tres meses de sus accidentes, ¿no?
Xan enderezó el cuerpo en la cama y se alisó con las dos manos sus escasos cabellos: suponía -y era una suposición motivada o sugerida al menos por la sonrisa de Pearl- que jamás había parecido tan calvo. En términos más generales, sus mejillas y frente parecían marcadas de excrecencias y asperezas, como si, durante su sueño, alguien hubiera cortado y untado rebanadas de pan sobre su cara, dejándola cubierta de migajas y semillas que permanecían fijas por efecto de la mantequilla. Y le alegraba que Pearl no pudiera ver sus rodillas, porque, por su cara interior, a cada lado de la rótula aparecían visibles regueros ondulados y fluidos como gruesas lombrices.
– ¿Dónde están los chicos? -preguntó-. ¿Han venido contigo?
– Están en la cafetería. Esperándome… Una de las cosas para las que te tienes que preparar, querido, es para una disminución de tu cociente intelectual. Lo prueban los estudios. No debería afectarte al actuar, pero no te irá demasiado bien para escribir, ¿verdad? Y no sé qué decirte a propósito de seguir tocando la guitarra rítmica. Aunque… ¿sabes qué es lo que me preocupa realmente?