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Xan aguardó.

– Lo que me preocupa de veras es cómo afectará esto a tu relación con Russia. Cuando os sentéis a la mesa el uno frente al otro, no sabrás nunca en qué estará pensando. Y eso fue siempre muy importante para ti en el pasado: su mente. Es lo que solías decir. No importaría tanto si aún siguieras conmigo. Entiéndeme… No digo que te haría mucho caso ahora en tu estado. Pero podríamos pasarnos el rato contemplando los dos la pared. En cambio, con ella….

En un rincón, junto a la puerta, varios jóvenes convalecientes de traumatismo craneal estaban delante del televisor, contemplando la única actividad humana que tiene como meta provocar traumatismos semejantes: el combate de dos tipos en un ring cuadrangular, vestidos con brillantes calzoncillos y con protectores de dientes.

– Estás muy callado, Xan. Espero que se trate sólo del esfuerzo por intentar juntar unas pocas palabras sencillas…

– Oh, no… Puedo hablar perfectamente.

– Sí, ya sé que puedes. Pero no te preocupes por las palabras más largas…, ya sabes, las que tienen dos o más sílabas: poco a poco lo conseguirás.

Para hacerle justicia a Pearl (y Xan, aun sin palabras, ya le había hecho íntimamente esta concesión), debería decirse que, en cuanto se enteró por la prensa del ataque del que había sido víctima, telefoneó al hospital y gritó a varias personas exigiendo, como madre de los hijos de Xan, que le facilitaran un diagnóstico completo y detallado de su estado, que le comunicaron, y del que ella dio cuenta enseguida a sus hijos con la esperanza de que se restablecería. Tal vez no era la ex esposa modélica que uno elegiría para sí. Pero era una buena madre.

– Lo peor es que…, es que… dicen… Lo peor es lo que dicen que puede pasarle a tu vida sexual.

La mujer -como observó otra mujer hace doscientos años ya-… la mujer busca la belleza sólo para sí. El hombre es indiferente a los matices; y las únicas cosas a las que otra mujer responderá con gratitud son señales obvias de pobreza o mal gusto. Pearl no se vestía sólo para sí: se vestía para todos, incluida ella. Hoy llevaba puesta una cazadora de cuero negro brillante y estridente al roce, un jersey de cachemir blanco y una falda rosa estampada con flores llamativamente corta (más botines de bruja, también negros, hasta la altura del tobillo, y calcetines con volantitos blancos). Y había una cosa más. Otro detalle más en su atuendo.

Xan había conocido a Pearl, intermitentemente, desde la infancia, y el mundo perdido de su matrimonio (tal como había dado en imaginarlo) era regresivo o animalístico, o incluso prehistórico: una tierra de saurios. Había cosas que todavía no se atrevía a contarle a Russia, y seguramente nunca lo haría. Por ejemplo, el hecho de que, después de doce años de vivir juntos (años marcados por silencios que podían llegar a durar un mes, separaciones a prueba, vacaciones por separado, frecuentes peleas que llegaban a los puñetazos y constante adulterio), la vida erótica de ambos mejoraba sin cesar…, si es que vale aquí la palabra mejorar. Al final, todo lo demás se había convertido en un horror sin fondo: habían llegado a un estado (como les dijo uno de sus consejeros) de «paranoia conyugal». Los dos chicos estaban ya cansados de pedir de rodillas a sus padres que se separaran. Pero no fue hasta bien entrada la segunda y más seria huelga de hambre de Michael y David (que se prolongó ochenta y cuatro horas), cuando Xan y Pearl reaccionaron y llamaron a sus abogados. Durante todo este periodo, sin embargo, su vida erótica mejoró sin cesar o, por decirlo de otra manera, ocupó más y más parte de su tiempo.

– Pueden pasar dos cosas con tu vida sexual -siguió diciéndole Pearl-: o que no te interese, que es lo que suele ocurrir con más frecuencia, o bien que no te interese ninguna otra cosa. ¿Cómo crees que va a ser?

Xan aguardó.

– Hagamos un pequeño experimento. ¿Listo?

Xan sabía lo que iba a venir, y sabía adónde miraría. Para decirlo claramente: Pearl O’Daniel era una mujer alta y delgada (y llevaba sus cabellos de color caoba cortos y en punta); era estrecha de caderas, pero tenía unos muslos generosos que se separaban por encima y por el lado exterior de las rodillas; con lo que su centro de gravedad quedaba en el espacio entre sus piernas: en aquel espacio en forma de Y mayúscula (o, más bien, en la ausencia triangular que ofrecía…). Ahora bien, una de las cosas que podían decirse del carácter de Pearl era que siempre iba demasiado lejos. Sus mayores admiradores admitirían esto de inmediato: iba siempre demasiado lejos. Incluso en compañía de aquellos que siempre lo hacen, Pearl se excedía y se pasaba cien pueblos. Y ahora, en el hospital de St Mary, Pearl se pasó otra vez. Liberó los muslos, que tenía cruzados, y cruzó en cambio los tobillos para revelarle a Xan el espacio en cuestión. Y Xan, que se hallaba irremediablemente vencido en la cama, tuvo que contemplarlo. Su ex esposa, empero, no había incurrido en el analfabetismo sexual de no llevar ninguna prenda debajo: llevaba algo, sí, y no cualquier cosa. Algo que a Xan le resultaba familiar, elástica, de color blanco nacarado, tachonado de estrellas. La mañana en que se había dictado su sentencia provisional de divorcio, Xan se había llevado aquella liga a la boca, mientras Pearl lo observaba con mirada de aprobación.

– ¿Cuál de las dos es? -le preguntó Pearl-. Responde sin vacilar.

– No sé cuál de las dos es. No tengo ni idea.

– Bien hecho, Xan. Has elegido una respuesta larga: no tienes ni idea. Ah… Aquí vienen los chicos. -Se puso en pie y les hizo señas con las manos. Después, de su insondable y amplio bolso sacó un periódico y le mostró una página, tendiéndosela; había tres fotos en ella: Xan, Pearl, Russia-. A ella no le va a gustar esto -añadió.

Al aproximarse sus hijos, Xan hizo otro esfuerzo para poner derecho su cuerpo y apoyar bien la espalda en los barrotes de la cabecera. Otra vez se atusó, con temblorosas manos, las temblorosas guedejas de sus cabellos. La cama, todo aquel tenderete, lo hacía sentirse como en un muestrario de vejez y de decadencia, de colores cenicientos… Michael y David se situaron a uno y otro lado de él. Miraban a su padre no con solemnidad, alarma o decepción, sino aceptando su estado. Y aquello fue para él un consuelo.

David, el pequeño, le dio un beso en la mejilla y le dijo:

– Lo siento, papá.

Michael, el mayor, le besó en la mejilla y le dijo:

– ¿Quiénes fueron los cabrones que te hicieron esto, papá?

– ¡Michael! -dijo Pearl.

– Bueno, ya se sabe -dijo Xan, que lo recordaba bastante bien-. Uno no se acuerda después.

De hecho, podía recordar el impacto, aunque no los momentos que habían conducido a él. Tilda Quant le había dicho que en el cerebro había un centro del temor: un denso nudo de neuronas profundamente enclavado en ambos hemisferios y asociado normalmente con el sentido del olfato. En él está la torre de control de los horrores y obsesiones de uno. En ocasiones, el cerebro podía suprimir los recuerdos más dolorosos (y, según ella, los científicos militares estaban tratando de copiar el efecto de su acción con una píldora mágica que acabara con toda aprensión). Ahora, pues, su cerebro estaba protegiéndolo de sus recuerdos. Pero él los necesitaba y estaba buscándolos continuamente. Buscaba el olor del recuerdo.

– No temáis, chicos. Pronto saldré de aquí -les dijo (con una voz y un acento que incluso a Pearl le resultó difícil reconocer)- y me ocuparé de que reciban su merecido.