Atardecía y estaban a finales de octubre. Cuatro años atrás, ese mismo día, su sentencia condicional de divorcio había cobrado carácter definitivo, y él había dejado también de fumar y de beber (se acabaron la hierba y la coca; los proxenetas americanos, según había descubierto recientemente, llamaban «niña» a la coca y «niño» a la heroína). Para Meo se había convertido en costumbre celebrar esa fecha bebiendo dos cócteles y fumándose cuatro cigarrillos durante media hora de dolidas reminiscencias. Ahora era feliz: un estado de delicado equilibrio cuya precariedad percibes en el cosquilleo de sus estresantes pulsiones. Y se estaba recuperando a buen ritmo de su primer matrimonio. Aunque sabía que jamás podría superar el hecho de haberse divorciado.
La pista de patinaje de Britannia Junction; Parkway y Camden Lock y Camden High Street, la docena de bastidores negros de luces de tráfico, los establecimientos de desguace… Algunas cosas tendrían que haber sido retiradas de en medio: aquel montón -no, aquella pila- de mierda de perro; aquel alud de vomitona; aquel borracho tumbado en la acera con el rostro semejante al trasero de un babuino; el viejo timador que había sido clara e increíblemente apalizado en el curso de las cinco o seis últimas horas… y cuyos ojos, que asomaban entre marcas de nudillos y de patadas, por increíble que pareciera, no albergaban dolor ni buscaban alivio…
Xan Meo miraba a las mujeres o, más concretamente, a las chicas, a las chicas jóvenes. El tipo de chica que, en su versión más típica, lucía plataformas de veintitantos centímetros y pantalones acampanados; aquel cuyo talle dejaba al descubierto una franja color hueso de ropa interior y un ombligo traumatizado por bijouterie; llevaba las llaves del coche en uno de los bolsillos traseros de los pantalones, y las del piso en el otro, abultando sobre sus nalgas, un piercing en la nariz, y otro, en forma de ancla, en la barbilla; y el cerumen de sus oídos parecía haberse extendido por sus cabellos como a través de algún conducto interior. Pero, dejando aparte todo eso…, ¿qué? La finalidad secreta de la moda en la calle, la payasada -de la que la moda es su forma anarcobohemia-, es frustrar el deseo concupiscente de tus mayores. Bueno…, ha funcionado, pensó Meo. No me interesas. Pensó también en las putillas de veinticinco años atrás, con sus medias, ligueros, escotes, perfumes… Las chicas estaban rompiendo con todo eso ahora. (Y tal vez la cosa iba más lejos, y estaban indicando el retroceso de la belleza física en interés del igualitarismo.) Meo no diría que desaprobaba todo cuanto veía, aunque lo encontraba ajeno. Y cuando veía a dos jovencitas besándose vigorosamente -una indescriptible confusión de aritos en los labios y clavos en las lenguas-, se sentía a sí mismo asintiendo. Fíjate en el beso entre jóvenes y deja que cale en tu corazón; si tu corazón lo rechaza y se aparta de él, entonces… es la edad, es que se te ha pasado el tiempo… ¡y que te jodan!
Al unirse a la larga cola para comprar cigarrillos formada en la estación de servicio, Meo recordó su penúltima infidelidad (la última, por supuesto, había sido con Russia). En la habitación de un hotel en Manchester, se había dedicado a desnudar metódicamente a una asistente de rodaje de veintidós años. «Déjame que te ayude con esta ropa tan calurosa», le dijo. Lo cual era una fórmula habitual en él. Pero bastante precisa también: el salvaslip húmedo, los leotardos de lana, las botas de goma. Estaba sentado en el sillón cuando la muchacha enderezó su cuerpo delante de él. Allí estaba su cuerpo, con los familiares círculos y semicírculos y sus divinas simetrías, pero incluyendo algo que él nunca había visto antes. Tenía delante un pubis casi completamente afeitado. «¿Y eso?», preguntó él. «Me ayuda a tener un orgasmo», respondió la muchacha… Bueno, a él no le ayudó a tener un orgasmo. Notaba algo más duro donde se suponía que todo tenía que ser blando: le parecía estar dándose… contra un lingote de acero. Y le quedó luego un hermoso y revelador verdugón (con el nombre y el número de teléfono de la chica en él) para llevárselo a casa… para que se lo viera una mujer que, de todos modos, y con razón, era psicopáticamente celosa (como él). En resumen, que la ayudante de continuidad no había sido tal. Que había marcado una discontinuidad, una radical discontinuidad. ¿Hacía falta mayor claridad? Que los monos no salten, que duerme la niñita. Llevaba ya cuatro años y medio durmiendo con Russia. Aún duraba la pasión, pero él sabía que disminuiría, y estaba preparado para ello. A su manera, Xan Meo estaba en camino de comprobar que, al cabo de algún tiempo, el matrimonio es una relación fraternal, marcada por ocasionales, y más bien lamentables, episodios de incesto.
Caía ya el crepúsculo, pero el cielo seguía aún majestuosamente brillante y las estelas de los aviones más lejanos semejaban incandescentes espermatozoides enviados para fecundar el universo… En la calle, Meo dejó de mirar a las chicas, y éstas, naturalmente, siguieron sin mirarle. Había llegado ya a la edad (tenía cuarenta y siete años) en la que las jóvenes miran a través de ti, más allá de ti: miran a través de tu espectro, lo que tal vez sea una desgracia muy trillada, pero claramente es un hito en tu despedida, en tu viaje al reino de los muertos. Susurras «adiós» una y otra vez…: que Dios esté contigo. (Porque yo ya no lo estaré. No puedo protegerte.) Aunque esto no era del todo cierto en el caso de Meo, ya que era un hombre conspicuo, y él lo sabía, y le gustaba, en resumidas cuentas. Ocupaba un gran espacio físico: alto, ancho de espaldas, recio; sus cabellos castaños oscuros ya no eran espesos y ondulados, pero aún cubrían una buena parte de su cabeza (la crema que les prestaba volumen extra y servía de fijador se llamaba Urban Therapeutic), y sus ojos tenían más patas de gallo de las que uno quiere ver en ellos. Bien es verdad que su rostro tenía… un brillo de talento, sí…, pero… ¿qué clase de talento? En su aspecto más zalamero, el que más voluntades le captaba, el rostro de Meo era el de un hombre capaz de adelantarse hasta un micrófono para ofrecer una interpretación lo bastante rijosa de «Papá se va de picos pardos». Su aire era aceptable: plausible para el propósito al que se alude.
Y, todavía más, era famoso y, por consiguiente, había en él algo engañoso e hinchado, cierta desmesura. Habría que decir que era discretamente famoso, como lo son muchos ahora: porque ahora hay muchos famosos (incluso Meo podía recordar una época en la que casi nadie era famoso). La fama se había democratizado tanto, que la oscuridad se sentía ahora como una privación y hasta como un castigo. Y las personas que no eran famosas se comportaban como si lo fueran. Hasta el punto de que, en ciertas atmósferas mentales, era posible creer que la isla en la que uno vivía contenía sesenta millones de superestrellas… Meo era, en realidad, un actor; un actor que se había ganado una súbita reputación gracias a haberse diversificado cautamente en otros campos. Y el mundo tiene un nombre para esas personas que pueden hacer más de una cosa al mismo tiempo: a esos héroes multitarea los llama hombres renacentistas. El discreto brillo de una discreta fama iluminaba, pues, a Xan Meo. Cada cinco minutos alguien le sonreía a su paso…, porque pensaba que era alguien famoso. Y él devolvía esas sonrisas.
Prosiguió el paseo hacia el Hollywood… y nosotros seguiremos con el paseo de Meo, porque será su último paseo durante algún tiempo. Asomó la cabeza por la puerta de la librería de High Street y vio, complacido, que su primer libro (una colección de narraciones cortas titulada Lucozade) aun seguía en el mostrador con la indicación de «Nuestros recomendados». Después, tomando por la derecha a Delancey Street, pasó por delante del café donde el Hombre Renacentista tocaba la guitarra rítmica un miércoles sí y otro no junto con cuatro viejos hippies que se llamaban a sí mismos los Original Hard Edge. Atajó a la izquierda por Mornington Terrace, bastante más pobre y mucho más tranquila: podía oír sus propias pisadas a pesar del viento que azotaba los árboles bajo los que pasaba y del estrépito metálico que llegaba de los vehículos que circulaban más abajo, tras el muro situado a su derecha. El tiempo se podía describir amablemente como borrascoso. Una brutal y desenfrenada turbulencia, en realidad, un «rodeo» de viento, con la tierra tratando de desmontar a cuantos cabalgaban en ella. Y en la calle, muebles de jardín, cubos de basura rodando, bicicletas y cada vez más portezuelas de coche abiertas señalando el impetuoso camino del viento. Xan era demasiado mayor para modas, cortes y estilos, pero ahora sus pantalones flameaban y, alternativamente, se ceñían por completo a las piernas por efecto del viento.