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– No hay mucho donde escoger. Y ya se nos está agotando el tiempo.

– Tres coma siete millones de soplapollas -dijo Heaf sopesando el asunto-, y esto es lo mejor que se les ocurre… Bien… ¿Qué vamos a hacer?

– Muy sencillo -dijo Jeff Strite-. Suprimir la sección. Sin comentarios.

– No. Mirad…-dijo Clint-, eso es otro insulto. Y no es lo que quieren -siguió, al tiempo que les señalaba los cuatro montones de protestas impresas-. Tampoco se lo creerían. No nos están diciendo que suprimamos la sección. Nos están pidiendo que les digamos que las cosas no son así.

– ¿Y tenemos alguna salida, Clint?

– Sí, jefe. Podemos darle la vuelta. En pocos días, descartamos a las esposas y comenzamos a remplazarlas por modelos.

– ¿Qué? ¿Nuestras propias chicas? Un poco obvio, ¿no?

– Bueno…, no se trata de poner fotos de las Donnas Strange de este mundo, naturalmente. Hablo de emplear a las que son más del montón. Y, si aparece de vez en cuando algún rostro famoso… Hay que reconocer que su respuesta es bastante lógica, ¿no? Les hemos dado una patada en el culo. Les hemos insultado. Ahora toca halagarlos un poco.

En su esfuerzo por ser el alma ideológica del Lark, Clint Smoker se mostraba siempre vigilantemente radical. A veces daba la impresión de que era el único en el periódico que sabía bien cómo era su lector típico. Ahora prosiguió:

– Se hundirá, de acuerdo. Podríais llenar esa sección con estrellas de cine y poner una banda que diga: soñad, imbéciles, e igualmente seguiría hundiéndose. La segunda cosa que necesitamos es mejorar la decoración. Nada de seguir en esta cochina carbonera. Mirad esa foto del centro, hacia la derecha.

Heaf giró la cabeza noventa grados a la izquierda y después volvió a llevarla lentamente hacia el centro antes de apartar la vista de la página.

– Serviría para ilustrar un artículo acerca de la trata de blancas o el chabolismo en los barrios bajos -siguió Clint-. Todas ellas servirían. No. Tenemos que publicar chicas razonablemente atractivas, en apartamentos de tres habitaciones. O mejor aún: si las ponemos sobre un fondo de entradas a casas señoriales, os aseguro que nuestros soplapollas no se quejarán.

Hubo un silencio que duró medio minuto.

– Gracias por tus palabras, Clint -dijo Heaf-. Que sea así. Otras cuestiones… Veamos… Todos los demás periódicos hablan del NEO, ese asteroide o lo que sea. Estoy convencido de que nuestro instinto era certero cuando decidimos ignorar por completo el tema. Pero, con todos estos terremotos que nos están sacudiendo…, ¿no estamos distrayendo injustamente a nuestro soplapollas de los temas de actualidad? Pienso que, por lo menos, deberíamos mencionar alguna vez las principales guerras y epidemias y hambrunas…, y todo eso. Ya sé que nuestro enfoque es esencialmente doméstico, pero, tal como anda el mundo, me inclino a pensar que deberíamos ser algo menos estrictos con nuestras noticias del extranjero.

– De acuerdo, jefe -asintió Strite-. Yo podría hacerlo pasando otro mes en Bangkok.

Todos rieron, sin que la risa disipara la tensión.

¿Qué es divertido?, pensó Clint. Amable lector. Lector, me casé con él. T. S. Eliot: Guía del Lector. Hypocrite lecteur! Mon semblable, mon frère!

kerido clint: lo k dics sobre tu niñez m ha tocado la fibra. Yo nunca senti k era 1 d la band@. Algunos d nosotros parecmos habr sido elegi2. Somos d alguna manera, spciales & yo no s si ja + encontrare a alguien para pasar con el el resto de mis dias, xk tndria k ser «spcial» también.

Clint había leído recientemente un artículo en una revista que planteaba la emergencia de un nuevo tipo humano: el imbécil de elevado cociente intelectual. Espabilados, carentes de sentimientos y de toda empatía, los imbéciles de alto cociente intelectual, según la autora (una novelista), eran supercontemporáneos en su aceptación de todo cambio tecnológico y culturaclass="underline" una aceptación, empero, tan falta de rechazo como de sonrisas. De manera que a Clint lo alivió, en cierta manera, encontrarse ahora rechazando y sonriendo, sonriendo y rechazando el estilo autoritario de su nueva corresponsal. En la línea de mensajes de texto, y así sucesivamente, había visto el inglés normativo mucho más desfigurado, pero jamás hasta ese extremo. Nunca, nunca al servicio de la mutua exploración y cortejo…, ni con tan excelente gramática. Porque Clint sabía de gramática. El señor y la señora Smoker eran maestros. Y antiguos hippies también. Viejos -y ahora ya muertos- hippies los dos. Dos hippies muertos… ¡Señor! ¿Qué había ocurrido?

Aun así, Clint no era partidario de la crítica. ¿Clint? ¿Crítico en cuestión de chicas? Privado durante tanto tiempo de cualquier influencia femenina, sentía…, bueno, como si aquellas palabras de su corresponsal fueran un salvavidas para el hombre. Como un salvavidas.

Era consciente de que la distancia entre él y el mundo de las mujeres se estaba agrandando. Cada noche, al entrar en la metrópolis borgesiana de la pornografía electrónica -con sus infinitudes y sus inmortalidades-, Clint no hacía otra cosa que viajar hacia las mujeres. Pero a la vez se estaba alejando de ellas. Y la distancia se iba haciendo cada vez mayor.

¿Qué ocurría? ¿Qué estaba emanando de él, qué estaba despidiendo? Él no era -se decía- menos atractivo (y a estas alturas sí bastante más rico) que el fulano al que podías ver en cualquier parte con su confiada acompañante, siempre dispuesta a darle un besito en la oreja, o acariciarle el vello de la barbilla o mirarse en los cristales de sus gafas oscuras con una pícara sonrisa pidiendo perdón.

Tenía que ser agradable, pensaba Clint, telefonearle cuando vas caminando por la calle, para que todo el mundo se entere. «Hola, amor, soy yo. Estoy en la calle. ¿Qué hay para cenar?» Una velada romántica. Mesa para dos. Ponle un comprimido de Narcopam en el café: que le baje la presión.

Tenía que ser agradable. Pero nunca lo había sido para él. Incluso cuando las cosas se encadenaban favorablemente, Clint siempre sentía el peso, la sensación de hundimiento, una especie de bajón del mercurio dentro de su pecho. Porque sabía muy bien lo que ellas estaban esperando…: aguardaban su oportunidad. En la cama, por supuesto, la eterna batalla era para conseguir que sintieran: para transformarlas con tu fortaleza. Y eso es lo que decían los libros que todas las mujeres trataban de conseguir para hallarse a un paso de estar en paz consigo mismas: la metamorfosis de verse preñadas por el macho más fuerte asequible. Por eso estaban siempre a la espera, calculando, comparando…, siempre listas para menospreciar…

Esto era, en cualquier caso, lo que Clint se decía continuamente a sí mismo (desentiéndete de ellas; son todas iguales, y cosas así…). Pero su inconsciente tenía otros barruntos. Y él, a veces, hacia caso a su inconsciente. Los domingos después de almorzar, cuando se quedaba en la cama jugueteando con la lengua con las esposas en miniatura que colgaban de su nariz, en el miserable pozo que era su casa adosada de Foulness, le oía decir a veces: «No sé, socio. Va a resultar penoso. No sé, socio. Acabará todo en un mar de lágrimas.» Ella era como un salvavidas para el hombre:

mi hombre del momnto ( & digo precisamnt dl momnto) s el tipo «macho», ya sabs; todo el sabado en el gimnasio, futbol el domingo x la mañn@ y tnis x la tard, ¡aburrido! m gusta un tipo k bba cervza frente a la tele…, conmigo en sus rodillas, en la kma, cuando stamos practicando el sxo, gim para k yo también lo haga. le digo: no soy de las k stan siempre a tu disposición para todo, no m vngas con eso. supongo k piensa k gritar = abandonarse, pero yo no kiero abandonarme, ¿tú ya sabes, clint, k la gent emplea el sxo para envanecrse d sí misma?