– Pero… ¿por qué no, so bobo?
– Pues porque soy un viejo verde repugnante. Todos lo somos. Excepto tú, claro.
– … ¿Dónde están esos Escorpiones?
El recuerdo de aquellas palabras quedó dentro de él. Y cuando luego se sentó a solas en casa, delante de la chimenea bajo un revoltijo de alfombras y perros, aguardando la llamada de Bugger, Enrique pensó que todo aquello era cierto. ¿Por qué? Pues porque el príncipe Alfred, a sus cuarenta y nueve años, era aún un sátiro hiperactivo: lo había sido desde sus trece años (cuando violó a su primera doncella). Su padre, Ricardo IV, había satisfecho sus apetitos épicos antes de contraer matrimonio tardíamente, y su abuelo, Juan II, era un calavera notorio. Pero… ¿y Enrique IX?
Por la época en que alcanzó sus veinte años, el entonces príncipe de Gales no mostraba más interés por los escarceos sexuales que por el polo o el paracaidismo. Tenía una intensa vida social marcada por las borracheras, y amistad con muchas mujeres. ¿Qué era, pues, lo que le había hecho reducir o ignorar las incontables salidas de tono, que iban desde lo apenas apreciable a lo melodramático, que tendían a caracterizar su estilo como príncipe? Parecía no haber nada más complicado que el temor o el esfuerzo. Un preocupado Ricardo IV, instigado por la reina consorte, había arreglado las cosas para que el príncipe fuera visitado regularmente por una dama de la corte, una joven viuda llamada Edith Beresford-Hale. Edith sorprendió a Enrique una noche en el Kyle de Tongue. El príncipe se había refugiado allí después de una tormentosa noche con los cuarenta o cincuenta oficiales de artillería que se habían presentado para acabar con su retiro. Ni que decir tiene que el propio Enrique nada tuvo que ver con aquello. Pero se comportó animosamente con Edith Beresford-Hale. Ella se debatió con él encima durante un par de minutos; siguió luego un olorcillo que recordaba el de un vestuario masculino después de un partido, y Edith hizo un chiste al respecto.
Después de aquello, el príncipe hizo algo que ni el rey ni la reina pretendían: se enamoró de Edith… o, en todo caso, se limitó a Edith. Aunque la prensa y el público daban por sentado que se acostaba como mínimo con una o dos de las jóvenes beldades con las que se le veía con frecuencia, Enrique fue un hombre fiel durante los siguientes cinco años, en los que visitaba a Edith tres veces al mes. Ella tenía por entonces treinta y un años, una figura agradable y buen carácter. Y, al igual que su madre, tenía debilidad por las faldas de tweed a cuadros y los zapatos resistentes.
Fue entonces cuando Enrique, que ya iba camino de la treintena, comenzó a sentirse atraído por una amiga más joven: la honorable Pamela North. Le regaló a Edith una casa y un crucero alrededor del mundo, le asignó una pensión y empezó a cortejar a Pamela. En el día siguiente a las bodas reales (que, como ya dijera Bagelot, era la edición más brillante de un acontecimiento universal), Enrique escribió a su hermano, el príncipe Alfred: «Todo fue como una seda, lo que es un alivio. ¿Viste cuando la besé en el balcón y la multitud enloqueció por completo? Bueno…, pues así son un poco las cosas en el dormitorio. Sentí sobre mis hombros las expectativas de todo el país, aunque de una manera más bien agradable. Fue como si me animaran. Y todo fue como una seda. Ya sabes lo que quiero decir: ¡fue la mar de bien!» Y ¿cómo podría haber sido de otra forma esa noche, con su sangre vibrante de emoción y desbordando el amor de su pueblo?
Acababa el príncipe de cumplir veintisiete años, cuando Ricardo IV saltó hecho pedazos en un barco de pesca frente a la costa occidental de Irlanda. A bordo viajaba también un primo del rey, que había sido el último virrey de la India (y su primer gobernador general), por lo que fueron muchos los que se atribuyeron el magnicidio: musulmanes, sijs, hindúes, y así sucesivamente, aparte de los sospechosos más obvios y próximos… Aquel periodo, sin embargo, con su emoción magnificada (multiplicada por cincuenta millones), presenció el apogeo erótico de Enrique. Inglaterra celebró su coronación con un espíritu de desafiante coraje y euforia, y la poderosa oleada en favor de la autoridad de Enrique IX llegó hasta el lecho real, con sus postes dorados, sus cuatro orbes que llevaban coronas ducales, su dosel de satén color púrpura bordado de lises, jarreteras y rastrillos, volantes de telas doradas. Durante su segunda luna de miel a bordo del yate real, mientras la pareja se sentaba a la mesa a los acordes de una serenata romántica interpretada por una banda de marines reales, Enrique sonreía severamente a Pamela cuando se acercaba el momento de retirarse al camarote. Desde el punto de vista sexual, la realeza lo había conducido hasta la treintena sin problemas (durante un tiempo uno de sus muchos apodos fue el de Excalibur). Pero para entonces ya estaban tratando de conseguir un heredero…
Tras el nacimiento de la princesa Victoria, la vida amorosa de Enrique dejó de depender del calendario y del ciclo lunar: ahora sólo consultaba su agenda de audiencias. Semejante reparto de funciones se convirtió, para él, en un hábito. Un mal hábito, por supuesto. El amor era por nombramiento regio, como casi todo lo demás. Y el macho, hasta el macho real en su más brillante edición, no podía con eso. No podía controlar, por ejemplo, la expectación…, transformarla en una cita esperada. Y, para colmo, Pamela, al hacerse mayor, se parecía cada vez más a un hombre.
Cierta tarde, a las tres y cinco, la reina consorte le preguntó con áspera extrañeza:
– ¿Qué es lo que está ocurriendo, Hotty? Oh, vamos…, ¡es desesperante…! -Y eso fue todo. Ni un solo segundo de su vida consciente había tenido nada en común con la de cualquier otro, pero la vulnerabilidad de Enrique, por lo menos, era universal; bajó, pues, de la montaña decidido a jugar sus cartas entre sus compañeros los hombres. ¿Qué era lo que estaba ocurriendo? Buena pregunta. A partir de entonces, cada vez que el rey veía en su agenda: «3 pm: Pammy», sentía como una fuerza que oprimía su pecho como un arnés, y que no cedía hasta que la cita en el dormitorio había sido superada de alguna manera. Buscaba en su memoria algún recuerdo precursor de aquella aprensión, porque sabía que tenía que existir alguno. Y sí. Lo encontraba en las horas que precedían a otra entrevista anterior, también programada: cuando iba al despacho de su jefe de estudios para recibir una reprimenda.
Pero la epifanía negativa -el momento más perro de su vida- lo estaba aguardando en el Kyle of Tongue.
Brendan Urquhart-Gordon escuchó. Cesó el sonido del timbre y se oyeron ruidos de esfuerzo; y después -como expresión de sentimientos levemente heridos- llegó un lloriqueo de protesta canina.
– Sal de aquí, Pepper. ¡Beena! ¿Eres tú, Bugger? El maldito, el maldito teléfono ha quedado atrapado debajo de Beena y General Monck. Y ahora está lleno de pelos por todas partes y… mojado con no sé qué repugnante líquido. ¡General! ¡Sal inmediatamente…! ¿Desde dónde llamas, Bugger?
– En este momento me están llevando en dirección noreste desde el Cap al aeropuerto de Niza, señor. Bastante de prisa.
A su derecha, más allá de los aparcamientos de supermercados, hoteles y gasolineras, se veía el tranquilo oleaje del Mediterráneo; a su izquierda, más que verlos, se intuían los colores de las villas, con sus luces, balancines y aspersores. Y junto a él se sentaba el compacto, elegante y ya envejecido Oughtred.
– ¿Y bien, Bugger?
– Tenemos la escena del delito, señor. Y de ello se deducen muchas cosas. Tenemos también indicios sólidos de que el motivo o la intención no sería…
– No me vengas con tus conclusiones, Bugger. Y deja de sentirte tan ufano de ti mismo. Todo esto me pone malo, y no le veo ninguna gracia.
Brendan se reprochó no haber sido capaz de disimular la satisfacción que le habían producido sus éxitos detectivescos. Pidió excusas al punto: