– Ha sido muy poco considerado por mi parte, señor. Os pido disculpas.
– Perdonado. Y ahora sigue con ello, Bugger. ¿Me traería una botella de buen vino tinto, Amor? Y también algo para picar…
– Hemos llegado ya a la pista, señor. ¿Podéis oír el avión…? Tenemos que cortar.
– ¿Hola? ¿Hola?
– Señor…, es preciso que lo sepáis. El motivo, la intención, probablemente no es pecuniaria. Ni un chantaje de los medios de comunicación. Ya hablaremos.
Después de cortar la comunicación y sacudir el teléfono, Enrique volvió a deslizarlo bajo General Monck; y, cuando volvió Amor, le pidió una baraja de naipes.
Imaginen: reyes y reinas… ¿Y qué somos nosotros? ¿Dieces, doses?
Soltero por su parte, Brendan Urquhart-Gordon era un amigo anormalmente observador. Y, en todo caso, Enrique no le planteaba ningún reto para sus poderes de imaginación. Era un libro abierto, un hombre fácil de interpretar.
En un día de «Pammy» -es decir, un día marcado con «otra condenada cita a las tres», como Brendan le había oído decir-, Enrique se pasaría toda la mañana sin dar golpe (incapaz de ordenar sus pensamientos), y a eso de las doce y media empezaría a pedir a gritos que le trajeran brandy. A las tres menos cinco en punto abandonaría el despacho y se iría, para no regresar hasta las cuatro menos cuarto… Si las cosas habían ido razonablemente bien, Enrique, entonces, asumiría un aire de víctima, aunque con marcado estoicismo (era interesante que no mostrara ningún rédito de alivio). Pero, si habían ido mal, el rostro cenceño del rey era la viva imagen de la muerte.
Y así, una tarde, en la biblioteca de la Greater House, Brendan se hallaba consultando un informe elaborado por la Asociación Médica Británica, y dijo casualmente:
– Un paso de gigante para la humanidad, ¿no os parece, señor? El Potentium ese. La varita mágica de la medicina acabará de un plumazo con tanta inseguridad masculina… Ya no habrá más guerras.
– … ¿De qué estás hablando, Bugger?
– Del Potentium, señor. Un medicamento que remedia la impotencia masculina. Probado, patentado y ahora ya de libre administración. Se toma en función de las necesidades, señor. Una sola píldora y al punto se endereza la picha. ¡Se acabaron para siempre las guerras!
Enrique se quedó mirando al vacío durante sus buenos cinco minutos, parpadeando lentamente y con los ojos como una lechuza. Finalmente, se volvió y dijo:
– No, no… Uno no puede funcionar a base de glándulas de mono….
Y ahí se acabaría la cosa. Porque… ¿quién era Brendan para criticarlo? Solía decirle con frecuencia que se sentía perfectamente con sus propias inhibiciones. Pero tal vez fuera sólo propaganda personal, y en todo caso no había manera de probar lo contrario. El hecho cierto es que la cama en la que pasaba tanto tiempo tratando de no pensar en ello tenía un ocupante, y que ese ocupante era un macho pasivo. No, jamás hubo otro hombre tan pusilánime como él. Puesto a elegir entre castidad y la realización de su apodo escolar, Bugger [13] elegía la castidad. Y todo aquello databa de hacía mucho tiempo: de cuando tenía ocho años.
– Después de cuatro horas en el château, señor, me estaba diciendo a mí mismo: «¡Vaya! Esto está helado.» Habíamos examinado los veintisiete cuartos de baño. Por bañeras blancas, no quedaba. Tampoco por falta de pastillas de jabón. Pero las alineaciones, los colores del fondo, no cuadraban… Entonces me acordé de la Casita Amarilla, señor.
– ¿Sí, Bugger?
– Adonde la princesa… iba a menudo a bañarse y cambiarse después del tenis, antes de ir a la piscina. Y fue allí donde se produjo la intrusión, señor. Habían cortado parte de una tabilla de la sección superior del hueco de ventilación, de cara a la bañera. En la repisa de encima del calentador encontramos una cámara, una Vortex DigiCam 5000. Naturalmente, habían retirado de ella el videodisco. Oughtred, que todavía sigue allí, informa que no existen huellas en la cámara y, como era de prever, que los números de registro y demás han sido limados.
– ¿Y qué tenemos que esperar ahora, Bugger? No comprendo qué…
Los dos hombres se encontraban en un vehículo de seguridad en el exterior de Mansion House, donde aguardaban la presencia de Enrique para asistir al banquete de aniversario de la Asociación de Arquitectos Británicos (y donde él pronunciaría más tarde «unas pocas palabras» para recomendarles que velaran por la calidad de sus obras y todo eso). Por un momento el rey pareció ceder a la opresión del entorno: una unidad móvil en la que se amontonaban monitores, transmisores, auriculares. Justo enfrente de su barbilla tenía colgando un micrófono a punto, que parecía un condón de piel sujeto a una varilla. En la mesa había también un tarro de Bovril, encima de cuya tapa se mantenía en equilibrio una cucharilla sucia.
– Hay más cosas, señor. Pero lo que tenemos nos permite ya hacer algunas deducciones. Como la improbabilidad de una motivación pecuniaria. Al principio pensé…, bueno…, la DigiCam 5 vale unas tres mil libras… Consiguieron introducirla en aquel lugar; pero, entonces, ¿por qué no se la llevaron? Esto exonera fácilmente a los miembros del personal de servicio en la casa, como me di cuenta cuando estaba a punto de acorralarlos a todos a preguntas.
– No te sigo.
– Los sirvientes no pueden haber tenido noticia de esa cámara porque, o habrían informado de su descubrimiento, o la habrían robado. Hace apenas una hora, Oughtred me confirmó esta idea de manera un tanto espectacular. La DigiCam 5 es un modelo de lo más portátil, pero no precisamente esta cámara en concreto: esta cámara, señor, tiene incrustaciones en oro…
Enrique eructó disimuladamente detrás de su mano.
– ¡Qué mal le sienta todo esto a mi hígado! Tengo la tripa hecha un desastre. Tendré que pronunciar mi discurso sin ponerme de pie. ¿Qué se desprende de todo esto, Bugger?
– Nos dice que se trata de gente ya rica, y que anda detrás de alguna otra cosa. No precisamente de dinero.
– ¿Y qué otra cosa tengo yo, si no es dinero? Soy un monarca constitucional y, por definición, carezco de poder. Gloria mucha, pero no poder.
– ¿Es poder la gloria? -preguntó Urquhart-Gordon. Y añadió para sí, con excitación-: «¿Será un poder negativo?»
A la mañana siguiente, mientras se servía una taza de té con limón (normalmente tomaba para desayunar una buena taza de té inglés, de su marca habitual, más algunos fiambres y pastas), Enrique IX recibió un comunicado de su chambelán:
Para vuestra información, señor. Copiado consultando el libro de visitantes del château. Ruego excuséis la ausencia de formalismos. Presentes durante la estancia de la princesa (por orden cronológico de su llegada):
Enrique R; Bill y Joan Sussex; Brendan Urquhart-Gordon; príncipe Alfred y Chicago Jones; Chippy y Catherine Edenderry; sultán y sultana de Perak; Boy y Emmma Robville; Juliet Ormonde; Lady Arabella Mont; John y Nicola Kimbolton; Joy Wilson; príncipe Mohammad Faed (y esposas); Hank Davies; el emir de Qatar (y esposas); El Zizhen. Nota: en determinado momento hubo en el château 47 menores, incluidos 15 adolescentes.
Ah, El, El, El Zizhen… Justo un año después del accidente de la reina, Enrique se encontró cenando a solas con Edith Beresford-Hale. Aunque fácilmente explicable (y graciosamente excusado), el forzado, tembloroso y jadeante fiasco que siguió bastó para convencer al rey de que aquello se había acabado. Edith era aún viuda, o viuda una vez más, y se habían operado otros cambios en ella. Por ejemplo, que contaba ya sesenta y tres años. Pero Enrique no era nada indulgente, y estaba preparado para huir de la escena de puntillas y con las zapatillas en la mano. «Es la última vez», se dijo apresuradamente a sí mismo. «¿Qué ocurre contigo, Hotty?», le había preguntado la reina en una ocasión semejante al tiempo que le daba a Excalibur un par de fuertes agarrones, antes de apartarlo de sí con impaciencia. «Oh, vamos…, ¡es desesperante!» Bueno, sí… ¿Qué ocurría con él?