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– Iré a verlos otra vez. Al periódico. Hablaré con Rory -dijo-, y le daré mi versión.

Entró Billie, sin la escolta de la niñera. En el último par de meses había conquistado el derecho de dar vueltas por toda la casa sin ir acompañada…, con gran provecho para su vida interior. Era cada vez más frecuente sorprender en sus ojos una fresca mirada de asombro: de nuevas adquisiciones, nuevas incorporaciones a su cerebro en proceso de formación.

– Trae un libro, querida -le dijo Russia-, y papá lo leerá.

– Fíjate en el tamaño de este periodicucho -dijo Xan al tiempo que lo dejaba deslizarse de su regazo al suelo-. Y me han puesto en la página ochenta y seis… Es bueno, en estos tiempos, que hablen de ti los periódicos. Si estás al principio, en las páginas de noticias, te han pillado. Pero, si no, la cosa va bien. Porque no habrá maldita la forma de que lo encuentren.

De una cosa estaba segura Russia: él nunca había hecho eso antes…, maldecir delante de Billie.

– Quiero éste -dijo la niña.

Y Xan volvió su atención a una familia de elefantes elegantemente vestidos, que aguardaban la comida en un comedor palaciego.

– Yo soy éste -dijo Billie-. Y mamá este otro. Y aquél es Baba. Y Lada ese otro.

Xan le indicó la cabecera de la mesa, donde se hallaba sentado el padre.

– ¿Y quién es ése?

– … Nadie.

Ése era nadie. Un elefante vestido con un traje azul, simplemente.

Negación del déficit, deuda energética, fatiga de la dirección: sabían el tipo de cosas con que podían encontrarse. Y las abordaban con sensatez.

El descanso sabático de Russia por maternidad estaba llegando a su fin (y tenía en perspectiva una visita a Alemania para dar una conferencia); también era inminente e imposible de posponer el viaje a Brasil de Imaculada; pero Xan, en su estado, no podía ir a ninguna parte: eso también parecía obvio. Pasaría el tiempo jugando y holgazaneando con las niñas, y se ocuparía de la casa…, en la medida en que le apeteciera hacerlo.

Ambos proyectos resultaron ser excesivos para él.

Muy pronto se vio que no se le podía confiar nada. La espaciosa cocina, donde Xan pasaba la mayor parte de su, de pronto, ilimitado tiempo libre (porque le dio por reafirmar sus habilidades culinarias), se convirtió en un laboratorio donde se amontonaban alocadamente sartenes de hierro fundido, cazos ennegrecidos y cacerolas abrasadas: donde el cubo de la basura estaría disputando su puesto a uno de los cucharones caídos, mientras el microondas trepidaba y se tranquilizaba. Las cosas se escurrían a través de sus dedos: se derramaban líquidos, se rompían. Se abrasaba con la tostadora, se llenaba del polvo que salía del molinillo de café. Incluso el frigorífico se reveló como su declarado enemigo.

Iba dejando por toda la casa huellas de sí mismo, como mensajes enviados de un animal a otro. Un calcetín, un chaleco, un par de calzoncillos en las escaleras, en la sala de estar…, pero también sus desperdicios, sus emanaciones. Cuando Russia se acercaba a la bañera, siempre veía en ella dos palmos de agua sucia con una capa superficial verduzca, y, flotando a medias, toallitas, trozos de pañuelos de celulosa, apelmazados con mucosidades y cerumen. Así como pequeños acúmulos de caspa y recortes de uñas, de piel seca. Pero lo más característico, por supuesto, era que no había forma de persuadirlo de que hiciera correr el agua en el váter; y así, cuando abrías la puerta de la casa, tenías la sensación de entrar en un gallinero del Dorset rural, o en el zoo, o en un lavabo de caballeros del Tercer Mundo. Y ahora, por la noche, sus sobacos despedían olor a coño.

Estaban sentados a la mesa, con las tazas y cacharros del té, y los periódicos. Si le hubieran pedido a Russia que describiera aquella atmósfera, la habría calificado de seudonormal. Entonces él dijo:

– A las chicas les gusta la ensalada.

– ¿Qué?

– A las chicas les gusta la ensalada. Hay una diferencia real entre los sexos. A las chicas les gusta la ensalada.

– Tú tomas ensalada…

– Sí, pero a mí no me gusta la ensalada. A ningún hombre le gusta la ensalada. A las chicas les gusta la ensalada. Y puedo demostrarlo.

Ella aguardó.

– ¿Cómo?

– Las chicas comen ensalada cuando están colocadas. A un hombre le apetecería una barrita de chocolate o su snack de galletas; no una porquería con tomate. Una chica come ensalada por la mañana. Directamente del frigorífico. Sólo una chica haría eso. Las chicas son así. ¡Dios! ¿Es el teléfono que suena?

– No, es el frigorífico.

– ¿El frigorífico?

– Es nuevo. ¿No lo has notado? Hace ruido si dejas la puerta abierta. Te has dejado la puerta abierta.

– ¡Cállate, joder! -le gritó al aparato-. ¿Es que acaso soy el primer hombre de la tierra que tiene que decirle a su frigorífico que pare?

Volvió de nuevo el ruido: un chirrido molesto.

– ¡Eh, tú! ¡Deja ya de joder!

– En lugar de decirle que se pare, ¿por qué no vas y lo cierras?

– Ciérralo tú. Y la boca, de paso.

– No me hables así.

– ¿Por qué no? ¿Tienes la regla o algo así? De acuerdo, no me enfadaré. Estás con el disco rojo. Tienes a los pintores.

Éste era el tenor de sus conversaciones.

– Por favor, procura comportarte como Dios manda -le decía Russia.

Al momento siguiente, la cabeza y los hombros de él se hundían y replicaba:

– Eso es exactamente lo que estoy tratando de hacer… Lo estoy intentando. No puedes imaginar lo difícil que resulta intentarlo. Tú no lo entiendes. Pero puedo decírtelo. Es un auténtico coñazo.

Sonó el timbre de la puerta. Russia cerró de golpe el refrigerador de camino para bajar las escaleras.

Mi habitación, pensaba Xan… Fuera hace frío, pero mi habitación está caliente, pero mi frigorífico está frío…

Cuando Russia volvió, vio que su marido estaba haciendo dos cosas a la vez. Semejante ocupación multitarea era rara ahora en él. Hacer una cosa ya le resultaba bastante difícil. Aun así, se había sentado en el sofá, y dormía y lloraba al mismo tiempo.

Las niñas, entretanto, intercambiaban sus opiniones.

Al principio, las dos parecían asombradas, pero estaban encantadas de verlo. El primer día, Billie, que salió a recibirlo a la entrada, le había dedicado una sonrisa tan grande al verlo, que temió que se le fuera a desencajar la cara: las comisuras de su boca desaparecían casi en sus cabellos. No vio a Sophie hasta la mañana siguiente; su carita fue la primera que vio en cuanto abrió los ojos. Pero mientras que Billie, en la misma situación, se hubiera metido entre sus padres como el trazo horizontal de una H mayúscula (H de hogar, tal vez, pero sugiriendo también la idea de una frustrante cuña entre ambos), Sophie se colocó al lado de su madre (a la que estuvo todo el rato dándole ruidosamente la lata, una vez más y sin descanso). Sophie sonreía también. Y cuando Xan volvió a abrir los ojos veinte minutos después, aún seguía sonriendo, y él se dio cuenta de que era la misma sonrisa, que había mantenido mientras dormía. Una sonrisa, la de Sophie, que no tenía el insostenible énfasis de la de Billie. Era leal, agradecida y, sobre todo, con cierto sentimiento de propiedad: le había escrito en su ausencia, y ahora estaba en casa. Él tendió la mano y sintió su brazo. El calor que aquel hecho había creado le llegaba, devuelto, a través de las venitas azules de su muñeca.