Clint estaba con los brazos en jarras de pie en el anárquico cuarto de archivadores de números atrasados. Más de novecientos ejemplares del Lark se amontonaban en inestables rimeros, con tendencia a desmoronarse, y los brazos de Clint se habían manchado de tinta hasta los codos para cuando logró reunir los treinta ejemplares de aquel importante mes de junio.
Como los demás tabloides exponentes de la prensa amarilla, el Morning Lark publicaba un recuadro de respuestas en la página contigua a su consultorio. El consultorio del Lark no se parecía al de los otros periódicos, con su típica integración de tópicos como «Mi pareja se corre enseguida» o el increíble: «Llegué a casa y encontré a mi marido en la cama con mi padre», y todo eso. El consultorio del Lark no consistía en la exposición de problemas, sino más bien estaba dedicado a ofrecer singulares regalos a los lectores: era la página dedicada a pornografía, gran parte de la cual estaba escrita por el propio Clint Smoker. Por otra parte, los pasatiempos propuestos consistían en una docena de fotos convenientemente ampliadas con globos o «bocadillos» para expresar lo que decían o pensaban, dramatizando así las dudas de jóvenes de buen ver vestidos/as en su mayoría con ropa interior.
Puesto que necesitaba un poco de calma y equilibrio, Clint echó mano de su teléfono móvil y llamó a Ainsley Car.
– De acuerdo -dijo el atribulado delantero, después de insistirle-. Me cargo a Donna, y después me tiro a Beryl.
– Al revés, muchacho.
– Me tiro a Beryl, y después me cargo a Donna.
– ¡Joder! Te tiras a Donna, y después te cargas a Beryl… Aunque, recuerda…, no tiene que ser precisamente Donna.
– ¿Qué me dices de Amfea…?
Clint recordaba a Anthea: una rubita sonriente que quizá tendría dieciséis años. Muy popular posando con su madre en secuencias comparadas.
– No, muchacho… Anthea se quedó preñada y lo ha dejado correr todo… Y su madre está hecha una abuela a los treinta y dos.
– Bueno, pues… Donna servirá. Me cargaré a Donna.
– Te tirarás a Donna -le corrigió Clint.
Ah, sí… Allí estaban: Brett, Ferdinand y Sue. Y, por un instante, Clint apartó la vista… Cuando entrabas por primera vez en una agencia de contactos y te recibía la madame que coordinaba el negocio, ésta te entregaba el «folleto» y te dejaba a solas con éclass="underline" aquello te hacía sentir poderoso. En aquel grueso álbum, cada sonrisa, cada escote, cada majestuosa pechuga representaba distintos futuros que, sin embargo, y según variables escalas de pagos, prometían todos un mismo resultado. Ahora, al contemplar a Kate, Clint adoptaría un punto de vista más humilde. Aquello se parecía más a una cita a ciegas entre jóvenes, cuando te acercabas a mirar a hurtadillas desde una esquina y, después, o seguías adelante o huías… Clint observó la foto por el rabillo del ojo, bizqueando… Su mirada bajó de pronto a posarse en ella. Y, después, con deliberada energía, echó atrás la cabeza para apoyarla en la pared, refunfuñando, riendo, suspirando. No era una reina del glamour, ni siquiera del baile, sino una chica encantadoramente sencilla, una chica corriente, como el póster de una persona desaparecida. Y… ¿podía imaginársela? ¿Podía imaginársela él? Verlos a ambos, asidos de las manos: «Hey, desearía que conocieran a una amiga mía muy especial. Damas y caballeros, les presento a…»
Clint regresó a su mesa de trabajo, donde desplegó una lámpara de codo y una lente de aumento. Se trataba de un cuadro de lo más convincente: la historia de un difícil triángulo, como tantos otros, pero de alcance universal. En las fotos iniciales se veía a Sue en casa con su compañero y amante Brett. Luego a Sue barriendo el suelo de la cocina entre lágrimas, mientras un Brett en camiseta la observaba con los puños apretados: en la siguiente, aparecía Brett viendo un partido de fútbol en la televisión, con un par de calzoncillos con la Union Jack encima de la cabeza, mientras Sue planchaba la ropa; seguía Brett, que agarraba unos tacos y una bolsa de deporte y le decía a Sue que salía a dar una vuelta con el coche hasta el pub para jugar unas partidas. Entraba Ferdinand. Y enseguida pensabas…, sabías: ése es Shelley: poeta y soñador, con los cabellos sueltos, sus flores y su galantería; con sus ojos brillantes como estrellas… Sue aparecía desnuda dos veces. En la primera foto, Ferdinand, mostrando los dientes, la penetraba por detrás…, pero el cuerpo de ella estaba eclipsado casi completamente por el «bocadillo» de sus pensamientos: «Jo, ¡ojalá Brett hubiera oído hablar de los juegos eróticos preliminares…!» En la segunda, yacía sobre la espalda y con las piernas separadas, pero su modestia quedaba preservada por los rizos sueltos de Ferdinand, a la vez que por otro «bocadillo» en el que ella decía. «Mmm… Brett piensa que esto es sólo cosa de gays, pero a mí me parece maravilloso.» La fotografía final mostraba a Sue sentada sola en su cama de madera clara, con un codo apoyado en la rodilla y la cara en la palma de la mano, con la mirada levantada hacia el techo: «Sé que Brett tiene sus defectos, pero Ferdinand parece demasiado bueno para ser auténtico. ¿Cómo voy a elegir entre ambos?»
Una pobre imagen de sí, pensó Clint; eso es lo que es. Pero, tras pensarlo mejor, decidió echar una ojeada a los «Consejos de la Experiencia», con los que concluían todos los casos. Donna Strange aconsejaba a Sue que olvidara a Ferdinand y siguiera con Brett.
Una sonrisilla apenada en su rostro. Por supuesto que estaba simplemente actuando. Pero, con aquella limpia mirada en sus ojos, con un mohín filosófico en su labio inferior…, no te la podías imaginar apenándote, socavando tu confianza en ti mismo, empequeñeciéndote… «No te preocupes. Das la talla, querido… Estás la mar de bien. Sí, lo conseguirás.»
3. COLD BLOW LANE
– Necesitaremos al ejército para esto, señor.
– ¿El ejército? No digas tonterías, Bugger.
– Sólo una leve y tranquilizadora presencia, señor. Es una situación de lo más… ingrata. Disculpad el pesimismo, señor, pero ni siquiera puedo imaginar una salida positiva.
– Ni yo. Pero no me pidas que lo reconsidere. No puedo negarle nada a Loulou…, como bien sabe ella. Y ahí está el problema. Después de todo, es mi prima, y no se ha metido en esta operación a propósito. Tendremos que seguir con ello.
– Señor… No me parece que sea un buen momento discutir ahora las ramificaciones de la entente chino-rusa.
– La ramificación número uno sería que yo tendría que renunciar a El Zizhen, supongo. Y si fallan las dos, ¿piensas que tendría su apoyo?
– Os recuerdo, majestad, que nada afecta tanto al humor del pueblo como lo que le cuesta llenar el depósito de gasolina de sus automóviles.
– Lo sé, Bugger, gracias. Ah…
Entró Amor. Los rayos del sol, ya en declive, que se estaba poniendo a sus espaldas encendieron los impresionantes soplillos de sus orejas. Saludó con una inclinación artrítica, y preguntó:
– ¿Estáis dispuesto, señor?
– Ahora mismo voy, Amor. Iré detrás. ¿Qué tenemos hoy, Bugger? ¿Brucelosis? No… ¿Fiebre Q?
– Encefalomielitis equina venezolana, señor.