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– Está usted a merced de este artilugio, señor. Es el mensaje final, me temo.

El dedo enguantado de blanco tembló antes de apretar la tecla de Inicio, y Amor salió de la estancia.

No era posible saltarse nada o apresurar el mecanismo. Así que Brendan, sintiendo el creciente peso de la impaciencia de Chippy, no tuvo más remedio que escuchar una serie de torpes instrucciones y preguntas de diversos suministradores y vendedores pueblerinos, más tres largas y reiterativas quejas de un pariente enfermo que esperaba la ayuda de Amor para poder ser trasladado de un sanatorio a una residencia de ancianos. Pero entonces, de repente, la voz se hizo tan grave y distorsionada que Brendan supuso que tenía que ser la incapacidad final…, el último suspiro…, de la vieja máquina.

«A la atención del rey. El último día de este mes, el material sobre las juergas de la princesa es ya público y puede ser visto por cualquiera. Nota bene: Palacio debería insistir, y debería seguir insistiendo en que ese material es falso. Que ha sido obtenido por mero juego de luces y trucos digitales. Y que, por tanto, es falso, falso.»

Brendan cayó en la cuenta del petulante bocinazo de la máquina. Sacó de ella las dos bobinas gemelas, que le entregaron inocentemente su contenido, como escandalizadas del secreto que habían grabado. Luego recorrió el tibio pasillo. La puerta batiente se abrió, le dio paso y volvió a cerrarse a su espalda.

Justo antes del mediodía, Enrique de Inglaterra emergió del helicóptero F1 de la Aviación Real y, con el cuerpo agachado, se apresuró a cruzar el rayado césped del campo de fútbol del Millwall. Llevaba un abrigo de sedosa lana de cachemir, traje oscuro de calle y corbata de seda negra en atención a la memoria de Jimmy O’Nione (la casa real había lamentado ya la muerte del finado en términos generales que evitaban cualquier compromiso; una vida tan llena de energía, cortada en raíz cuando se hallaba en plena floración…, y esto a pesar de la edad ya avanzada de O’Nione). A pie, y bajo una nutrida escolta de policías de paisano, cruzó Lovelynch Road y se sumó a los congregados en la explanada delantera del Juno Estate, donde fue recibido por el miembro del Parlamento por el distrito, los representantes del consejo municipal, varios funcionarios y burgueses temblorosos, y un pelotón de achacosos jubilados de antiguos regimientos llenos de condecoraciones, con sus raídos uniformes rojos, listos para librar su batalla final. La multitud, los periodistas, la policía, la discreta presencia de soldados con equipo de camuflaje, las torretas del centro correccional de su majestad, que dominaban el monumento a O’Nione: todo esto se hallaba algo más allá, a la vuelta de la esquina, aguardando. Pero los coches que bajaban por Cold Blow Lane daban un bocinazo de ánimo y apoyo, al que respondía un grito de los presos desde el tejado de la capilla.

Al oírlo, Enrique preguntó vagamente:

– ¿Por qué no los hacen bajar?

– Están esperando a que el tiempo se encargue de hacerlo por ellos, señor -dijo el miembro del Parlamento-. El tiempo es la mejor policía del mundo. Y el mejor guardián de los presos, también. Pero estos días estamos teniendo un clima desusadamente benigno.

Tal vez el rey notara que la palabra desusadamente había perdido gran parte de su fuerza. En aquellos tiempos, a nadie le importaba la estación del año en que se estuviera. Por encima de sus cabezas vibraban las altas presiones de un cielo intensamente azul que se propagaban por el aire. Enrique estaba acostumbrado a las sensaciones de expansión alucinógena: a la sensación de ser la misma cosa, de tener las mismas dimensiones del Reino Unido (junto con Canadá, Australia y otras tierras más). Ahora, bien dormido, bien desayunado y sexualmente satisfecho aunque también con cierto sentimiento de privación, le parecía que el cielo era también una colonia suya y que él se hallaba en el centro de aquellas vibraciones azules.

Louisa, duquesa de Ormonde, llegó en su gran limusina negra con cierto aspecto de coche fúnebre. Lucía traje y blusa negros, y un sombrero negro con velo caído sobre los ojos, que levantó para besar al rey. Estaban los dos de pie, algo apartados, y Enrique pudo ver en la comisura de su boca un trazo de humedad, como si sus dedos enguantados lo hubieran marcado intencionadamente en su faz. Con un gesto de súplica, le expresó su gratitud por la amabilidad que le demostraba. Y Enrique sintió por una fracción de segundo, el componente erótico de su gratitud. Los dos habían jugado a los médicos a los seis años de edad, y él se había despertado a veces pensando en ella durante sus años con Edith Beresford-Hale, y había habido una velada, no mucho después del accidente de la reina, en que, entre el segundo y el tercer plato de su cena a solas, Enrique había notado que algo vidrioso y reptiliano se había colado entre ambos. Ahora bajó la mirada a sus musculosos tobillos, a sus gruesos zapatos negros. Parecía tan bien asentada en la tierra como Pammy. Y Enrique pensó en los zapatos de la bisabuela de El Zizhen. No…, él no necesitaba ver a una mujer cimbreándose como un sauce al viento. Pero cuando veía a alguna tan firmemente asentada, incluso en la cama, con los pies en el suelo…, le entraban ganas de ponerse a caminar con ellos, como si le inspiraran un grato nerviosismo. No eran así normalmente los pies de El Zizhen: nunca lúcidos, jamás perdidos.

– Oh, bueno… -le dijo ella-. Mejor sigamos.

– Sí. Prosequare.

Brendan Urquhart-Gordon y Chippy Edenderry se sumaron al cortejo en el momento en que éste entraba por Cold Blow Lane. Y así estaba todo: la multitud a ambos lados de la calzada, y directamente enfrente el muro en curva de la prisión, como la popa de una nave…, con los internos encaramados en su arboladura. Con la esperanza de realzar su impacto, la participación de Enrique IX en los actos de aquel día no había sido programada ni anunciada con anterioridad, y hubo al principio una súbita nota de recelo en el rumoreo de la multitud y un breve desistimiento de los abucheos y ensordecedores silbidos de los presos…, muchos de los cuales, después de todo, dependían técnicamente del beneplácito de su majestad para ser liberados. Pero no duró. Brendan, que seguía los pasos de Enrique de Inglaterra y de Louisa, duquesa de Ormonde, mirando a derecha e izquierda, trataba de individualizar a los congregados. Y en particular a aquellos cuyos corazones parecían apenados por Jimmy O’Nione. El fallecido no tenía familia, amigos, ni socios conocidos y ni siquiera cómplices. Era la comunidad, en sí misma, la que lo lloraba y se engalanaba por él. Mirando más allá del cansado y descarnado odio de aquellos rostros, Brendan veía las calles de edificios idénticos que iban subiendo desde Cold Blow: una tienda haciendo esquina, una barbería con su enseña giratoria, un letrero montado sobre una estructura metálica y dispuesto en ángulo sobre la acera. Aquí, pensó, los remolinos de polvo, los pequeños tornados de basura, girarían en sentido contrario, respondiendo a la prisión y a su fuerza de gravedad. El aire olía a espíritus baratos: a los de los muertos en accidentes baratos: accidentes de circulación, aporreamientos, incendios de colchones.