– Lo siento -dijo en voz alta-. Lo siento. Lo siento.
Como en compensación del ave acuática muerta en el verde canal, un gorrión, una alada criatura del aire, dio un salto, fue a posarse en el banco a su lado y, con estremecedora docilidad, empezó a abanicarse a sí mismo dejando que sus alas se agitaran susurrantes a quince centímetros de distancia.
El viento había cesado…, huido a otra parte. Por el oeste se había instalado una puesta de sol de colores chillones, casi pornográfica. Semejaba una titánica operación antiincendios, con etéreas máquinas, grúas, escaleras, el chorreo y la espuma de las mangueras y las bocas de agua, y los genios de los bomberos aplicados a su enorme trabajo de control del fuego, de control del infierno.
– ¿Es tu ligue? -preguntó una voz.
Meo agradeció que cesara su soledad. Miró a su derecha: el gorrión seguía aleteando en el brazo del banco, peligrosamente cerca de su segundo Dickhead. Alzó la cabeza: el que le preguntaba era un individuo sonriente, de figura casi cúbica y expresión algo bobalicona, que se hallaba a tres metros de él entre las sombras del crepúsculo.
– Sí…, bueno…, es lo más que he podido conseguir en estos tiempos -respondió.
El hombre dio un paso adelante, con las manos apoyadas en la cintura y los pulgares levantados a ambos lados del ombligo. Lo conocía, pensó Meo. Mejor.
– ¿Eres él…?
Previendo que enseguida iba a tener que estrechar una mano, Xan se puso en pie. El gorrión no se movió.
– Sí. Soy él….
– Bueno. Yo soy Mal.
– … Hola, Mal -dijo Xan.
– ¿Por qué hiciste eso, tío?
En aquel instante se puso de manifiesto que Mal, no obstante su aire de humorístico pesar, era un hombre violento.
Pero, lo que todavía es más sorprendente, se vio claramente que Xan también era un hombre violento. Es decir, que aquel obligado cambio de fuerzas no lo pillaba completamente desprevenido. La violencia, triunfalmente descabellada e irreal, es un viejo error de apreciación…, excepto para el violento. Una vez cometido ese error, los dos hombres sabían que de ahí en adelante todo era endocrino. Simple cuestión de sus secreciones glandulares.
– ¿Por qué hice qué? -dijo Meo, y dio un paso adelante. Aún esperaba evitarlo, pero no iba a dejarse ganar por la mano.
– Ooh.
También el otro lo pronunció a la francesa, como un où, como hacía ya rato lo había hecho Russia delante de Meo.
– Ya había oído que tienes bastante mala leche.
– Pues, entonces, ya sabes lo que te espera -replicó Meo tan fríamente como pudo (aunque notaba un sabor ácido en su boca)- si piensas tenértelas tiesas conmigo.
– ¡Mira que ocurrírsete mencionarlo! Y quiero decir que me lo mencionaste a mí, ¡nada más y nada menos que a mí…!
– ¿A quién he mencionado?
Mal tomó aire, lo miró con los ojos desencajados y murmuró audiblemente:
– Te acordarás de ésta, muchacho… J-o-s-e-p-h A-n-d-r-e-w-s.
– ¿Joseph Andrews?
– No vuelvas a decirlo. No lo digas. Lo has vuelto a mencionar. Lo has repetido…, tal como lo escribiste, con todas las letras.
Por primera vez, Meo pensó que algo más iba mal. Los cálculos que estaba haciendo interiormente podrían resumirse así: los quince centímetros que le saco de altura compensan los trece kilos que pesa más que yo, y en lo demás (edad de uno y otro) la diferencia real es cero. Así que sería un cuerpo a cuerpo. Y el tipo parecía despreocupado y torpe para enzarzarse en un cuerpo a cuerpo. No podía ser tan bueno: no había más que fijarse en su traje, en sus zapatos, en sus cabellos.
– Lamentarás esto, muchacho.
Pero hay otro actor en nuestra escena. Pues resulta que voy al Hollywood, pero acabo en el hospital. Un hombre (porque se trata de un hombre, es un hombre, siempre hay un hombre: un pecador, un ser que caga, come, respira…) que ahora se acerca rápidamente a él por detrás. Mal es violento, y Xan es violento, pero en el rostro y el aura de este tercer protagonista se aprecia la falta de todo cuanto los seres humanos han llegado a convenir: todos los tratados, concordatos, acuerdos. Es un hombre pálido y vulgarmente calvo. Sus cejas y pestañas parecen haber sido extirpadas o incluso quemadas a soplete de su rostro. Y el vaho que sale de su boca en este anochecer no demasiado riguroso es como el chorro pulverizado de un aspersor, alcanza hasta la distancia de un brazo.
Xan no oyó pasos; lo único que alcanzó a oír fue el susurro apagado del relleno de la pesada porra. Y enseguida el empellón de dos dedos que se clavaban en su hombro. No tenía que haber ocurrido así. Los otros esperaban que se volviera, pero no se volvió: inició el movimiento de giro, pero se desvió y se agachó para escabullirse. Por eso el golpe, que pretendía meramente partirle el pómulo o la mandíbula, fue recibido en pleno cráneo, esa espaciosa caja (en este caso aún frondosa) que sirve de seguro estuche a tantas nobles y delicadas facultades.
Se desplomó, se dobló por las rodillas, completamente vencido: rendidas ante su enemigo su doncellez, su alma de niño. La acción física hizo rodar el vaso de su Dickhead, que cayó al suelo. Oyó su chasquido, el chasquido de sus rodillas seguido por el chasquido del vidrio rajado. El mundo dejó de girar, y enseguida comenzó a dar vueltas de nuevo…, pero de otra forma. Sólo entonces, después de un latido, el gorrión se levantó con el batir de sus alas: aquel pequeño fisgón había presenciado todo.
¡El cielo se desploma!
Después, las palabras «¡Toma! ¡Toma!», y un segundo y lacerante golpe.
El cielo cae, y yo no puedo decir si…
Rígido ahora, como la estatua de un tirano derrocado, se desplomó de lado en el húmedo pavimento, y allí quedó inmóvil.
2. HAL NUEVE
El rey no estaba en su tesorería, contando su tesoro. Estaba en un estudio en la Place des Vosges, enterándose de muy malas noticias. El chambelán que ocupaba el sillón de enfrente se llamaba Brendan Urquhart-Gordon. Entre ambos, en la mesita auxiliar de cristal, unas pinzas y una fotografía con la imagen boca abajo. La habitación, en sí misma, parecía una foto: durante varios minutos ninguno de los dos hombres se movió ni habló.
Hacía falta alguna vibración para animar la escena. Y ésta se produjo: la nota de un diapasón, cuando osciló una de las mil facetas de la gran araña de cristal, que en un instante se reagruparon en el interior de aquella tonelada de vidrio.
– ¡En qué mundo tan horrible vivimos, Bugger! Lo digo de veras: ¡es un mundo espantoso, terrible…! -exclamó Enrique IX.
– Ciertamente lo es, señor. ¿Me permitís que os ofrezca una copa de brandy, señor?
El rey asintió. Urquhart-Gordon agitó la campanilla. Más vibraciones: una estridente escandalera. En el distante umbral de la puerta apareció el criado, Amor. Urquhart-Gordon no tenía nada en contra de Amor, pero le daba apuro llamarlo por su nombre. ¿Quién querría tener un criado llamado Amor?
– Dos copas grandes de Remy réserve, si tiene la bondad, Amor -pidió.
El Defensor de la Fe -era cabeza de la Iglesia de Inglaterra (episcopaliana) y la Iglesia de Escocia (presbiteriana)- prosiguió:
– ¿Sabes, Bugger? Esto hace que se tambaleen mis creencias personales. ¿No afecta a las tuyas?
– Mis creencias personales siempre han sido muy poco sólidas, señor.
Confesión improbable, tal vez, viniendo de un hombre tan serio y responsable. Calvo, moreno, de piel sonrosada, con sesera judía (al decir de algunos) por parte de madre.
– Las sacude en lo más íntimo. Las personas así son realmente el límite. No…, peor aún. Supongo que todo esto forma parte de alguna horrible conspiración, ¿no?
– Es posible, señor.