página 5: Dolorosa Drive: Una comunidad acepta el Manguerazo Editoriaclass="underline" Sospecha de falsedad en el Manguerazo de Karla White
Había hecho que el chófer lo dejara a una corta distancia de la casa. Mientras tomaba por la avenida de entrada, vio que Burl Rhody (si casualmente o no ya lo decidiría Xan más tarde) bajaba por ella al volante de un descapotable azul. Burl se acercó hasta él.
– Me ha dado el día libre. Y la noche.
Lo dijo con una naturalidad nada forzada en apariencia. Xan vio en el asiento del acompañante un ejemplar del Lovetown Journal.
– Fue un falso Manguerazo -explicó Burl, y se hundió en su asiento un instante.
Xan no era capaz de determinar si Burl se sentía ahora más feliz que de costumbre, pero vio que le sonreía con una adormilada indolencia y añadía:
– ¿Sabes lo que estaba pensando yo hacia el final? Pues pensaba: ¡Joder!, ya estoy viejo. El porno no es para gente holgazana. Dork Bogarde es un notorio imbécil, pero, en general, no son mala gente. Salen en defensa los unos de los otros. Karla -añadió-, la propia Karla se pasa la mitad de la vida velando por los derechos de las chicas y el tema de su salud. Así está de jodida.
Xan preguntó:
– Él no está aquí, ¿verdad? Andrews, Joseph Andrews…
Burl no respondió, pero, por la forma como frunció el ceño, Xan dedujo que no: no, no estaba allí, aún no, todavía no. Burl puso lentamente la primera, como si le resultara agotadora la acción de meter una marcha, y dijo:
– Llevo viviendo cinco años en el apartamento de encima del garaje de Karla White. Y la de ayer fue, para los dos, la primera vez. No digo nuestro primer intento, pero sí la primera vez. ¿Sabes qué hace cuando se excita? Llora.
– ¿Que llora?
– Lágrimas ardientes. Entonces se para todo. Ella lo para. Y tú paras también.
Llevaba puesto su habitual vestido blanco y calzaba sus habituales sandalias planas. El problema era que él pensaba que la quería.
En el balcón del piso alto le sirvió otro vaso de aquel vino tan frío que helaba el cráneo, y preguntó:
– ¿No crees que nos estamos comportando con una frialdad increíble con respecto al cometa?
– ¿Frialdad?
– Las mujeres odian el espacio. Yo odio el espacio. Pero supongo que a ti sí te interesa el cometa…
Él se encogió de hombros para expresar un sí. A los pies de ambos yacía la gran bestia del océano Pacífico.
– Entonces…, la primera cosa que habrás aprendido es que los cometas no son como los asteroides, por lo que no puedes fijar su posición. Porque están sometidos a fuerzas no gravitatorias, como explosiones y sublimaciones. Dicen que no va a darnos.
– O que pasará rozándonos.
– O rozándonos, sí. Tiene el tamaño de la ciudad de Los Ángeles y se mueve a una velocidad cinco veces mayor que la de una bala. La última noticia es que no nos dará por tan sólo noventa kilómetros. Noventa kilómetros.
– No nos dará. No habrían dicho nada al respecto si creyeran que iba a darnos. Han hecho estudios. Anunciarnos el impacto no serviría más que para agravar el costo social. No nos dará.
– Si lo hiciera, el cielo entraría en ignición y después se tornaría completamente negro.
Y eso os gustaría.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó, dolida.
– Perdona…
– Oh, ya… Te refieres a que será el vacío, que no importará nada y estará todo permitido. Yo no creo que sea cierto eso de que no haya nada que importe.
¿Lo pensaba él? ¿Importaba el cometa? Viendo moverse la figura de Karla y pasar de habitación en habitación, pensó que aquello había sucedido ya: el final de todo cuanto llamamos mundo. Cada pocos segundos le pasaba por la imaginación la idea de correr a su encuentro, pero sus brazos, sus manos, se mostraban reticentes y frías.
– Nadie se preocupa por el cometa porque no es culpa nuestra -dijo Karla de pronto, y añadió-: ¡Ojalá no me hubiera mostrado tan desagradable con ese bobo de Dork Bogarde. ¿Quieres comer algo? Yo no tengo hambre. Pero dime si te apetece.
El problema era que él pensaba que la quería. Y el amor no lo había guiado bien en las últimas semanas y meses…, con su mujer, con su hija. ¿Qué clase de amor era? Parecía ocupar en su vida un lugar entre lo que sentía por Russia y lo que sentía por Billie. Lo que caracterizaba más su amor por Karla era la persistencia con que le ofrecía emociones catárticas, como la compasión y el terror. En su presencia, él tenía miedo y se sentía apenado. Deseaba protegerla de todas las cosas, incluido él mismo. Y sus sentidos le dolían… A oleadas. Como las olas que ahora llegaban regularmente, y rompían de pronto cada una de ellas con un asalto oportuno e implacable, para hundirse después por su propio peso, rechinando y llenándolo todo de espuma y envolviéndote con sus dientes. ¡Y qué encarnizamiento era el suyo cuando llegaban hirvientes a los peñascos!: se producía entonces un impacto orgásmico, a partir del cual iban abriéndose camino de oquedad en oquedad encharcadas, provocando ondas que tenían que aquietarse después tras nuevos forcejeos y retrocesos.
Algo estaba ocurriendo dentro de él. Sentía como un flujo en su cerebro: reagrupaciones de corrientes y temperaturas… De pronto el cielo asumió un color oliváceo y el mar se volvió blanco.
– Tormenta -dijo Karla.
– Necesito echarme. Lo siento. No me encuentro bien. Me recuperaré enseguida si me tumbo un rato.
Ella lo acompañó a su dormitorio y lo dejó solo para quitarse algo de ropa. Estaba medio dormido cuando ella volvió.
– Te echaré esto por encima. El principio de las nanas… no se basa en la canción. No es la canción lo que te sosiega y adormece. La cuestión capital es que te da la certeza de que quien canta sigue allí. Yo no sé cantar, pero seguiré dando palmaditas en este chal para que sepas que aún estoy aquí.
Mientras dormía y daba vueltas en la cama, seguía recordando los minutos finales del acto sexual que había presenciado en Dolorosa Drive.
Karla estaba de rodillas. Se hallaba a punto de completar una actividad humana presumiblemente antiquísima. Pero no parecía antigua. Daba la sensación de haber sido inventada horas antes, ese mismo día, o incluso de hallarse, en realidad, en trance de ser inventada. Para el impulso final, tenía enlazados los brazos a la cintura de Burl Rhody, cuyo falo, idealmente negro, parecía constituir un obstáculo: ella no iba a poder rodearlo. No: tenía que pasar a través de él, como si su auténtica meta estuviera en algún lugar dentro de las entrañas del hombre. En el retroceso, las manos de Karla se apoyaban con las palmas en las caderas de él, para conseguir mayor tracción, y cada movimiento concluía con un tremendo chasquido de los labios antes de que el falo de Rhody se viera ruidosamente sepultado otra vez. Luego todo ocurrió apresuradamente, y a los pocos instantes se encontró a sí mismo pensando en un niño tocando un silbato de juguete. Y después allí estaban Billie, e incluso Sophie, con las caras cubiertas de yogur o helado de vainilla.
La conciencia volvió a él. Antes de abrir los ojos, escuchó el sonido de una respiración. Más que eso: oyó el sueño, las parsimoniosas cabezadas que componían el sonido del sueño… Notó que él se hallaba de alguna manera muy metido en la cama, bajo el chal y la sábana, y notó que lo que tenía entre las piernas estaba duro como un pedazo de cartílago. Se volvió; allí estaba Karla, un cuerpo aparentemente sin cabeza y con la insomne e incorruptible interrogación de sus pechos. Se movió hacia ellos.
Pronto oyó su adormilado suspiro de aprobación y notó que las manos de la mujer acariciaban su cuello y su pelo cuando él los apretaba y besaba. Pasó el tiempo.
– Te amo, te amo -repetía ella.
Y cuando ella comenzó a sollozar, él hizo una pausa esperando que ella parara (él hubiera parado también entonces). Pero Karla no paró. Igual que Billie cuando lloraba (levemente incrédula, con elocuente ingenuidad), pensó. Tenía separados los muslos y la mano de Xan comenzó a subir por ellos. Pero, entonces, alcanzó su rostro y se dio cuenta de que tenía las mejillas secas. Se encontraron sus ojos. Todo lo demás le fue sustraído, y él se volvió de lado.