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Tras unos cuantos latidos de su corazón, Xan dijo:

– ¿Ves? Al amor no le gusta el temor. Talla cero.

– Oh, supongo que lo que quieres decir es que debería permanecer muy bien arropada mientras tú corres para salvar la vida abajo en la playa… Esto es lo que no está escrito en los libros ni en ninguna otra parte. Con una niña tú eres grande, aun cuando seas pequeño. Deberías seguir adelante con Billie. Podemos superar eso.

– No, tú no puedes.

– No, no podemos -zanjó ella-. Obviamente no.

Y dando un tirón a la sábana, se fue.

Cuando se despertó de nuevo, esta vez por culpa de la tormenta, saltó de la cama y alargó la mano en busca de su ropa, como si fuera las piezas de una armadura. Los truenos aumentaban con un ritmo creciente: descarga de fusilería, cañoneo, artillería pesada, la impresionante catarata del ataque táctico nuclear. Abrió la puerta del dormitorio. En el balcón había una figura fumando.

– Dios está de mudanza hoy. Se romperán cosas -dijo Karla-. No, nosotros no. Nosotros no pasaremos por eso. Obviamente, en la cama ignoramos nuestros derechos.

Obviamente, pensó él. Porque eso es lo que haces cuando haces eso, papá, cuando juegas a ese juego, cuando tomas por ese camino. Los colocas en otra dimensión donde ellos están siempre un paso detrás, un paso más allá.

– ¿Quieres ver a Jo ahora? -le preguntó-. ¿Aún deseas eso?

Xan respondió que sí, pero con una repugnancia y una tristeza que le pareció a él mismo falta de valor.

– ¿Eres mi enemiga?

– Lo era -respondió ella. Y le contó quién era.

– … ¡Dios Santo, Cora!

En la lejanía, artríticos zigzagueos de relámpagos se proyectaban hacia fuera, a los lados, hacia arriba, formando costas con múltiples fiordos. Era como un efecto repetido de iluminación a saltos, con cambiantes retazos de paisaje nocturno.

Cora Susan aguardaba con las llaves.

4. LA IRA DEL JUSTO

– Entre usted, querido. No se moje, Xan… Le están esperando, querido. Venga por aquí. Paquita le dará lo que necesite. No le dé apuro.

Joseph Andrews empujó una puerta batiente de cuero rojo, que tenía un ojo de buey en su parte superior. Dentro había una mesa de juego, a cuyo alrededor estaban un individuo grueso y rubicundo con un aparato ortopédico, un hombrecillo muy peripuesto enfundado en un traje oscuro de rayitas y tocado con un borsalino, y una mujer de rasgos chinos con las gafas oscuras prendidas en sus cabellos por encima de la frente, más unos hombros imposibles de reconocer. Cora entró también y la puerta se cerró de golpe a su espalda.

– Se ha tomado usted muchas molestias para llegar aquí, ¿no es así, amigo? ¿Está usted loco o qué? Por aquí: sígame. Sígame.

Xan fue introducido en una habitación larga y baja: su recreación de un típico pub inglés no era totalmente literal, pero había posavasos para la cerveza y relucientes ceniceros de plástico en todas las mesas, redondas, por supuesto, así como una diana para dardos, arneses con hebillas de latón dorado, crines y reproducciones de escenas de carreras de caballos. Un fuego de leña ardía ruidosamente en el hogar, como un enfisema con chisporroteos y salpicaduras adicionales.

– Vayamos al pasado, primero -dijo Joseph Andrews, y exhaló una gran bocanada de aire-. Le diré esto a favor de Mick Meo: tendría usted que haber luchado con Mick Meo. Mire lo que le digo: sabías lo que era una riña cuando reñías con Mick Meo. Y tenías que darle fuerte, porque era una pared, un fajador. Nos las tuvimos en una ocasión en aquellos tiempos, antes de que a él lo encerraran. Y vino después una pequeña jugada que le hice. Seis meses más tarde, cuando se restableció y estuvo en condiciones de caminar, vino a verme y me dijo que no me guardaba rencor. Y él y yo nos tomamos unas copas. En varias ocasiones me invitó a su casa. Insistiendo. Y yo tuve a la pequeña Leda en mis rodillas. Todo esto fue antes de que tú nacieras, hijo.

»Llegó entonces la libertad. Estuvimos los dos en la prisión de Strangeways; él con una condena de tres años por hurto de mayor cuantía, mientras que yo cumplía seis por…, por causar deliberadamente lesiones graves a un tipo. Ahora bien… Nuestro camarada, Tony Odgers, perdió sus derechos a la libertad condicional por haber dado una paliza a dos guardias que habían quemado una carta de su mujer ante su mismísima cara. Y yo le dije a Mick: “Esto es inaguantable. Sacudiré al alcaide.” Y Mick va y dice: “No, le sacudiré yo.” Y yo: “Que no, que es cosa mía.” Pero Mick volvió a la carga: “No lo consentiré. Seré yo quien me encargue de darle una paliza…” En fin, un impasse.

Pronunció esta palabra alargando las eses finales como si fuera un chisporroteo, que se sumó a los chisporroteos del tronco en la chimenea.

– Así que fuimos a dirimir el asunto con el capellán. Y se arregló la cosa. El hombre era un buen árbitro en los problemas de la prisión, siempre con sus manos enguantadas. Era así a veces en aquellos tiempos. Lo elegías con…, con el permiso del alcaide. Y el alcaide no sabía de qué se trataba, naturalmente…

– ¿De qué se trataba? -preguntó Xan.

– ¡Toma! Pues de quién tenía que sacudir al alcaide.

– Ya, pero… ¿quién tendría que hacerlo? ¿El ganador o el perdedor?

– ¿Estás bien de la cabeza, muchacho? Bueno…, lo cierto es que al final tuvieron que venir a retirarnos en camilla a los dos. Nos tuvieron en la misma sala del hospital, pero yo llevé la peor parte porque aproveché la oportunidad para atizarle a uno de los guardias que había intentado separarnos a golpes de porra. A Mick le dieron el alta por la mañana, pero regresó al hospital aquella misma tarde. En un estado horrible. Sólo con verlo pude darme cuenta de lo que había hecho: ¡le había dado una paliza al alcaide! Pero bueno…, yo no iba a consentir eso. Así que en mitad de la noche, me dejé caer de mi cama y me arrastré por el suelo con las manos y las rodillas para llegar a donde estaba él y comenzar a zurrarlo. A raíz de eso me enviaron a Gartree. Y después ocurrió algo curioso: Mick y yo jamás volvimos a estar libres al mismo tiempo. Y nunca, tampoco, en la misma prisión. De manera que, durante veinte años, la libertad enconó el resentimiento entre los dos.

»Más adelante viajé a Londres desde Dublín; por un asunto de negocios. Había oído que estaba en casa y fui a su patio y lo llamé para que saliera. “¿A qué viene todo esto?”, me preguntó. “¿Que a qué viene? Le atizaste al alcaide, animal.” Entonces recordó que, en efecto, había hecho aquello, y más cosas: “¿Y cuando yo estaba en la cama del hospital y viniste de noche a abrirme con tus manazas los jodidos puntos?” Total, que le digo: “Está bien. Querías libertad. Pues bien, ya la tienes. ¿No estás casado con un jodido elefante?”

Andrews hizo una pausa. El fuego de leña escupía, carraspeaba y vomitaba fuego. Aquello era también como Inglaterra: marquesinas en las paradas de autobuses, salas de espera de las estaciones, lavabos de un pub un viernes por la noche…

– ¿Cuándo es tu cumpleaños, chaval?

Xan se lo dijo.

– No, no lo es. El caso es que le digo: “Dices que tu mujer no es una jodida elefanta…, ¿y necesita trece meses para tener un jodido bebé?” Y entonces saco un pedazo de papel del bolsillo -siguió Andrews, descorriendo una cremallera y sacando un papel del bolsillo de su chándal negro-: “Partida de nacimiento.” Y se lo refroté por la cara. “Veamos…, ¿dónde estabas tú hace nueve meses? Te tenían encerrado en el maldito Winson Green. Ahí es donde estabas en esa fecha. Yo vine aquí y me follé a tu mujer y la dejé para el arrastre y todo eso… Tu chico no es hijo tuyo. Es un jodido hijo mío.”