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Macmanaman: No nos sirve, y no vamos a ir a Columbia. Búscame un lugar donde aterrizar en esta posición. Nick, baja el tren de aterrizaje.

Chopko: ¿Qué?

Macmanaman: Que hagas que baje.

Reynolds se volvió al hombre del 2A y gritó:

– ¿Qué es eso? -dijo-. ¿Qué?… No le oigo. Quíteselo.

– Una máscara antihumo. Me costó dos treinta.

– Damas y caballeros -dijo la voz nerviosa de Robynne Davis-. Como en todos los aterrizajes de emergencia, procederemos a evacuar el avión tan pronto como esté completamente parado. Los pasajeros próximos a las puertas de salida, los que ocupan los asientos…

Un hombre uniformado salió de la cabina. Se agachó sobre la ocupante del 2B y le susurró algo.

– Señora -dijo Hal Ward tras pasar a la cocina-, tenga la bondad de ir al baño y al volver siéntese tranquilamente en el 22D. En clase preferente, órdenes del comandante.

Las cortinas de separación de la cabina estaban descorridas, y el hombre del 2A pudo ver que el nuevo asiento de la señora Traynor era diferente del suyo: un poco más estrecho y de cara al otro lado.

Chopko: Vigila nuestra velocidad.

Mecánico de vuelo Hal Ward: Este tipo de aviones no están diseñados para esta maniobra. Corremos el peligro de partirnos aquí arriba.

SAM: Capitán, en su posición van a poder verlo llegar por la derecha, debajo de ustedes.

Macmanaman: ¿Qué dice esta gente? ¿Treinta y tres, treinta y cuatro?

SAM: El último y mejor dato de la altitud del NEO es de 21.400 pies. Repito, para las 17.43. Si aún no están en tierra, lo notarán. Calor y explosión.

Macmanaman: Y otra cosa. Vigila el morro, Nick. No, no, no… Atrás, atrás, atrás.

6. ¿QUÉ QUIEREN LAS PRINCESAS?

En la pantalla, el baño de la Casita Amarilla; el pasillo, la concavidad circular de la bañera, los espejos, las toallas en sus colgadores. Brendan pestañeó al ver que un subtítulo indicaba la fecha y el lugar. Se volvió. En el sofá, el rey miraba la pantalla sin inmutarse.

Entra la princesa con su equipo blanco de tenis. Se acerca sonriendo, divertida o satisfecha, y después desaparece por la derecha. Se oye un suspiro, el chorrillo penetrante de la micción, la suave percusión del papel higiénico al tirar para romperlo. Reaparece con la blusa levantada a medias y la falda bajada también a medias, cojeando como si se quitara de golpe sus zapatillas. Va a los grifos. Hace una pausa de medio minuto, examinando una magulladura en su antebrazo. Luego se desnuda despreocupadamente y se mete en la bañera.

No había temblado el ojo que la vigilaba, estúpido e imperturbable como un monitor de seguridad. Pero al momento siguiente uno se daba cuenta de que había iniciado un zoom gradual y penoso.

Y aquí viene un cambio de expresión de la princesa: cara de prestar atención. El sonido de una puerta que se abre y se cierra, y el rumor audible de unos pasos que se aproximan. Después, la figura blanca, medio tapada por la sombra.

La calidad del sonido, en conjunto, había obligado a aguzar penosamente el oído. Ahora, sin embargo, siguió la súbita presencia de una voz humana.

Vengo del lecho de tu padre. Me envía para que te ayude a bañarte. Era El…, era El… El se quitó su túnica y extendió una mano de manera que la princesa tuvo que levantarse para recibirla. Luego se metió también en la bañera… Le besó el cuello y la garganta, le pasó la esponja por los pechos. Dos cuerpos: uno moreno y grave, el otro pálido y leve… Y dos rostros: uno con su joven asombro y horror, el otro con su antigua crueldad.