– ¿Puede prestarme una moneda, señor? -le pidió el hombre que llevaba un rótulo que decía SIN TECHO. Era una pregunta cargada de ironía, pues conocía a Clint y sabía que éste nunca daba limosna.
– Sí, gracias. Lo estás haciendo muy bien. Sigue así: mantén caliente la acera.
Si alguien hubiera visto el jeep de Clint por el espejo retrovisor de su propio coche, habría creído que un Airbus estaba aterrizando tras él. Clint necesitaba un coche grande, porque se pasaba como mínimo cuatro horas diarias en él lleno de rabia en los viajes de ida y de vuelta entre Foulness, [6] cerca del Southend, donde tenía una casita adosada, y el diario.
Smoker vivía solo ahora. Jamás le había resultado fácil iniciar, y no digamos ya mantener, una relación satisfactoria con una mujer. Su penúltima amiga había puesto fin a la relación porque, aparte de otros defectos, en su opinión, Clint era «una mierda en la cama». Su sucesora, cuando le llegó el turno de romper la relación, lo expresó de forma muy parecida, aunque con menos palabras (y letras): Clint, según ella, era «un pichacorta». Eso había ocurrido un año atrás. Clint Smoker: un pichacorta. Aquello no contribuyó a reforzar su autoestima sexual. A partir de entonces recurrió a las chicas de alterne, con citas en diversos hoteles de Londres, pero incluso estos contactos distaban mucho de transcurrir sin problemas. La verdad era que, en lo que se refería al amor, a la vieja historia de siempre (y él mismo hubiera dicho que había que encararlo francamente), Clint Smoker tenía un pequeño problema.
La casita adosada de Foulness. Era una situación ridícula. Tenía dinero suficiente para cambiar de casa. Pero aquel año de privación de una presencia femenina había reducido su vivienda a un estado de insoportable suciedad. Era asombroso que aún mantuviera limpia su propia persona. (De hecho, el baño era la única dependencia de la casa que aún no estaba indescriptiblemente sucia.) No era capaz de quitar tanta mugre. Y tampoco podía venderla en aquel estado. Hubiera debido atrancar las puertas y ventanas con tablas y abandonarla. La mugre ejercía una influencia, una parálisis, una nostalgie… Y, aparte de eso, la casa estaba saturada también de pornografía en todas sus formas.
Clint se encaramó al asiento del conductor de su Avenger negro. Pesaba ahora cuatro toneladas, y alcanzaba una velocidad punta de doscientos cincuenta kilómetros/hora.
Poco tiempo atrás, Clint había recibido una nota de una mujer joven. No iba dirigida a él, sino a la Tía Cachonda del Lark. Y empezaba así: «Querida donna: sinceramente… ¿qué es todo ese jaleo a propósito de los orgasmos? Yo no he tenido ninguno, y no lo necesito.» Clint respondió personalmente a la firmante «k», de Kentish Town, diciéndole que encontraba sus puntos de vista «de lo más alentadores». Ella le había respondido: diálogo. Ah, e-amor, e-eros, sentimentalismo facilón; e-soy joven y estoy muy buena y e-soy joven y estoy muy bueno; ah, e-ligue en Internet… Lo que usualmente había en una relación así (y Clint lo sabía) era pura vanidad y quimera, algo inexistente, incorpóreo: una burla carente de realidad. Pero en esta ocasión algo le dijo que la tal «k» era una mujer con fundamento.
La suela de los zapatos deportivos de Smoker pisó el acelerador. El Avenger llevaba sólo unas semanas fuera de la tienda del concesionario, pero ya se parecía al dormitorio de la adosada de Foulness. Olía a coche nuevo y a hombre viejo. Clint estaba gritándole ahora al camión al que quería adelantar. Esperaba sinceramente que la serpenteante fila de escolares que atravesaba el paso cebra unos metros más adelante no estuviera ya allí cuando él lo cruzara como una exhalación.
Poco más tarde, Sintecho John regresó a casa, con su rótulo de SIN TECHO. Solía dejarlo apoyado contra el armario mientras dormía. Y lo dejó ahora apoyado contra la mesa mientras la madre de Sintecho John le preparaba el desayuno.
– Te encanta ese cartel, ¿verdad? -le preguntó su madre.
– Es que está muy bien hecho. La mayoría de los que los llevan lo escriben con bolígrafo en un trozo de cartulina. Y es deprimente, de veras. Ni siquiera se lo llevan a casa consigo. Lo tiran, y a la mañana siguiente hacen otro nuevo. Yo no podría hacer eso. Mi rótulo es como una bocanada de aire fresco.
Y era cierto. El rótulo de sin techo de Sintecho John era un rótulo aburguesado. En la madera clara había pintado un sol amarillo, una luna blanca y estrellas plateadas; luego, debajo, la palabra sintecho, en mayúsculas y con comillas: «sintecho».
– Me gustaría que no lo llevaras, ya sabes -dijo la madre.
– Es sólo un trabajo de verano, mamá.
– Ese letrero…
– ¿Qué pasa con mi letrero?
– Todo el mundo te ve llegar por la calle silbando, con tu rótulo de sin techo y la llave de la puerta de casa. Te sientas aquí a tomar el té sin soltarlo. Me hace sentir como si esta casa no fuera un hogar.
– Yo haré que te sientas en casa en un minuto. No seas tonta, mamá. ¡Pues claro que es un hogar! El letrero es sólo mi herramienta de trabajo. Y por eso soy una estrella fuera de aquí: un fuera de serie. Gané un dineral la semana pasada.
– Y oí que te llamaban «Sintecho» en el pub.
Se le ocurrió una idea. La estimación en que tenía su cartel, ya muy alta, subió un nuevo escalón:
– Mira las comillas, mamá. Pregonan que no soy «realmente» un sin techo.
La madre de Sintecho John estaba adoptando una expresión de apesadumbrada súplica. Le dio una palmadita en la cabeza y le dijo:
– No te quedarás si llueve, ¿verdad, cariño?
– No, mamá. Volveré a casa.
Y lo haría. Enarbolando bien alto su letrero bajo la lluvia.
14 DE FEBRERO (9.05 A. M., HORA UNIVERSAL)
101 HEAVY
En el aeropuerto de Heathrow cargaron el cadáver en la bodega del vuelo 101 de CigAir, con destino a Houston, Texas, Estados Unidos. El fallecido se llamaba Royce Traynor. El 11 de febrero el veterano magnate del petróleo paseaba por una calle en Kensington cuando una teja de pizarra del tamaño de una página de periódico se desplomó sobre él como una guadaña. Murió en la ambulancia, en los brazos de Reynolds, su esposa durante cuarenta y tres años. Reynolds iba sentada ahora en un lugar bastante más atractivo del avión, el asiento 2B. Bebía, llorosa, su segundo Buck’s Fizz y aguardaba el momento en que el comandante del aparato apagara el letrero de no fumar.
De los 399 pasajeros y tripulantes de aquel vuelo de diez horas de duración, Royce Traynor era el único que no sentiría ninguna molestia durante el viaje.
CAPÍTULO SEGUNDO
1. EL TRASLADO A TRAUMATOLOGÍA
La pequeña Billie Meo pasaba por Urgencias con tal fascinación que el suelo de linóleo a cuadros se tensaba para sentir el peso de sus pasos. Sus zapatillas deportivas eran de suela plana, pero en alguna parte de ella se advertía la sensación de caminar de puntillas: en sus pantorrillas, tal vez. Russia Meo, cuando llevaba de la mano a su hija, percibía la mínima levitación de una ansiedad inquisitiva cada vez que, a su alrededor, se agachaban rostros que semejaban pertenecer a distorsionadas estatuas, se alzaban, se inclinaban, se volvían. Y los ruidos…, y el olor.
Eran ya las nueve cuando Russia telefoneó a la policía e inició su ronda de llamadas a los hospitales. Y casi las diez cuando se enteró de que su marido había sido ingresado en el Hospital de St Mary con un traumatismo craneal cerrado que, en principio, se consideraba leve…, en oposición a grave. Para entonces, Billie ya se había contagiado de la agitación de su madre, y a Russia le pareció que no tenía más elección que la de acceder a que la niña la acompañara. (El bebé, Sophie, llevaba ya horas pacíficamente dormida, con la naricilla vuelta hacia arriba.) Russia se había animado a sacar el coche, aunque ya se sentía como un conductor que cruza un tramo de hielo negro: sin ninguna adherencia a la carretera y muchas futuras curvas que negociar para llegar a su realidad siguiente. Pero eso sería adelantarse, porque la tarde se había convertido en un túnel y ahora sólo había un futuro posible: el del hospital. Era consciente de que su cuerpo estaba siendo sedado internamente, de que el tiempo se había retardado en su defensa. Al igual que Billie, se encontraba en un estado de curiosidad alucinógena. Aparcó el coche al otro lado de la calle, bajo el edificio donde había dado a luz a sus dos hijas, y entró luego en la zona de recepción, donde familias enteras y familiares sueltos aguardaban sentados en taciturna vigilia, con algunos grupos erguidos y tensos y otros despatarrados en actitud de abandono como pasajeros de un vuelo retrasado doce horas.