– Si me disculpáis, señora…
– Vas a ir de excursión… A papá no le gustan las excursiones. Ni siquiera las caminatas.
A Brendan le pareció que su tono era más suave de lo habitual. Más cariñoso… o, como mínimo, menos señorial.
– Papá da paseos. No, mejor dicho: papá da vueltas.
– Sí, señora -dijo él tomando sus guantes-. Confío en poder llegar hasta Gelding’s Mere.
Brendan tomó hacia el norte al salir de la Greater House. En cierto modo estaba sorprendido por su propio sincero laicismo. Porque temía que su amor no pudiera sobrevivir a aquello: a una princesa piadosa de verdad. Podía imaginar su propia respuesta, cada vez más formal y distante. Podía verse a sí mismo desenamorándose. El amor no es ciego, pues, pensaba. O, por lo menos, el mío no lo es. ¿Y qué vendrá, cuando el amor se haya ido…? Trató de calmarse considerando el asunto desde una perspectiva práctica. No le importaba a qué fe pudiera convertirse la princesa; pero su tarea inmediata, por motivos políticos, sería encaminarla hacia… hacia el budismo, por ejemplo.
Las nubes formaban un manto espeso, gris y bajo, como un fieltro. Y él se sentía así, como protegido bajo aquel fieltro.
Hal 9…, Enrique IX… averiguó por fin qué era lo que quería la princesa. Estaban dando un paseo, agarrados del brazo, por la orilla del arroyo de las truchas (Enrique estaba íntimamente convencido del poder sanador del agua corriente). En cualquier caso, Victoria había mejorado mucho después del abyecto comportamiento que había tenido con El Zizhen.
– Si averiguara lo que tú quieres, y te lo diera, ¿de qué forma cambiaría esto las cosas?
– Bueno…, para empezar, dejaría todas estas ideas religiosas.
Parecía dispuesta a ello, pero no porque le resultara atrayente el posible resultado, sino porque su voz, francamente calculadora, era la que él conocía de siempre.
– Entonces…, voy a tener que averiguarlo.
– No lo conseguirás. Y, aunque lo averiguaras, conociéndote, sé que no lo consentirías.
– Oh…, si lo averiguo, ciertamente lo consentiré. Porque, entonces, tú tendrás que volver a mí.
En la pausa de antes del almuerzo, se sentaron los dos junto a una mesita de la biblioteca a jugar un par de partidas de vanishing whist.
– Hay otra cosa a la que tendrás que renunciar -dijo Enrique-: nada de cerdo para los desayunos… ¡Uf! Tres. No, cuatro. Por lo menos.
Y mostró las cartas de la corte, los reyes y las reinas.
– Ninguna por mi parte -dijo la princesa.
Enrique cerró de pronto su mano; se dejó caer de su asiento para ponerse de rodillas y se acercó a ella en esa postura, diciéndole:
– Sí, claro. Por supuesto, por supuesto, querida.
Cuando Brendan volvió, a las siete, oyó voces en el comedor. Llamó a la puerta y entró. Tuvo la impresión, entonces, de que eran extraordinariamente lentos en advertir su presencia: bueno…, estaban a punto de empezar una partida, u otra partida más, de Scrabble. En la mesa había entre los dos una botella vacía de champán, así como una coctelera sospechosamente próxima al vaso del rey, lleno hasta el borde.
– ¡Ah…! ¡La X! -estaba diciendo la princesa-. ¡Justo la que quería!
– Y a mí me ha salido una Y. ¡Vaya…! Ni siquiera me toca empezar. Te va a gustar esto, Bugger. Quiero decir, Brendan.
– ¡Oh, llámalo Bugger, por el amor de Dios!
– Bueno… Esto te va a encantar, Bugger.
– ¿Señor…?
– Ya te veo feliz… Prepárame el documento de abdicación, hazme el favor. Aunque…, ¡no! Prepara dos documentos de ésos: uno para ella y otro para mí. Sí, Bugger…, nos largamos. Tal vez te parezca una debilidad, pero es lo que hay. He enviado una nota al Centro de Prensa y otra al 10 de Downing Street. La decisión está tomada ya. Lo que la princesa desea es dejar de ser una princesa.
– No hace falta que lo hagas, papá… Es demasiado horrible para ti.
– No, no… Todo o nada. Todo por amor y que se vaya el mundo al cuerno. Mira… ¡Fíjate…! Se ha sonrojado… Bueno, no…, si te paras a pensarlo un minuto, ¿no dirías que ya iba siendo hora de que todos nos hiciéramos adultos? La gente tendrá que crecer… Yo lo he hecho ya. Y, si yo puedo convertirme en adulto, ellos podrán hacerlo también. Y Vicky puede hacerse adulta igualmente… Y se habrá acabado el aburrimiento, se habrá acabado la pesadilla… ¿Sabes qué es lo más insoportable de la monarquía, Bugger? Que es tan… Oye, querida…, ve a buscar a Amor y pídele otro cóctel de éstos… Lo más insoportable de todo es… -Interrumpió la frase y guardó silencio hasta que su hija estuvo ya tal vez a un kilómetro de distancia, y añadió luego en un apagado susurro-: es que se trata de…
– ¿De qué, señor?
– De un condenado…
– No entiendo, señor…
– De un maldito…
– ¿De un maldito guiño, señor? -dijo Brendan desesperadamente.
– No, Bugger…, no… ¡De un maldito eructo!
Se escuchó, entonces, en el umbral de la puerta la risa musical de Victoria, y Enrique se volvió hacia un lado tosiendo.
– ¿Pudiste llegar por fin a Gelding’s Mere, Brendan? -preguntó la princesa.
– No, Victoria. Tenía ese propósito, pero…
Brendan miró a Victoria de Inglaterra y en un instante trazó un plan para el resto de su vida. Ella iba a necesitarlo cada vez más ahora…, y Enrique lo necesitaría cada vez menos. La amaría, y ella no llegaría a saberlo jamás. Y así siempre, veinte o treinta inviernos sin un beso, una caricia, una mirada de consideración. Pero este amor suyo sería cien, no…, mil veces más de lo que él merecía.
2. K8
– bueno, clint, ¿cmo stas? -preguntó k8- s tan agrdble vrt n prsona… ahora pnt cmdo, rlájat y siéntt cmo n tu propia csa…
– Te he traído un regalito -dijo Clint tranquilamente-. Para abrir boca, por así decir.
– ¡ké consdrado ers, clint! ¡y sa csta llna d exkisitcs! dscrcha eso y l hremos ls honors…
El primer pensamiento de Clint fue: Shelley. El Shelley de la foto: los apretados rizos del pelo, los impertérritos globos oculares, los tensos labios… Vestía una camiseta negra ceñida y una minifalda con los colores de la bandera británica; bien es cierto que ella ya lo había prevenido jovialmente acerca de la circunferencia de sus muslos…
– ¿Cómo está tu padre, cariño?
– 10mado. Tdo el intstino, dsd el ciego al rcto.
– Ya se sabe…, nunca llueve a gusto de todos. Pero el tiempo de las lluvias es excelente para los patos.
– ¡Lvnta l culo! ¡Brindemos!
Fue entonces cuando Clint comenzó a sentirse de verdad trágicamente enfermo. Cuando iban del fregadero a los sillones, y ella se alisaba la falda con sus manazas, otro presentimiento gangrenoso pasó lentamente por él.
– 1o, la prgnta del millón, Clint. No ncesitss preocuprt x eso. Srá un alivio pra ti sber esto: nunk he tnido la…, Clint.
– ¿Una qué?… ¿Una regla?
– Nunk he tenido la… eso…, Clint. x eso m srprendió tnto ke inciars la discusión acrk de los hijs, como si yo kisiera tner un chico.
– Y realmente me he sentido aliviado, ¿no?
– xk tu no tnes deseo de tnerlos, ¿verdad, Clint?
– ¿Por qué lo dices?
– ¿xk? In scribendo veritas, Prro Calljro. Todo está + claro k el agua. Me he smtido al bisturí, pero no pra destruir…, ¡sino pra crear! Me hiciern las ttas y me agrandaron el pne, Clint. Agrndan ahra cualquier cosa.
– ¿Qué me estás queriendo decir?
– K me opraron, Clint… Clint…, ¿k stás pensando? -preguntó Kate-. ¿Me lo corto ahra? ¿Me lo corto?
Cuando salió a la calle (no la había tocado; pasó por su lado tapándose con los brazos), encontró una mugrienta furgoneta blanca aparcada en doble fila delante del Avenger. ¿qué tal soy como conductor?, se leía en una pegatina que llevaba adherida al parabrisas. «Un gilipollas», había escrito alguien en el polvo. Tras un rato de dar bocinazos, gritar y tratar de moverse, Clint se subió al bordillo, se llevó por delante el poste de una farola por la izquierda y un trozo de valla por la derecha, y se abrió paso hasta la calle por entre un montón de bolsas de basura negras. Con la pierna totalmente extendida y apoyada en el pedal del acelerador, haciendo rechinar estrepitosamente las ruedas, cruzó a toda velocidad Mattock Estate y fue a dar, derrapando, a Britannia Junction, donde se unió al atasco de tráfico de quince kilómetros que, al cabo, lo llevaría a los Bends y a la carretera despejada por la que estaba suspirando ardientemente. Siguió intentando coger desvíos, metiéndose por callejones sin salida como un avispón en un tarro de mermelada… o como una partícula en un ciclotrón, yendo y viniendo de parachoques a parachoques, perdido, empujado de un lado para otro, llevado a saltos de camino en camino. Fueron pasando por la ventanilla multitud de conversaciones de putillas de pálidos labios…, el ojo maligno, el puño entusiasta; en determinado momento, en un parón desesperante, dio la impresión de que retrocedía, incluso, y se vio adelantado brevemente por una joven pareja montada en una vieja scooter que, por supuesto, lo dejó atrás con toda facilidad: el hombre se volvió incluso para dedicarle la señal de la victoria con la mano enguantada. Llorando casi, retorciéndose, tocando el claxon brutalmente, giró hacia el lateral y cruzó Thamesmead, Hornchurch, Noak Hill…