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Hasta que finalmente se encontró en un tramo de carretera despejado. Para entonces, Clint Smoker pesaba cuatro toneladas y media. Tenía una velocidad punta de doscientos cincuenta kilómetros hora. El gran estruendo de su voz (audible en varios kilómetros a la redonda), el gran resplandor de sus faros, que perforaban la creciente oscuridad del atardecer… Hasta los forúnculos de su culo parecían ocupar ahora en él un cuadrado de veinte centímetros.

3. EL BORDE DE LA TIERRA

Se había formado un pequeño comité de recepción en su honor y, por supuesto, Joseph Andrews no había viajado solo. Su gente estaba descargando el Range Rover que Manfred había alquilado, y había otros dos coches bloqueando ahora la carretera, fuera de la villa en el Essex rural, cerca de Gravesend, justo en el desvío de los Bends.

– ¡Jodida bienvenida ésta! -dijo-. Un buen recibimiento al volver al hogar.

Joseph Andrews estaba de pie junto a la verja, medio inclinado en su andador. Tenía los ojos cerrados con fuerza y la boca abierta mostrando la parte inferior de su dentadura, después del largo viaje.

– Vuelvo a mi país -prosiguió, sin dirigirse a ninguno en particular- después de veinticinco años de ausencia… ¿Y qué es lo primero que veo en mi Evening Standard? Nada menos que planes para la supresión de la monarquía. Supongo que lo hacen para mostrarme su desprecio. Estoy pensando en…

Por sus ojos cerrados pasó la imagen de una piscina: un movimiento de sierra de sangre carmesí.

– Eso no está a su altura, jefe -dijo una fugaz figura-. Han sido las presiones sobre la princesa.

– Te has ganado un puñetazo por eso, Manfred Curbihley. Y, cuando menos te lo esperes, lo tendrás. Esta noche te quedas sin whisky. Tienes la cara como un jodido pollo asado al tandoor… ¿Dónde está Simon? ¡Simon! ¿No sería mejor que te pusieras en movimiento de una maldita vez, hijo…? ¡Joder! ¿Y ahora quién está intentando sacarme de mis casillas?

Al principio pensó que se trataba de un insecto, e incluso alargó débilmente el brazo para echar mano de sus aerosoles, que, por supuesto, no iba a necesitar en Inglaterra y en el mes de febrero: pero, en efecto, se escuchaba una especie de quejido zumbante, que incluía una nota de histeria. Joseph Andrews irguió su temblorosa cabeza, sin abrir los ojos.

– Que alguien…, que alguien vaya y vea qué es eso…

Unos pasos bruscos resonaron a su lado. Oyó que el coche cambiaba de velocidad, de tercera a segunda y, después, rechinando, de segunda a primera. Se escuchó luego una voz de «¡Alto!», a la que siguieron un tremendo empellón y una atroz sacudida. Pero lo que hizo que Joseph Andrews abriera los ojos fue el débil maullido que se escuchó en el aire: un sonido que había oído ya hacía mucho tiempo, en Stangeways, cuando un guardián de la prisión se lanzó desnudo desde la torre al patio. Y, finalmente, una explosión, seguida de algo que notó como una ráfaga de lluvia.

Apartó a un lado el andador y dio un paso adelante. Y tuvo la sensación de que jamás había visto a nadie avanzar hacia él a semejante velocidad…, dirigiéndose hacia el límite de la tierra e intentando alcanzarlo.

Mal Bale estaba dentro (llevaba medio día allí, encendiendo y apagando la calefacción) y acababa de despertar de una siestecilla en la butaca del vestíbulo. Lo oyó. Miró al interior de la cocina y les dijo a Manfred y a Rodney que se quedaran dentro.

Desde allí no podía ver nada del sendero de acceso: sólo las luces de los coches y el farol del garaje. Mal siguió avanzando. Y oyó entonces otros sonidos: un chapoteo, un sollozo, un chapoteo, un sollozo.

Había una niebla roja, y su propio coche, el viejo BM, estaba generosamente salpicado de plasma y fragmentos de carne; sobre el capó había un zapato marrón con un tobillo dentro.

Por la izquierda, de donde provenían los ruidos, le cegaban a uno los faros del todoterreno negro. Mal se agachó para evitar el haz de luz y se dirigió hacia la puerta del garaje.

Joseph Andrews yacía muerto en la carretera. Por encima de él, su atacante, ahora con penoso cansancio, seguía propinándole sus últimos golpes con su herramienta…, una llave inglesa o algo por el estilo. Luego la lanzó a un lado y dio la impresión de que intentaba llorar. Pero no podía llorar; y Mal comprendió enseguida el motivo.

– Vamos, chico… Ya has acabado con él. Todo ha concluido. Tranquilo, tranquilo… ¡Joder! Clint, amigo… Levántate, levántate. Vamos a ayudarte ahora. Vamos a ayudarte, a ayudarte.

Mal Bale reflexionó: Así que ésta ha sido la última acción de Joe en la tierra. Con su hábil mano derecha: cegar a Clint Smoker.

4. 14 FEBRERO (6.27 P. M.): 101 HEAVY

Comandante John Macmanaman: Vuelve. ¡Vuelve…! Vuelve a mí. Niveladlo al girar. No, no, no. ¡Enderezad, enderezad…!

Servicio de Mantenimiento de Aeronaves en Vuelo: Bien, John, aquí estoy con mi regla de cálculo.

Macmanaman: Sácame de ésta, Betty.

SAM: El NEO estará a treinta y cuatro coma veintidós kilómetros de ti cuando se precipite en la tierra. Habrá fuegos artificiales y bastante calor, y lo notaréis de inmediato. No creemos que eso sea importante, pero os llegará por sotavento, John.

Mecánico de Vuelo Hal Ward: Bueno, mejor así.

SAM: Lo siento. Lo cierto es que el calor os alcanzará a la velocidad de la luz. Y el viento lo hará a la velocidad del sonido. Así que, cuando notéis el resplandor, tendréis un minuto… nueve segundos. Buena suerte. Aquí estamos todos pendientes de vosotros. Pendientes de vosotros, de veras.

Macmanaman: Gracias, querida.

Primer oficial Nick Chopko: Y ahí abajo está nuestra pista de aterrizaje, caballeros. Si es que cabe llamarla así. ¿La veis?