Macmanaman: ¿Hal?
– Tres minutos -dijo la voz de Hal Ward sin añadir ni una palabra más.
Reynolds sabía que John Macmanaman había vivido ya un accidente de aviación…, cuando niño, como pasajero. Se lo había contado un par de veces. Le decía que era como ver una película muda: en blanco y negro, y sin ningún sonido en absoluto. Que hasta las llamaradas se producían en silencio y en blanco y negro. Y que los muertos, tanto los que morían sin sentirlo como los que estaban quemándose vivos, tenían la misma expresión: cara de asombro.
Se pasó la mano por el cuello para relajarlo, en un intento de librarse de aquellos pensamientos… John decía que de repente se había transformado en un centenar de sujetos diferentes. Se hallaba rodeado de esposas, maridos, hermanos, hermanas, madres, padres, niños… Y después, por último, se planteó la cuestión de la supervivencia. Era, le contaba, como el premio de una mísera lotería… Yo lo sacaré, se prometió a sí misma. Después de casi medio siglo con él, Royce se muere, y tres días más tarde muero yo… Moraleja: no te cases a los diecisiete años.
Los pasajeros que viajaban de cara a la parte delantera del avión estaban ya en la postura de seguridad, con el cuerpo doblado hacia delante y las manos entrelazadas por encima de las cabezas. Reynolds, que miraba hacia atrás, estaba sentada normalmente, limitándose a rodear su cuello con los brazos, a abrazarse el cuello, según las órdenes del comandante.
Y ella sabía, sabía con toda certeza, que, si salían vivos de aquel trance, se casarían los dos.
Se produjo entonces un destello amarillo y sintió que en su labio superior se formaba una gota de sudor.
Ward: ¿Cuánto queda?
Macmanaman: Dieciséis segundos. ¡Santo Dios, justamente ahora, está tan quieto!
SAM: No es mi terreno, pero, si el viento va hacia abajo, tiene que volver a subir, ¿no? Si podéis manteneros ahí arriba…
Macmanaman: Aquí llega. ¡Entra en él! ¡Que nos lleve en volandas!
Ward: ¡Joder! ¡Maldita sea, vamos a capotar!
Macmanaman: ¡Espera!
Ward: ¡Volamos con las alas para abajo!
Chopko: ¡Te quiero, Amy!
Había equipos de rescate y emergencia, a cierta distancia unos de otros, a lo largo de los diez kilómetros que habían sido despejados en la interestatal 95, exactamente al sur de la población de Florence, condado de Florence, Carolina del Sur.
Y esto fue lo que la gente vio y oyó.
Vieron la crucecita del Vuelo 101 que se asomaba en el cielo de las primeras horas de la tarde por encima de la meseta roja. Al principio en perfecto silencio…, hasta que hirió después sus oídos el luctuoso gañido de la máquina averiada. Vieron luego sus resbalones de beodo y sus cambios de dirección, y por último su recorrido final en círculo, boca abajo, con las alas extendidas como brazos colgantes, en sentido contrario al de las agujas del reloj. Mientras se estaba estabilizando, como si fuera a desplomarse, se produjo un gran resplandor por encima de él, y en cuestión de un segundo la cola del cometa fue un río de plata extendido de extremo a extremo del horizonte.
El avión se encontraba tal vez a unos ciento cincuenta pies del suelo cuando la corriente del viento lo alcanzó y lo arrastró en su impulso. Pareció que arrancaba de él un rugido de dolor y de rabia al mecerlo y llevarlo hacia abajo. El ala izquierda rozó el suelo y produjo un torrente de chispas que se extendieron por el fuselaje. Pero entonces dio de lleno en él la corriente de aire ascendente, y el Vuelo 101 se niveló violentamente. Un tremendo rebote del tren de aterrizaje en la autopista, un desgarrón abierto en la parte de la cola por el que salían volando paneles y tiras metálicas, y, por fin, el aterrizaje, con la recuperación de la rigidez del aparato, dejando detrás el rastro ardiente de su estela.
Mientras tanto la alborotada cabellera de trenzas de plata continuaba su curso por encima de sus cabezas siguiendo al cometa hacia Júpiter.
5. PERRO CALLEJERO
Eran las seis en Londres, y Xan se hallaba solo en la casa con su hija pequeña, Sophie.
Horas antes, cuando estaba almorzando de pie junto al frigorífico en el apartamento del otro lado de la calle, Russia le había telefoneado para decirle que, ya que luego iba a cenar en la casa:
– ¿Podrías venir un rato antes y cuidar de Sophie durante una hora hasta que llegue yo?
– Me encantaría hacerlo. Pero… ¿me dejará cuidarla?
– Pienso que sí. Probémoslo a ver.
– A Baba la noto ahora muy contenta. Y ya no se acuerda… ¿Qué ha ocurrido? Cuenta, cuéntame.
Russia le contó que Billie iba a dormir a casa de unos amigos, que Imaculada tenía la noche libre. Y después le dijo:
– El martes, después de clase, se me acercó un individuo bajito, con un acento como del Foreign Office, y me dijo que tenía algo acerca de los muchachos de Gaddafi, y se ofreció a traérmelo. He quedado con él en el Close a las seis y media. Tiene un nombre desagradable: Semen No Sé Qué. Y unos ojos que te repelen: de un azul casi blanco. Estaré en casa hacia las siete o siete y cuarto. Y gracias por ocuparte de la pequeña.
Eran las cinco en punto cuando fue a la casa. Sophie lo miró con aire indulgente. Hacia las seis se sirvió un vaso de cerveza, se recordó a sí mismo que tenía que contemplar el cometa y después se puso a leerle algunos de sus libros: de esos que dedican una página entera a cada palabra.
Sus relaciones con las niñas habían vuelto a normalizarse. Ahora Sophie se mostraba en ocasiones vergonzosa o tímida. Y él aún no se sentía enteramente libre para tomarla en brazos o tenerla en ellos: la pequeña trataba de escaparse o sonreía como una bobita, y no colaboraba. Pero con Billie había recuperado del todo su posición. En cierta ocasión, para dramatizar un tema sugerido por el libro que le leía a la hora de acostarla, le había puesto una cara que supuestamente debía atemorizarla, pero Billie, tras un breve tartamudeo, le había dicho:
– Tú no puedes asustarme. Eres el tontorrón de mi papá.
Y él mismo había dado buenas pruebas de cambio otro día, cuando Billie, empleando el brazo del sillón, se había embarcado en lo que hasta entonces llamaban sus «ejercicios», ante lo cual él había expresado un suave reproche: «¡Oh, Billie!», y apartado su mirada de ella. (¿Sería que lo mortificaba su propia frustración de sentir disminuida su energía?) Pero entonces sus ojos se cruzaron con los de Russia y vio en ellos una expresión de preocupada esperanza.
Xan estaba esperanzado también. Creía incluso que ese día, la fiesta de San Valentín, pasaría la noche con Russia. Con su aerodinámica estructura ósea, Russia tenía la costumbre de llevar hacia un lado la lengua y succionar ligeramente cuando quería recibir un beso…, con lo cual, no sólo atraía la atención hacia su mejilla, sino que incluso la acercaba también físicamente. Pues bien: ella había empezado a repetir ese gesto desde hacía unas veinticuatro horas ya. Así que, si le pedía que se quedara en la casa, y que se acostara en su cama, no tendría que insistir demasiado. Y lo que estaba pensando él ahora, mientras repetía palabras como «coche», «cerdo» o «tenedor», era en las veladas en que tu mujer se sienta junto a ti por la noche, después de cenar, mientras tú lees, inmóvil como un artefacto, como un viejo maestro, sin entender lo que lees, porque lo único que tienes en la mente es la textura del dibujo.
Observaba a su hija, caminando a gatas y a menudo poniéndose en pie para ir de barrote a barrote de la cuna… En alguna medida, Xan era consciente de que alentaba expectativas ridículas a propósito de Sophie Meo. Era su cuarto vástago y la segunda chica. A veces se sorprendía a sí mismo pensando: Yo ya me he hecho a la idea… ¿Por qué ella no? ¿De verdad va a toser y a llorar y a ensuciarse en todas partes, como hicieron los otros tres, y a caerse a cada paso, y a estarse todo un año diciendo tú, cuando lo que pretende en realidad es decir yo, y media década preguntando por qué, por qué, por qué? Bueno…, esta vez estaba listo, más o menos, para sus ¿por qué? Sólo que, en vez de responderle simplemente «porque», emplearía la fórmula «tal vez porque». Y ya, de paso, deseaba que las leyes del movimiento pudieran ser reescritas con mayor indulgencia, pensando en los niños, para que el darse de bruces con el suelo, al fallar los brazos, fuera un fenómeno más suave y más silencioso, y el llanto consiguiente más suave y más silencioso también, pero sobre todo más breve, y el eventual chichón, menos abultado y de un rojo menos estridente. Sophie, entre tanto, iba de barrote en barrote.