Y Xan seguía preguntándose cuánto le iba a decir a Russia acerca de Cora Susan. En su carta le había prometido una especie de confesión, así que no podría evitarla del todo. Pero una cosa sí sabía ya: que se lo contaría después. Y no inmediatamente después, sino bastante después. Pero esa confidencia, esa intimidad… ¿sería, en realidad, lo que se esperaba de él? Se sentía con cierto derecho a difuminar un poco las cosas. Porque… ¿podía explicar por las buenas: «He besado los pechos de mi sobrina»? ¿No tendría que guardar cierta reserva sobre lo que, en definitiva, era esencialmente una vergüenza para la familia? Claro que quizá Russia podría enterarse de ello a través de Pearl… Y él, entonces, podría decirle: Tienes derecho a vengarte, pero proporcionalmente. ¿Acudirías tú a tu tío Mordecai para…?
A los ojos de Russia Cora estaba marcada con el estigma de la pornografía, lo cual era bastante natural; el propio Xan no escapaba de él, a pesar de su cuidadosa versión de lo ocurrido en Dolorosa Drive. Las objeciones de Russia eran principalmente estéticas…, aunque no por ello superficiales. Dejaba para el final sus objeciones morales: «Esa mujer es, a la vez, una alcahueta y una prostituta.» «Es cierto», respondía él, «pero existen razones que la justifican. Piénsalo.» «De acuerdo, pero cuando me pongo a pensar en la pornografía», replicaba ella, «la imagen que me viene a la mente es la de un tipo con un control remoto en una mano y su polla en la otra.» Bueno…, sí. Y era cierta también la obscenificación de la vida diaria que iba poco a poco asumiéndose. Así lo veía Xan cuando consideraba el asunto. Pero podría ser que a las mujeres no les importara la pornografía si la reproducción se hacía por otros medios: estornudando, digamos, o por telepatía. Nadie se molestaba en poner objeciones a la finalidad alegre de la cosa, supuestamente por la ausencia del otro, del explotado. Pero quizá no fuera eso. Quizá fuera que las mujeres no podían soportar ver travestido el acto de amor que poblaba el mundo.
Trató de telefonear a Cora…, aunque quizá debería esperar un poco, pensó, antes de trasmitirle el paternal consejo que tenia en la mente. Un consejo que no era particularmente de buen gusto, pero que se sentía autorizado a darle porque el parentesco entre ambos lo había hecho casto. Ahora sus pensamientos eróticos acerca de Cora apenas eran un mero recuerdo. Lo que venía a demostrar que el tabú era fuerte, era eficaz, funcionaba. Le diría: «Te va a parecer simple y trillado, pero… ten un hijo. Cuando te miro, busco siempre a tus hijos. Eso es también lo que buscan tus pechos: están esperando unos hijos. Así que consigue que Burl Rhody te deje preñada, y después gasta todo tu dinero en ayudarles.» O algo por el estilo. Ahora Xan se preguntaba también con recelo si Russia no quería tener otro hijo. Él podía permitirse otro hijo, pensó, y no se negaría si ella insistía. Pero… ¿podría soportar otro embarazo de su mujer? Pearl y Russia no habían sido muy diferentes en esto: una etapa maravillosa la primera vez; y luego, la segunda, los aires de superioridad del luchador de sumo, con sus malditas siestas a mediodía con las cortinas corridas, sus pesados andares y los suspiros surgidos de las profundidades en que se convertía su respiración a cada momento. Y ufana de su propio poder, además.
Se daba cuenta de que sus esperanzas, sus ambiciones, estaban ganando fuerza y complacencia, e incluso… Sí, había vuelto…, había regresado a su vida. ¿Y cómo la veía ahora a través de sus propios ojos, ahora tan cambiados? Buena. Aunque había vuelto también a aquello que llamaban mundo. Dos días antes, había ido a recoger a Billie a la salida de la escuela. El patio escolar, al acercarse a él, resonaba con la algarabía de todos los patios escolares: la característica de un pánico generalizado pero nada importante. Y él, entonces, pensó: ¿Y si ese pánico fuera, en realidad, serio? ¡Cuán precioso es todo y, a la vez, cuán frágil! Las ramas desnudas que los árboles alzaban por encima de su cabeza estaban cubiertas de nieve: sus garras se habían trocado en suaves pezuñas. Pero la nieve no tardaría en fundirse.
Voy al Hollywood, pero tú tienes que ir a…
Sophie se le acercó. Se mantuvo de pie apoyando una mano en su rodilla. Los hoyuelos que se formaban en la base de cada uno de sus dedos parecían pros y contras: los pros y contras de los bebés. Pronto caminaría: se advertía ya en sus involuntarias carreritas de apenas tres metros, con los brazos en alto, como si estuviera poniendo a punto las conexiones aún imperfectas de sus miembros y sus tentativas.
Hizo una llamada por el teléfono de la casa y consiguió comunicar con Pearl, que lo trató con amabilidad (tal vez persistiendo aún en algún oscuro ciclo de arrepentimiento) y le permitió hablar luego con uno de los chicos. Cuando éste colgó, oyó sonar dentro de su chaqueta su teléfono móvil.
– ¿Diga?
– ¿Xan? Mal Bale al aparato. Ha muerto.
– ¿Quién?
– Joseph Andrews.
– ¿Cómo ha sido?
– Un accidente de circulación. Y otro viejo bastardo la ha diñado también: Simon Finger. Ha quedado hecho fosfatina. Encima de mi BM. Supuse que te gustaría saberlo. ¿Estás bien?
– Sí, amigo…
Colgó y se sentó un momento con los ojos cerrados, muy quieto.
Cerró los ojos y vio el perro callejero.
Xan había entrado en el patio y oyó un sonido que parecía hecho ex profeso para intranquilizarlo. Un sonido que tenía ritmo, como un acto amoroso criminaclass="underline" un gruñido primero, después un impacto apagado como de dos cuerpos que chocan y, finalmente, un gemido como respuesta. Y ante todo y sobre todo, el llanto repetitivo del perro callejero. Avanzó y dejó atrás el poste al que se hallaba encadenado el animal.
El patio -con sus tablones amontonados, sus fregaderos y tazas de inodoros, con su negro laberinto de neumáticos viejos- era el lugar donde se había ido formando hasta entonces cuanto sabía sobre los sentimientos. Hasta allí había seguido a su hermana Leda cuando llevaba a sus novios en las noches de verano, y la había espiado cuando se arrodillaba detrás de la vieja mezcladora de cemento, o se apoyaba de pie contra la furgoneta sin ruedas con la falda subida hasta la cintura. Allí estaban también las fotografías de mujeres desnudas, a veces con los labios fruncidos y otras veces con caras de enfado, o las típicas chicas de calendario, clavadas con chinchetas o pegadas en la pared del taller; estaban los perros (otros perros de tiempos pasados) en pleno apareamiento estoico o aguardando la llegada del cubo con comida; y, remontándose aún más, la gallina frenética que se acercaba aleteando al gallo cuyo canto hería el espacio…