Era obligatorio informar acerca de todos los accidentes y enfermedades a la enfermería del colegio. Si Roberto se hubiera lastimado no hubiera vacilado en cumplir la orden, pero le parecía vergonzoso presentarse allí diciendo que tenía desórdenes nerviosos; la idea de ir a la enfermería y explicar lo que le sucedía le repugnaba. Finalmente, decidió no pensar más en ello con la esperanza de que las cosas anduvieran mejor en la mañana siguiente. Apartó la mI quina de escribir, tomó un libro y se sentó, decidid a leer. Al principio se sentía bastante incómodo pero, a medida que pasaban los minutos y no volví a experimentar ninguna irregularidad, se calmó. Pudo entonces concentrarse en la lectura. Su creciente paz mental no fué, sin embargo, compartida por su insospechado acompañante.
El Cazador se disgustó muchísimo cuando Bob apartó la máquina de escribir. Pero no tenía intenciones de renunciar a su intento. Por lo menos ahora estaba seguro de que podía llamar la atención del muchacho sin causarle un daño físico; aunque con el método empleado había logrado producir una perturbación tan manifiesta, que el extranjero consideró más conveniente cambiar de táctica. Tal vez de ese modo podría igualmente comunicarse sin causar tanto desconcierto a su anfitrión. Si bien el Cazador poseía algunos conocimientos rudimentarios acerca de la psicología peculiar de las razas que estaba habituado a frecuentar, estaba seguro de que no podría encontrar las razones de la perturbación que acababa de sufrir su nuevo anfitrión.
Su raza había convivido con otras durante centenares de generaciones y los problemas que se originaban al comienzo de estas relaciones habían sido olvidados, del mismo modo que el hombre ha olvidado los detalles que determinaron su descubrimiento del fuego. Actualmente, los seres de esas otras razas crecían con la esperanza de poder encontrar un compañero de la raza del Cazador antes de pasar la adolescencia. Por todas estas razones, el Cazador no podía darse cuenta de cómo reaccionaría una persona que no se hubiera desarrollado en tal ambiente.
Atribuyó, pues, la reacción de Bob al método que había empleado, en vez de pensar en la interferencia provocada por su presencia. Hizo entonces lo peor que podía hacer: esperó a que su anfitrión se repusiera del shock producido por el primer ensayo luego, sin perder un instante, volvió a intentarlo.
Esta vez dirigió su acción hacia las cuerdas vocales de Bob. Estas poseían una estructura similar a las que ya conocía y el Cazador podía alterar mecánicamente su tensión, de la misma forma que había procedido con los músculos. No esperaba, por cierto hacerle articular palabras, eso hubiera requerido un control del diafragma, lengua, mandíbula y labios, además de las cuerdas vocales, y el simbiota comprendía perfectamente este hecho; pero si podía tirar de la cuerda vocal en el momento en que el muchacho exhalaba el aire de los pulmones, conseguiría, al menos, producir algún sonido. Como sólo le resultaba posible realizar esta operación intermitentemente, no podría enviar un mensaje articulado. Pero se le acababa de ocurrir algo para demostrarle al joven que las perturbaciones eran producidas en forma deliberada.
Por medio de sonidos podría representar números y transmitir series: uno al cuadrado dos al cuadrado, etcétera. A nadie, con toda seguridad, al escuchar sonidos distribuidos de tal manera se le ocurriría pensar que se originaban naturalmente. El muchacho volvió a tranquilizarse; estaba completamente absorbido en lo que leía y respiraba lenta y profundamente.
El Cazador fué mucho más lejos de lo que cualquier ser humano, al tanto de los hechos, hubiera podido imaginar. Estaba Bob terminando de bostezar cuando comenzó la interrupción que le impidió seguir controlando su propia respiración. El Cazador se encontraba muy atareado, tratando de producir una serie de cuatro graznidos, después de haber conseguido que el muchacho lanzara ya dos sonidos extraños. Roberto contenía la respiración. Una expresión de terror oscurecía su rostro. Hacía todo lo posible para respirar con cuidado y muy lentamente, pero el Cazador, completamente absorbido en su trabajo, continuaba su serena operación. Tardó varios segundos en advertir que su huésped volvía a sufrir intensamente una perturbación emocional.
Su propio sistema emocional se distendió al comprobar este hecho. Al reparar en que su anfitrión se sentía traspasado de pánico, comenzó a pensar en una nueva forma de «comunicación». Así, ideó un método que consistía en suprimir parcialmente la luz de las retinas del muchacho, de modo que aparecieran dibujadas ante sus ojos las letras del alfabeto inglés. En esos momentos, Roberto Kinnaird corría desesperado por el pasillo, después de dejar su habitación, en dirección a la enfermería. Bob se abalanzó hacia la escalera que estaba casi a oscuras.
Los resultados de la interferencia visual no llegaron a la mente del Cazador sino en el preciso instante en que Bob perdió pie, rodando escaleras abajo a pesar de sus esfuerzos para tomarse de la barandilla.
El simbiota recobró rápidamente su sentido del deber. Antes de que el cuerpo del joven chocara con un obstáculo, va había afianzado con todas sus fuerzas todas las articulaciones y tendones, para evitar una fractura o torcedura de serias consecuencias.
Cuando un travesaño metálico de la escalera que estaba levantado le desgarró el brazo, desde la muñeca hasta el codo, el Cazador trabajó con tanta eficiencia, que casi no perdió ni una gota de sangre.
Bob sintió el dolor y miró la herida que se mantenía cerrada gracias a una película invisible de tejido no humano y pensó que no era más que un rasguño.
Cuando llegó al pie de la escalera, se levantó, dirigiéndose al dispensario. Al llegar se sintió mejor y más tranquilo, ya que el Cazador había decidido al fin interrumpir sus esfuerzos para que el muchacho advirtiera su presencia.
En el colegio no había un médico permanente, pero en cambio podía hallarse a todas horas una enfermera atendiendo el dispensario. Esta poco pudo comprender de la descripción que le hiciera Roberto de sus síntomas nerviosos y le recomendó volver al día siguiente, a la hora de consulta de uno de los doctores que visitaban normalmente el colegio. No obstante, examinó la herida del brazo.
—Ya se ha coagulado la sangre —le dijo al muchacho—. Debería haber venido mucho antes, aunque, de todos modos, no creo que hubiera podido hacer gran cosa en este caso.
—Me lastimé hace cinco minutos —fué la respuesta—. Me caí en la escalera mientras corría hacia aquí para consultar acerca de los otros síntomas. Hubiera sido imposible llegar antes. Pero si ya se ha cerrado la herida, no me preocupa entonces.
La señorita Rand levantó levemente las cejas. Había trabajado como enfermera en distintos colegios durante quince años y estaba segura de haber oído ya todos los cuentos posibles en cuestión de falsas enfermedades. Lo que más le preocupaba ahora era que el muchacho parecía no tener razón alguna para mentir; entonces llegó a la conclusión, en contra de su experiencia profesional, de que Roberto estaba, probablemente, diciendo la verdad.
Sabía que, en algunas personas, la sangre se coagula con relativa rapidez. Miró más detenidamente herida del brazo. Sí, parecía reciente. Estaba cubierta por una capa oscura y brillante de sangre endurecida. Raspó suavemente con el dedo y se sorprendió al sentir, no la superficie seca y lisa que esperaba, sino el desagradable contacto con una materia viscosa.
El Cazador no era ducho aún en leer en la mente de los demás y no podía prever un movimiento semejante. Aunque lo hubiera previsto, no le habría sido posible retirar su carne de la herida de Roberto, abandonándola en esas condiciones. Tardarían varias horas, quizá uno o dos días, en cerrarse los bordes de la herida. Sólo entonces estaría Roberto preparado para defenderse sin su ayuda. Debía, pues, seguir firme en su puesto aunque de ese modo se traicionara.