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Se estrecharon las manos. Bob se dirigió, aún deslumbrado, a su habitación y comenzó a preparar su valija. No dijo nada al Cazador; no era necesario. Hacia tiempo que había dejado de considerar justas las imposiciones de sus mayores por el solo hecho de provenir de gente de más edad; pero esta vez se esforzaba por desentrañar algún significado oculto en las palabras del director y no encontraba nada sospechoso. Decidió, pues, aceptar su buena suerte sin más conjeturas y dejar que el Cazador se ocupara de lo demás.

El Cazador se sintió mucho más tranquilo después de comprender la importancia de las palabra del director. Al desaparecer una fuente de ansiedad constante en él, se sentía como si sus preocupaciones pertenecieran ya al pasado. Las cosas había salido tal como deseaba que sucedieran. Se acababa de portar como un excelente detective. Por cierto había tenido algunos fracasos muy pequeños en el camino pero, ahora que tenía la ventaja de posee un anfitrión inteligente y dispuesto a cooperar, sabía que podría equilibrar definitivamente los poderes físicos que no poseía. Bob no era como Jenver es verdad, pero se sentía estrechamente vinculad al joven.

El Cazador siguió felicitándose a sí mismo durante todo el tiempo que Bob dedicó a preparar su equipaje y también durante gran parte del viaje. El señor Raylance consiguió que le reservaran un pasaje y, al día siguiente, Roberto tomó el ómnibus para Boston, de donde siguió su viaje, en avión, hasta Seattle. Allí tuvo que trasbordar a un aparato más grande. Durante el viaje, el joven conversó con el simbiota tanto como le fué posible, pero la conversación se relacionaba exclusivamente con acontecimientos y escenas del viaje. Sólo volvieron a ocuparse de sus proyectos cuando se hallaban volando sobre el Pacífico, ya que Bob aceptaba sir reticencias la habilidad que tenía el Cazador para ocuparse de las cosas en el instante en que era posible actuar.

—Cazador, ¿cómo piensas encontrar a tu enemigo? ¿Qué le harás cuando lo encuentres? ¿Hay alguna forma de apresarlo sin perjudicar a su anfitrión?

Por primera vez, el cazador se alegró de que su método para comunicarse tuviera dificultades. De lo contrario, seguramente hubiera empezado a hablar sin darse cuenta de que no tenía nada que decir. En los cinco minutos siguientes, se preguntó si acaso no se habría dejado en alguna parte el trozo de tejido que le servía moralmente como cerebro.

Lo más probable era que su presa se encontrara establecida dentro de otro organismo, tal —como el Cazador lo estaba actualmente. No era nada extraordinario. Normalmente, sin embargo, un ser semejante —imposible de detectar por medio de la vista, del oído, del olfato o el tacto— era detectado por medio de experimentos químicos, físicos y biológicos, con o sin la cooperación del ser que hacía las veces de anfitrión. El conocía ese tipo de experimentos; en algunos casos, era capaz de aplicar la droga necesaria con tal rapidez que, en pocos segundos podía averiguar la presencia de uno de sus congéneres dentro de un organismo sospechoso v, también adelantar ciertos datos acerca de su identidad. Bob había dicho que vivían unas ciento setenta personas en la isla. Hubiera sido posible realizar una investigación en pocos días… ¡pero, desgraciadamente, no estaba en condiciones de llevar a cabo las pruebas!

Todo su equipo, junto con las provisiones, había desaparecido en el choque de su aparato interplanetario con la Tierra. Y aun en el caso inverosímil de volver a encontrar el casco de la nave, era absurdo suponer que los instrumentos pudieran hallarse en buen estado y que los reactivos químicos no se hubieran volcado o alterado con el choque y los seis meses de permanencia en el agua salada.

Nunca un policía se encontró tan librado a sus propios recursos como él; hallábase absolutamente aislado de los laboratorios de su planeta y sin posibilidades de recibir ayuda de su propia gente. Ni siquiera sabían dónde estaba: con los billones de soles que existen en la Vía Láctea…

Recordó, tristemente, que Bob le había formulado la misma pregunta algunos días antes; entonces pudo eludir cortésmente la respuesta, pero ahora comprobaba que lo que en aquel momento Bob había dicho acerca de la situación era completamente exacto: buscaban una aguja en un pajar… un inmenso pajar de seres vivientes; y esa aguja envenenada, mortal, se había introducido en uno de ellos.

Bob no tuvo ninguna respuesta a su pregunta.

CAPITULO 7 — EN CAMINO

El gran aeroplano los condujo desde Seattle hasta Honolulú, y de allí a Apia, donde trasbordaron a un avión más pequeño que los llevó a Tahití. Cuando llegaron a Papeete, veinticinco horas después de haber salido de Boston, Bob le mostró al Cazador el buque- tanque que hacía el recorrido entre las islas; en él deberían realizar la última etapa de su viaje. Era un vapor común de ese tipo y no parecía nuevo, según el Cazador, Dudo apreciar cuando volaron por encima del mismo. Dos horas después, Bob descendía del avión y, con su equipaje, se trasladó al puerto.

Una vez que se halló en el barco, el Cazador pudo observar algunos detalles del mismo. Era evidente que la nave había sido diseñada para cumplir la función de un buque de carga, ya que debía desarrollar escasa velocidad, con esa forma. Era bastante ancho y toda la sección central estaba ocupada por tanques cuyo nivel apenas sobrepasaba la superficie del agua. La proa y la popa se encontraban a mayor altura y estaban conectadas por medio de unos puentecillos metálicos que cruzaban por encima de los tanques. Bob subía y, bajaba las escaleras que conducían a la sala de máquinas. El Cazador sabía, por experiencia, que sería difícil impedir que el muchacho se apartara de las resbaladizas barandillas recubiertas de una capa de aceite y pensaba que algún día tendría que mandar una colección de huesos rotos al señor Kinnaird, padre.

—¡Hola, señor Teroa! —gritó Bob al subir al puente—. ¿Cree que podrá aguantarme un día entero?

El marinero se sonrió.

—Supongo que sí. Hay gente más molesta que tú, después de todo.

Bob abrió muy grandes los ojos, lleno de sorpresa. Luego prosiguió hablando en esa mezcla de francés y de dialectos polinesios que usan los isleños.

—¿Acaso ha llegado alguien que causa dificultades…? Usted debe presentarme a ese genio.

—Ya lo conoces… o, mejor dicho, los conoces. Carlos y Hay lograron meterse en el buque hace dos meses y se las arreglaron para no ser descubiertos hasta el momento en que no fuera posible ya deshacerse de ellos.

—¿Y por qué lo hicieron…? ¿Sólo por viajar? Cuando viajaron con usted, hace tiempo, conocieron todo lo que se podía conocer.

—Era más que eso. Carlos quería probar que podía ser útil y que era capaz de desempeñarse en un trabajo estable. Hay dijo que deseaba visitar el museo marino de Papeete sin que un montón de personas grandes le estén indicando qué es lo que debe mirar.

—No sabía que a Norman le interesaba la historia natural. Debe ser una afición muy reciente. Estuve cinco meses ausente… puede ser que durante este tiempo él haya comenzado a ocuparse de algo nuevo.

—Exactamente… Y cambiando de tema, no esperaba verte tan pronto de vuelta. ¿Qué pasó? ¿Te echaron de la escuela?

La pregunta, hecha con una mueca de desconfianza, ofendió al muchacho.

Bob gesticuló. No se había preocupado hasta el momento de inventar una historia que explicara su retiro del colegio, pero pensó acertadamente que si él mismo no había podido comprender los motivos del médico, no tenía nada de raro que no pudiera explicárselos a otras personas.

—El doctor del colegio dijo que me convenía volver a casa por un tiempo —replicó—. No me dió razones. A mí me parece que estoy bien… ¿Consiguió Carlos el trabajo que estaba buscando? —preguntó Bob. A pesar de que sabía la respuesta, tenía interés en cambiar el tema.