Cuando volvieron a subir a cubierta, se distinguía a sus espaldas el pico más elevado de Tahití. Bob apenas se detuvo para contemplarlo; se introdujo en la primera escotilla que encontró y descendió a la sala de máquinas. Había un solo hombre de guardia; al ver al muchacho se acercó al teléfono, como si fuera a solicitar ayuda; luego desistió, sonriendo.
—¿Otra vez por aquí? Anda con cuidado… si no tendré que librarte de algún enredo en las máquinas. ¿Acaso no has visto ya todo lo que hay por aquí?
—No. Nunca se termina de mirar.
Bob obedeció sin embargo al marinero y se limitó a devorar con la vista los aparatos, desde lejos. El podía comprender el mecanismo de algunos; el encargado de máquinas le explicó el funcionamiento de otros. Al desvanecerse el misterio que los envolvía al principio, también disminuyó el interés del joven, quien comenzó nuevamente a rondar de un lado a otro. En ese momento llegó otro hombre de la tripulación para inspeccionar, como de costumbre, y revisar las junturas y las pérdidas de combustible. Bob seguía observándolo todo con atención. Sabía lo suficiente como para prestar alguna ayuda y varias veces tuvo que hacer mandados durante el viaje. Ahora, mientras el tripulante trabajaba en los ejes, él se encontró sin vigilancia en las inmediaciones de la cámara de bombas.
El Cazador —cosa extraña— no advirtió plenamente el peligro de la situación. El estaba acostumbrado a ver máquinas menos voluminosas, cuyas partes en movimiento — si las tenían— se hallaban perfectamente protegidas. Vió el tiro de la chimenea, casi sin protección, y los engranajes, pero no pensó que podían resultar peligrosos hasta que oyó unos agudos gritos. En el mismo instante, Bob retiró bruscamente su mano y el Cazador, con la misma intensidad que su anfitrión, sintió un dolor intensísimo cuando el aceite caliente rozó la piel del muchacho. En la semioscuridad, el hombre había avanzado un poco más de lo necesario, llegando a rozar con la aceitera una de las máquinas. El violento tirón le hizo apretar la válvula de la aceitera, con lo cual dejó caer una cantidad excesiva de lubricante en la juntura que estaba revisando. El aceite caliente se extendió sobre su piel, con los dolorosos resultados consiguientes.
El marinero abandonó la posición en que se encontraba, dando salida a sus sensaciones dolorosas. El aceite lo había quemado en varios lugares. Cuando vió a Bob, pensó en seguida en el muchacho.
—¿Te lastimaste, criatura? —preguntó ansiosamente.
Suponía lo que sucedería si Bob se hubiera accidentado mientras estaba en su compañía. Le habían dado órdenes estrictas sobre lo que el muchacho podía o no hacer.
Bob también tenía buenas razones para no desear sufrir inconvenientes en el lugar en que se hallaba.
Sostuvo la mano quemada con la mayor naturalidad posible y replicó:
—No, estoy bien. ¿Qué le sucedió a usted? ¿Puedo ayudarlo?
—En el botiquín hay una pomada para las quemaduras. Me duele bastante, aunque no creo que me haya quemado seriamente. No vale la pena molestar a nadie.
Bob sonrió comprensivamente y fué a buscar el ungüento. Mientras lo traía, antes de dárselo al marinero, se colocó un poco del medicamento sobre sus propias quemaduras; pero, de pronto, tuvo un pensamiento que lo frenó en su decisión.
Siguió muy preocupado mientras ayudaba al marinero a curar sus heridas; tan pronto como pudo, salió de la sala de máquinas en dirección a su camarote. Tenía algo que preguntar y, a medida que el dolor se hacía más intenso, su urgencia aumentaba.
—¡Cazador! —exclamó, cuando se convenció de que no había nadie cerca—. Pensé que tú eras capaz de protegerme contra un accidente de este tipo. La cicatriz del brazo ya está casi cerrada…
—Todo lo que hice en aquel caso fué evitar la hemorragia y destruir las bacterias infecciosas —replicó el Cazador—. Para interrumpir el dolor hubiera tenido que cortar los nervios… Las quemaduras no son como las heridas comunes.
—Entonces, ¿por qué no los cortas? ¡Esto me duele demasiado!
—Ya te he dicho que no haré voluntariamente nada que pueda dañarte. Las células nerviosas se regeneran muy lentamente y, algunas veces, se pierden. Tú necesitas poseer una sensibilidad. El dolor es un aviso natural.
—¿Para qué preciso sentir dolor si tú puedes curar las heridas comunes?
—Tú debes evitar esas heridas. Yo no las curo… simplemente, detengo la infección y la pérdida de sangre, como te dije. No tengo poderes mágicos, aunque a ti te parezca lo contrario. Puedo impedir la formación de ampollas sobre la quemadura, bloqueando la salida del plasma; de ese modo, el dolor disminuye notablemente. No puedo hacer nada más. Haré todo lo posible para que sientas el dolor; necesitas algo que te haga ser más cuidadoso. Creía que no se presentaría nunca la oportunidad de decirte estas cosas, pero es preciso que insista en que tú debes tener en tus actividades cotidianas el mismo cuidado que tendrías si yo no estuviera aquí; quieres comportarte como una persona que ignora todas las reglamentaciones del tránsito porque alguien le ha garantizado un servicio gratis. ¡Yo no puedo ofrecerte tanto!
Había algo que el Cazador hizo pero que no quería mencionar. La quemadura es la herida que, con más facilidad puede ocasionar un shock. En tal caso, las grandes arterias abdominales se distienden, haciendo descender la presión sanguínea. La persona palidece, pierde temperatura y, a menudo, la conciencia. El Cazador sintió que estos fenómenos empezarían inmediatamente después del accidente; entonces, contrajo las arterias, del mismo modo que lo había hecho antes con los músculos de Bob. Esta vez, administró la presión con intermitencias, sincronizando las contracciones con el latido del corazón de Bob—, de ese modo, su joven amigo ni siquiera llegó a sentir la náusea, que es uno de los primeros síntomas del shock. Hizo esto, al mismo tiempo que soldó con su propia sustancia el tejido quemado, a fin de evitar la pérdida de plasma. Tampoco mencionó este detalle al muchacho.
Era la primera vez que se producía una discusión entre el simbiota y su anfitrión. Afortunadamente, Bob tenía suficiente sentido común como para comprender las razones que sustentaban los juicios del Cazador, y bastante autocontrol como para ocultar el leve fastidio que le produjo la negativa del Cazador. Por lo menos, se dijo a sí mismo, nada grave le ocurriría.
Pero esto le hizo revisar su decisión de compartir su vida con el Cazador. Se había imaginado que todo el tiempo que durara la búsqueda sería tan hermoso como estar en el Paraíso. Si bien ya conocía lo que eran las pequeñas heridas y accidentes, resfríos y otras molestias semejantes, hubiera preferido que nada de esto perturbara su felicidad. Varias veces pensó en preguntar al Cazador qué podía hacerse con plagas tales como los mosquitos y las moscas de la arena, pero ahora prefería callar. Era necesario esperar y ver qué sucedía.
La noche fué muy tranquila. Bob aprovechaba bien su libertad. Permaneció hasta muy tarde en el puente, por momentos observaba silenciosamente el mar; de tanto en tanto conversaba con el hombre que manejaba el timón. Alrededor de la medianoche se fué hacia la popa. Allí se quedó unos instantes, apoyado contra la barandilla, mirando la luminosa estela que dejaba el barco sobre el agua y pensando en el parecido que podría existir entre el ritmo inviolado del océano y el planeta en el cual debía realizar su persecución el Cazador. Finalmente, se fué a dormir.
Durante la noche el viento sopló con fuerza y, cuando Bob se despertó a la mañana siguiente, el mar estaba bastante encrespado. El Cazador tuvo oportunidad de investigar las causas y la naturaleza de los mareos producidos por el movimiento de las olas, pero llegó a la conclusión de que le sería imposible hacer nada en ese sentido sin alterar el equilibrio de su anfitrión. Felizmente para Bob, el viento disminuyó pocas horas después y el oleaje se calmó; el barco sólo había llegado a rozar el límite de la zona tormentosa.