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El simbiota se había familiarizado ampliamente con los rostros humanos y era capaz de reconocer el parecido que existía entre el padre y el hijo. Bob era algunos centímetros más bajo que su progenitor, pero ambos tenían los mismos cabellos negros y ojos azules, la misma nariz recta y ancha, la boca dispuesta a sonreír, el mismo mentón.

Los saludos de Bob evidenciaban la exuberancia natural de su edad; su padre, que no se hallaba menos encantado por el encuentro, mantenía, sin embargo, cierta gravedad en el rostro que pasó inadvertida al muchacho, aunque no al Cazador. Este advirtió el olvido de ambos de la necesidad de convencer al señor Kinnaird de que a su hijo no le pasaba nada serio, a fin de poder gozar de la libertad de acción necesaria para su investigación. Dejó de lado ese pensamiento por el momento y escuchó con gran interés la conversación. Bob acosó a su padre con un mar de preguntas que incluían los hechos y la vida de casi toda la población de la isla. Al principio, el Cazador criticó interiormente al joven por haber comenzado tan temprano con la investigación, pero en seguida se dió cuenta de que Bob ni siquiera pensaba en ello. Simplemente, estaba tratando de llenar el vacío producido por cinco meses de ausencia. El detective no se preocupó más y escuchó atentamente las respuestas del señor Kinnaird, con la esperanza de encontrar alguna información útil. Por eso, se decepcionó como un se humano cuando el hombre interrumpió las preguntas con una carcajada.

—¡Pero, muchacho! ¿Cómo puedo saber lo que cada persona de la isla hizo mientras estabas ausente? Tendrás que preguntarles personalmente. Deberé quedarme aquí hasta que terminen de descargar; es mejor que tú vayas en el jeep a casa llevando el equipaje, pues tu madre está impaciente por ver te. En cuanto a tus amigos, no han salido todavía del colegio.

—¡Oh, es verdad! Tendré que ocuparme del colegio. Estaba olvidando que esta vez no vine a casa para pasar las vacaciones.

Por un momento se puso tan serio que su padre volvió a reírse con ganas, sin advertir la causa de la repentina preocupación de su hijo. Bob se recobró rápidamente, sin embargo, y, levantando la vista, dijo:

—Está bien, papá. Llevaré mis cosas a casa. ¿Te veré durante el almuerzo?

—Si, siempre que traigas el jeep de vuelta apenas termines tú. ¡Y no me digas que me conviene hace ejercicio!

Bob sonrió; había recuperado su buen humor.

—Volveré apenas esté listo para ir a nadar un rato —replicó.

Bob cargó las valijas en el automóvil y luego se sentó frente al volante. Se dirigió a toda velocidad en dirección a la playa. Allí, tal como le había dicho al Cazador, había un camino pavimentado que se introducía en la isla un cuarto de milla, aproximadamente; luego se unía con el camino principal en ángulo recto. A lo largo de la ruta lateral había cobertizos construidos con chapas de hierro acanaladas. Cuando llegaron a la curva, el Cazador observó que esos depósitos se extendían hacia la izquierda, a lo largo del brazo más pequeño de la isla. También pudo ver el cemento blanco de otro tanque de cultivos asomando por el costado de la montaña que se hallaba en esa dirección y resolvió preguntar a Bob en la primera oportunidad por qué ese tanque no estaba construido en el agua, como los otros.

En el lugar en que se unían los dos caminos, comenzaron a aparecer viviendas, en vez de los cobertizos para depósito. La mayor parte de las casas se encontraban frente al lado del camino que daba a la costa, pero una de ellas, rodeada por un amplio jardín, estaba hacia la derecha, pocos metros antes de la curva. Un muchacho alto, de piel trigueña, trabajaba en el jardín. Cuando Bob lo vió, frenó el jeep y emitió un silbido ensordecedor. El jardinero levantó la vista, se enderezó, corriendo en seguida en dirección al camino.

—¡Bob! No sabía que pensaras venir tan pronto. ¿Qué estuviste haciendo por allá, criatura?

Carlos Teroa tenía sólo tres años más que Bob, pero, como ya había terminado sus estudios secundarios, usaba un tonillo condescendiente con ese amigo menor que aún asistía al colegio. Bob ya no se sentía agraviado por ello, como anteriormente.

—No hice tantas cosas como tú —contestó según lo que dice tu padre…

Teroa hizo un gesto.

—¿Papá te lo contó? ¡Ah, fué muy divertido, a pesar de que tu amigo se echó atrás a último momento.

—¿Crees, en serio, que le darán trabajo a una persona que pasa la mitad de sus días durmiendo? —dijo Bob sarcásticamente, recordando que había prometido al señor Teroa mantener el asunto en secreto por el momento.

Carlos estaba indignado.

—¿Qué quieres significar? Nunca duermo cuando hay algo que hacer.

Y mirando el pasto que crecía a la sombra de un árbol muy grande que estaba al lado de la casa, prosiguió:

Mira; ¿te parece que podría haber un lugar mejor que ése para echarse una siestita? Y, sin embargo, estoy trabajando… Hasta he vuelto a ir al colegio.

—¿Qué dices?

—Estoy estudiando navegación con el señor Dennis. Espero que lo que me enseña me sirva muy pronto.

Bob levantó las cejas.

—¿Muy pronto? ¡Qué empeñoso eres! ¿Cuándo será eso?

—Todavía no lo sé. Te avisaré cuando crea que estoy listo. ¿Quieres venir?

—No sé… En realidad, no quiero trabajar en un barco. Veremos qué pienso cuando tú estés próximo a partir. Ahora debo llevar estas cosas a casa, traer de vuelta el jeep para papá e ir al colegio antes de que salgan los muchachos; será mejor que me vaya.

Teroa hizo un gesto afirmativo y se apartó del jeep.

—Es una lástima que tú no seas como esas cosas que a menudo se dividen en dos partes, tal como nos enseñan en el colegio. Si yo hubiera podido dividirme hace algún tiempo, ya una parte mía no estaría aquí.

Bob, en ciertas ocasiones, pensaba con gran rapidez. En esta oportunidad apenas pudo disimular la sacudida que le produjeron las palabras de Carlos. Se despidió, puso el vehículo en marcha, dió vuelta a la esquina hacia la derecha y apretó el acelerador. El camino estaba bordeado por casas y jardines. Después de recorrer una media milla, Bob habló por primera vez, al señalar un edificio largo y bajo que se extendía hacia la izquierda. Era la escuela. Un poco más adelante, colocó el automóvil al costado del camino y se paró. No se distinguía desde allí la otra sección de la isla. Habían llegado con extraordinaria rapidez a la zona más densamente poblada que Bob mencionara antes.

—Cazador —dijo el joven nerviosamente apenas detuvo el vehículo—. Nunca lo había pensado hasta ahora, pero Carlos me hizo recordarlo. Si tus congéneres se parecen a las amebas, tal como dijiste, quizá tengamos que apresar a más de un simbiota…

El Cazador no comprendió la vacilación del muchacho y tampoco comprendió el sentido de su pregunta. Después de un momento, cuando la hubo digerido, dijo a Bob:

—¿Lo que quieres saber es si nuestro amigo puede haberse dividido en dos partes, igual que las amebas?… Nosotros somos seres mucho más complicados. El simbiota podría formar un nuevo individuo con una parte de su propio cuerpo; pero el nuevo ser requiere un tiempo aproximado de un año para alcanzar la edad adulta. Por supuesto, el simbiota podría crearlo en cualquier momento, pero no creo que lo haga; tengo buenas razones para pensar así. Si se desdoblara en el interior de un ser humano, el nuevo simbiota se movería en ese ambiente con la inexperiencia y la torpeza de un niño recién nacido de tu propia raza; al moverse, a ciegas, en busca de alimento, podría llegar a matar a su anfitrión. Es verdad que nosotros conocemos más biología que ustedes, pero no nacemos con el saber ya organizado; aprender a vivir con un anfitrión lleva mucho tiempo y constituye una de las fases más importantes de nuestra educación. Por otra parte, si nuestra presa llegara a reproducirse, lo haría por motivos exclusivamente egoístas. No se me había ocurrido esto antes… Si creara un nuevo ser, éste sería capturado y destruido inmediatamente, de modo que los perseguidores creerían que le han dado muerte a él mismo. Estoy seguro de que si nuestro enemigo llegara a pensar así, no tendría la menor vacilación en llevar a cabo su cometido. Pero más bien me siento inclinado a creer que lo primero que hizo fué elegir un buen anfitrión; si éste le resultó suficientemente adecuado, es difícil que se haya decidido a abandonarlo con el propósito que tú sugieres.