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Llegaron a la playa, después de caminar alrededor de media milla, en parte a través de la espesa vegetación de la colina y, por momentos, atravesando unos bosquecillos bastante ralos de palmera, al fin encontraba el Cazador un lugar conocido. La laguna donde encallara el tiburón había desaparecido —las tormentas y las mareas no dejaban nunca de modificar los bancos de arena—, pero el bosquecillo de palmeras y la playa eran las misma. Había llegado por fin al lugar donde encontrara Bob; el lugar donde debió haber comenzado su búsqueda a no ser por su increíble mala suerte; el lugar donde debería comenzar inexorablemente su búsqueda.

Sin embargo, ninguno de esos muchachos pensaba en detectives y en crímenes por el momento.

En un minuto estuvieron listos para ir al agua.

Bob se adelantó en dirección a la orilla. Su piel blanca contrastaba con el tinte bronceado de su jóvenes amigos.

La playa, que era de arena muy fina, contenía no obstante, filosos fragmentos de coral. Con el apuro, el muchacho pisó sin cuidado encima de éstos.

El Cazador cumplía con su deber en esos momentos de modo que Bob no encontró señales de las heridas al examinarse la planta de los pies; pensó que su sensibilidad se le había agudizado después de tantos meses de usar zapatos. Siguió, pues, corriendo en dirección al agua. Naturalmente, no quería que sus amigos lo consideraran un flojo. El Cazador, en cambio, estaba bastante fastidiado. ¿No era suficiente un sermón, acaso? Aplicó entonces las contracciones musculares que su primer anfitrión acostumbraba a interpretar como la señal de que se estaba propasando; pero Bob se hallaba tan tenso que ni siquiera sintió el aviso; aunque hubiera sentido el tirón, difícilmente habría entendido su significado. Se metió en el agua hasta que ésta le llegó a la altura de la cadera y se lanzó de cabeza contra una ola que se aproximaba. Los otros jóvenes lo seguían. El Cazador renunció a sus intentos de llamar la atención del muchacho, limitándose a mantener cerradas las heridas y a contener su enojo. Aunque su anfitrión era aún muy joven, debería tener mayor control sobre sus actos y no descargar el peso de la conservación de su salud enteramente sobre el Cazador. Era necesario tomar alguna medida.

Nadaron muy poco; tal como Bob dijera, ésta era la única parte de la isla que no se hallaba protegida por los arrecifes y, como consecuencia, el oleaje era muy intenso. Los jóvenes salieron del agua pocos minutos después, envolvieron sus ropas en sus respectivas camisas y empezaron a caminar por la playa en dirección al sur. Antes de que se alejaran demasiado, el Cazador aprovechó el momento en que Bob miró hacia el mar para aconsejarle, con términos muy severos, que se calzara los zapatos. El sentido común del muchacho tuvo más peso que su vanidad y obedeció al Cazador.

Después de caminar unos pocos cientos de metros, los arrecifes comenzaban nuevamente y la playa se alejaba cada vez más, con la consiguiente disminución de la resaca; a pesar de esto, tuvieron una suerte excepcional, pues encontraron una tabla de más de tres metros de largo y cuarenta centímetros de ancho que se hallaba sobre la arena. Los muchachos se abstuvieron de pensar que podría haber sido arrancada por la corriente de la construcción que se estaba levantando en el otro extremo de la isla. La imagen del bote que era necesario reparar no se separaba de sus mentes. Arrastraron la tabla lejos del agua y Malmstrom escribió su nombre sobre la arena, al lado de la misma. La dejaron en ese lugar para recogerla cuando pasaran de regreso.

La «costa sur» no les proporcionó mayores novedades a los jóvenes exploradores. Cerca del fina de su recorrido, encontraron una raya enterrada, en la arena. Bob examinó cuidadosamente el pez pues recordó la forma en que el Cazador llegó hasta la costa. Evidentemente, esos restos se hallaban allí desde hacía algún tiempo y el examen de los mismos resultaba bastante desagradable.

—Linda forma de perder el tiempo —observo el Cazador mientras Bob se incorporaba, y Bob es tuvo a punto de contestarle afirmativamente y en voz alta, sin darse cuenta de que no estaba solo.

Roberto volvió muy tarde a su casa para cenar. Entre todos habían llevado la tabla hasta la desembocadura del arroyo, donde se hallaba el bote. El único recuerdo concreto que conservaba de las actividades de esa tarde era el ardor de una intensa quemadura solar. Ni el mismo Cazador pudo apreciar o detectar los síntomas antes de que el daño estuviera consumado.

Pero el simbiota, a diferencia de Bob, veía algo positivo en el incidente. La quemadura tendría mucho más efecto que los sermones para conseguir que el muchacho no descargara completamente el cuidado de su salud sobre el Cazador. Por eso esta vez no dijo nada y se limitó a esperar que las propias cavilaciones del joven actuaran saludablemente sobre su conducta. Bob estaba muy fastidiado consigo mismo. Nunca, en largos años, se había descuidado tanto como aquella tarde y la única excusa que encontraba era su llegada al hogar en una época tan rara. Pero como sabía que ésta no era una verdadera excusa, su desazón aumentaba.

Cuando bajó a tomar el desayuno a la mañana siguiente se sentía de mal humor. Estaba disgustado consigo mismo, también un poco con el Cazador y no demasiado conforme con el resto del mundo. Al mirarlo, su padre comprendió que no convenía sonreír. No obstante, se dirigió a él con evidente cordialidad.

—Bob, pensaba sugerirte que fueras hoy al colegio, pero quizá tú prefieras esperar un poco. No habrá gran diferencia si lo dejas para el lunes.

Bob asintió, aunque esto no le causara, en realidad, ningún alivio, ya que había olvidado completamente la escuela.

—Creo que tienes razón —contestó—. No aprovecharía gran cosa esta semana. Ya estamos a jueves. En cambio, quisiera salir a caminar un poco.

El padre le miró de soslayo.

—Si yo estuviera como tú, con la piel tan quemada, lo pensaría dos veces antes de salir —observó el señor Kinnaird.

—¡Pero no va a quedarse en casa! —interrumpió la señora Kinnaird.

El padre no se opuso a que saliera y volviéndose hacia Bob le dijo:

—Trata de andar bien cubierto y si quieres explorar los alrededores, ve hacia los bosques. Por lo menos allí hay bastante sombra.

—Es cuestión de elegir entre dos cosas: o se quema la piel, o se lastima —dijo la señora Kinnaird.

Cuando se quema, al menos la ropa queda sana; en cambio, si va al bosque las espinas le desgarrarán la piel y la ropa.

Ella sonrió. Era fácil descubrir que con ese pretexto trataba de ayudar a su hijo. Bob le agradeció con un gesto cariñoso.

Muy bien, mama. Haré todo lo posible por mantenerme en un término medio.

Cuando terminó su desayuno, subió a su cuarto y se cambió la camisa que llevaba por una color caqui, de mangas largas, de su padre. Después volvió a bajar y ayudó a su madre a levantar los platos de la mesa, pues el señor Kinnaird ya había salido. Luego cortó algunas ramas que amenazaban con invadir la casa y, finalmente, desapareció entre los arbustos.

Se alejaba gradualmente del camino y comenzaba a subir una cuesta. Caminaba con decisión, como si estuviera impulsado por un propósito definido. El Cazador evitaba interrogarlo, ya que el fondo ofrecido por la selva no se prestaba para su método de comunicación. Poco después de abandonar la casa, cruzaron un arroyo. El simbiota juzgó con razón que debía ser el mismo que un poco más lejos pasaba por debajo del camino. Un tronco de árbol servía para pasar de un lado a otro.

La señora Kinnaird no exageraba cuando se refirió a la naturaleza del bosque. Había pocos árboles realmente altos, pero el suelo estaba literalmente cubierto por arbustos achaparrados, muchos de ellos con agudas espinas. Bob se deslizó entre los arbustos con una rapidez y seguridad que denotaban larga experiencia. Un botánico se hubiera quedado fascinado por la variedad de plantas; en la isla había un laboratorio de bacteriología y otro de botánica, donde se realizaban trabajos relacionados con el mejoramiento de las bacterias productoras de aceite y el crecimiento de las plantas destinadas a alimentar los tanques.