En segundo lugar, necesitaba ver. Era muy probable que su anfitrión poseyera ojos; con su provisión de oxígeno asegurada, el Cazador comenzó buscarlos. Hubiera podido enviar una cantidad suficiente de su cuerpo a través de la piel del tiburón para construir un órgano de visión, pero no hubiera podido evitar la reacción del pez ante un acto semejante y, además, unos lentes ópticos ya construidos serían posiblemente mejores que los que él mismo podía fabricar.
Tuvo que interrumpir la búsqueda poco después. Según sus deducciones, el choque había ocurrido en una zona bastante cercana al continente; el encuentro con el tiburón se produjo en aguas poco profundas. Los tiburones no son particularmente afectos a los movimientos; resultaba difícil comprender por qué éste se hallaba tan próximo a la rompiente. Durante la lucha, el Cazador y el monstruo se habían ido acercando a la costa; cuando el tiburón dejó de sentirse molestado por el intruso, trató de regresar a la parte honda. La frenética y constante actividad desarrollada por el pez después que se hubo establecido el sistema-hurto de oxígeno, desencadenó una serie de hechos que ocuparon su atención.
El aparato respiratorio de un pez funciona en condiciones precarias. El oxígeno disuelto en el agua es poco concentrado y un ser acuático, por poderoso y activo que sea, nunca consigue acumular una gran reserva del gas. El Cazador no necesitaba extraer mucha cantidad para permanecer con vida pero trataba, en cambio, de formar una reserva propia. El tiburón trabajaba aprovechando al máximo su energía; en resumen, el consumo de oxígeno superaba la absorción del mismo. Este hecho originó dos efectos: la fuerza física del monstruo comenzó a declinar y el contenido de oxígeno de su sangre a decrecer. Como consecuencia de lo último, el Cazador comenzó, casi inconscientemente, a aumentar el drenaje, con lo cual se inició un círculo vicioso que sólo podía tener un punto final.
El Cazador se dio cuenta de lo que sucedía mucho antes que el tiburón muriera, pero no hizo nada para impedirlo, a pesar de que pudo haber reducido su consumo de oxígeno sin poner en peligro su propia vida. También hubiera podido abandonar al tiburón, pero no le agradaba la perspectiva de flotar, comparativamente indefenso, en alta mar y a merced del primer animal que fuera suficientemente grande y rápido como para tragárselo de una sola vez. Por eso siguió absorbiendo el gas vital, ya que advirtió que el esfuerzo que desplegaba el pez tenía una sola explicación: estaba nadando en contra del oleaje y se esforzaba por alejarse de la costa, que él tanto deseaba alcanzar. Mientras tanto ya había ubicado al tiburón en la, escala de evolución zoológica y no se hallaba más compungido por causarle la muerte de lo que podría estarlo un ser humano.
El monstruo demoró un largo rato para morir a pesar de que se debilitó muy pronto. Una vez terminada la lucha, el Cazador continuó buscando los ojos de su víctima y, finalmente, los encontró. Depositó una película elaborada con su propia materia entre las células de la retina y las recubrió anticipándose al momento en que habría suficiente luz para ver. Cuando el inmóvil tiburón manifestó una peligrosa tendencia a sumergirse, el extranjero comenzó a extender otros apéndices para atrapar todas las burbujas de aire que pudiera ser traídas por la tormenta. Estas burbujas, junto con el anhídrido carbónico producido por él mismo, las fué acumulando en la cavidad abdominal del pez para que flotara. Necesitaba poca cantidad de gas para ello, pero le tomó largo tiempo reunir lo, ya que era demasiado pequeño para producir grandes volúmenes de anhídrido carbónico rápidamente.
El oleaje se oía con más fuerza cuando podía relajar su atención de lo que le preocupaba; advirtió que su suposición —el rompeolas— era justificada. Las olas imprimían un enloquecedor balanceo de arriba abajo a su insólita balsa; esto no lo fastidiaba pero tampoco le causaba placer. Lo que necesitaba en realidad era un movimiento horizontal; comparándolo con el anterior, este movimiento fué mucho más lento, al menos hasta que disminuyó la profundidad del agua.
Esperó largo rato, después que su conductor cesó de moverse, temiendo a cada momento verse arrastrado a la zona profunda, pero nada de esto ocurrió y, gradualmente, el ruido de las olas comenzó a disminuir, al tiempo que disminuía también el agua que caía sobre él. El Cazador imaginó que la tormenta estaba amainando. En realidad, se produjo un viraje de la corriente, pero eso no cambiaba su situación.
Cuando, por el efecto combinado del alba, que se aproximaba, y de las nubes de tormenta, menos cargadas ahora, hubo luz suficiente para ver a su alrededor, su difunto anfitrión se hallaba fuera del alcance de las olas más grandes. El foco de los ojos del tiburón, al encontrarse fuera del agua, se había desplazado de su propia retina, pero el Cazador descubrió que la nueva superficie focal se encontraba dentro del globo del ojo y construyó con sus tejidos una retina que colocó en el lugar apropiado. Los lentes perdieron algo de su perfección, pero, al modificar su curvatura con su materia corporal, pudo observar los alrededores sin exponerse a miradas extrañas.
A través de las grietas que se habían producido en las nubes podían verse unas pocas estrellas, de las más brillantes, que aún eran visibles contra el fondo gris del amanecer que se acercaba. Lentamente, estas aberturas se fueron agrandando y, cuando el sol apareció en el cielo, había aclarado, aunque el viento soplaba aún con fuerza.
Su ubicación no era ideal, pero podía observar una buena parte de los alrededores. En una dirección, la playa se extendía un corto trecho hasta una hilera de altos y delgados árboles coronados por plumosos penachos de hojas. No alcanzaba a ver lo que había más allá de éstos, no porque fueran tan espesos como para obstruir la visión, sino debido al bajo nivel a que se encontraba. En dirección opuesta se distinguían los restos de una playa abandonada y se percibía el rugido del fuerte oleaje. El Cazador no podía ver el océano pero lo ubicaba perfectamente. Hacia ver de la derecha había una masa de agua que, supuso, sería una pequeña laguna formada por la tormenta y que ahora se volcaba en el mar a través de una abertura demasiado estrecha o demasiado empinada como para que la alcanzara el oleaje. Esta fué probablemente la causa de la presencia del tiburón en ese paraje; había quedado encerrado en la laguna cuando bajó la marea, sin poder salir.
En varias ocasiones escuchó unos chillidos roncos; vio que había pájaros arriba. Esto le agradó sobremanera; sin duda existían formas de vida superior a la de los peces en este planeta y había esperanzas de conseguir un anfitrión más adecuado. Lo mejor sería encontrar un ser inteligente ya que, por lo general, una criatura de este tipo es más capaz de protegerse a sí misma. Además, habría seguramente mas probabilidades de viajar, lo cual le facilitaría la búsqueda del piloto del otro aparato, que había desaparecido. Era muy posible, sin embargo —y el Cazador tenía plena conciencia de ello—, que tropezaría con serias dificultades para introducirse en el cuerpo de un ser inteligente que no estuviera acostumbra a la simbiosis.
De todos modos, tendría que esperar la ocasión indicada. Suponiendo que hubiera seres inteligentes en este planeta, podría suceder que nunca llegaran, hasta ese lugar en particular; y aunque viniera quizá no los reconocería a tiempo para sacar provecho de la situación.
Sería mejor esperar, varios días si fuera necesario y observar qué clase de seres frecuentaba la localidad; después, podría hacer planes para invadir aquel que respondiera mejor a sus exigencias. El tiempo no era un factor vital; existía la misma imposibilidad de abandonar el planeta tanto para el Cazador con para su presa y la búsqueda prometía ser pesada aburrida. Era evidente que el tiempo que empleara para una cuidadosa preparación daría buenos fruto, Siguió esperando. El sol ya estaba alto y el viento fué transformándose lentamente hasta convertirse en una suave brisa. Hacía bastante calor. Sabía que muy pronto reacciones químicas en la carne del tiburón. Había ya indicios de ello, si el sentido del olfato fuera común a muchos seres de este planeta, era seguro que llegarían visitas en un corto plazo. El Cazador hubiera podido impedir el proceso de descomposición consumiendo las bacterias que lo producen, pero no se hallaba especialmente hambriento y, por cierto, no le molestaban las visitas. ¡Al contrario!