Roberto Kinnaird evitaba las medusas casi inconscientemente. Había aprendido a nadar a los cinco años; desde entonces, y en los nueve años siguientes, había acumulado suficiente experiencia respecto a esos molestos tentáculos y evitaba su proximidad. Se hallaba muy ocupado, tratando de hundir a uno de sus compañeros, cuando el Cazador lo rozó por primera vez y, aunque en seguida se movió al sentir en el agua, junto a él, aquella presencia gelatinosa, no le prestó mayor atención al hecho. Olvidó muy pronto el incidente, pero su atención se había dispersado a consecuencia del mismo y no se preocupó en evitar que esa cosa volviera a arrimársele.
Precisamente en el momento en que el Cazador se daba cuenta de la falla, los muchachos, cansados de nadar, salieron del agua. Los miró alejarse con creciente cólera y siguió observándolos mientras corrían hacia atrás y hacia adelante, jugando a un extraño juego sobre la arena. ¿Acaso nunca se quedaban quietas estas locas criaturas? ¿Cómo podría ponerse en contacto con semejantes seres activos e infernales? Sólo podría observar y hacer planes. Cuando la sal se secó sobre sus bronceadas pieles, los muchachos comenzaron a tranquilizarse y a dirigir ansiosas miradas hacia el bosquecillo de palmeras que se extendía entre ellos y el centro de la isla. Uno de ellos se sentó frente al océano y, de pronto, dijo:
—Bob, ¿cuándo llegará tu familia con la comida?
Roberto Kinnaird se extendió al sol, boca abajo, y contestó:
—Mamá dijo que vendrían alrededor de las cuatro o cuatro y media. ¿Sólo piensas siempre en comer?
Su pelirrojo interlocutor masculló una desarticulada respuesta y se recostó de espaldas, mirando de tanto en tanto el cielo azul y despejado. Otro de lo muchachos siguió la conversación:
—Es una pena que debas regresar mañana —dijo—. A mí me gustaría ir contigo. Desde que mi familia se instaló aquí no he vuelto a los Estado Unidos. Entonces apenas era un niño —agregó con serenidad.
—No estaría mal —replicó Bob lentamente— Hay una cantidad de buenos muchachos en la escuela; en el invierno patinamos y practicamos aquí… De todos modos, volveré el próximo verano.
La charla se apagó lentamente y los jóvenes se estiraron al sol, a esperar la llegada de la señora Kinnaird con la comida para el picnic de despedida. Bob era el que estaba más cerca del agua, completamente expuesto a los rayos solares; los otros buscaron la precaria sombra de las palmeras. Ya estaba bien tostado pero quería sacar todo el provecho posible de ese sol tropical que le faltaría en los diez meses venideros. Hacía calor, acababa de pasar una media hora muy activa y no había nada que pudiera mantenerlo despierto…
El Cazador seguía observando, ahora ansiosamente. ¿Acaso habían decidido descansar por fin esos peripatéticos seres? Por lo menos, eso parecía. Los cuatro bípedos se habían acomodado sobre la arena en distintas posiciones que debían resultarles muy confortables; el otro animal se acostó junto a uno de ellos, dejando descansar su cabeza sobre sus patas delanteras. La conversación que hasta ese momento había sido incesante se interrumpió, y el amorfo observador decidió actuar. Se desplazó rápidamente hasta el borde de la laguna.
El más próximo de los muchachos estaba a unas diez yardas de la orilla. No era posible seguir vigilando y al mismo tiempo deslizarse entre la arena hasta hallarse debajo del inmóvil cuerpo de su supuesto anfitrión. Debía, sin embargo, observar a los otros. Nuevamente, la mejor solución parecía ser el camouflage y, una vez más, la infaltable medusa resultaba adecuada. Había varias sobre la arena quizá si se moviera lentamente, imitando su forma, el Cazador podría aproximarse bastante como para iniciar un ataque subterráneo.
Debía ser extremadamente cauteloso. Ninguno de los jóvenes miraba en esa dirección; estaban casi dormidos. Pero nunca la precaución resulta excesiva: el Cazador no lamentó demorar cerca de veinte minutos en recorrer el espacio que había entre la orilla y un punto situado a unas tres yardas del lugar donde se encontraba Roberto Kinnaird. Por cierto, la travesía resultaba desagradable, ya que su cuerpo, desprovisto de epidermis, presentaba menor protección contra el sol que el de la medusa que procuraba imitar; no se rindió, sin embargo, y así pudo alcanzar un punto que, de acuerdo con su reciente experiencia, juzgó suficientemente cercano al objetivo.
Si alguien hubiera estado mirando la gran medusa que yacía, aparentemente inofensiva, a pocos pasos del muchacho en ese momento, hubiera advertido una peculiar disminución en su tamaño. La contracción no significaba nada anormal, ya que ése es el inevitable destino de una medusa sobre una playa caliente; los miembros más ortodoxos de la tribu suelen adelgazarse hasta quedar convertidos en un ligero esqueleto de consistencia parecida a la de una tela de araña. El caso es que nuestro espécimen comenzó a achicarse en todos sentidos hasta que no quedó absolutamente ningún rastro. Durante este proceso, hubiera podido observarse un extraño bultito en el centro que conservaba su forma y tamaño mientras el cuerpo desaparecía a su alrededor: pero también éste se desvaneció y sólo quedó una leve depresión en la arena. Un observador atento hubiera advertido que esa depresión se extendía hasta el borde del agua.
El Cazador siguió usando el ojo durante la mayor parte de su viaje subterráneo. Su apéndice explorador encontró finalmente una masa de arena más compacta; continuó avanzando con gran sigilo y llegó por fin a tener contacto con algo que sólo podía ser carne viva. Como Roberto estaba acostado boca abajo, tenía los dedos de los pies enterrados en la arena; el Cazador se regocijó al comprobar que podría operar sin salir siquiera a la superficie. Una vez seguro de ello, disolvió el ojo y hundió la pequeña porción de su masa que aún estaba sobre la superficie. Experimentó un alivio extraordinario al salir de la influencia de los rayos solares.
No se animó a penetrar hasta que todo su cuerpo estuvo concentrado bajo la arena, alrededor del pie semienterrado. Rodeó el miembro con extremo cuidado, estableciendo contacto con la piel sobre una superficie de varios centímetros cuadrados. Sólo entonces comenzó a introducirse, deslizando las células ultramicroscópicas de su carne a través de los poros, entre las células epidérmicas, bajo las uñas, en el millar de aberturas sin resguardo que encontró en ese tosco organismo.
El muchacho seguía dormido; sin embargo, el Cazador trabajaba a gran velocidad, va que hubiera sido terrible para él que Roberto moviera el pie antes de que hubiera penetrado completamente. Con toda la rapidez que le permitía su extremada cautela, el organismo intruso se deslizó suavemente a lo largo de los huesos y tendones del pie y del tobillo; luego ascendió entre los músculos de la pantorrilla y el muslo; remontando la pared exterior de la arteria femoral y atravesando los canales internos del hueso del muslo; rodeando las articulaciones y deslizándose por los vasos sanguíneos. Se filtró en el peritoneo sin causar ningún daño ni molestias a su víctima; finalmente, concentro sus cuatros libras de vida ultraterrenal en la cavidad abdominal sin perturbar siquiera el sueño del joven. Allí permaneció un rato, para descansar.