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Esta vez poseía una mayor reserva de oxígeno, por haber estado en contacto con el aire durante algunos minutos. Todavía no necesitaba extraerlo de su anfitrión. De ser posible, hubiera querido quedarse en donde estaba durante un día entero; así podría memorizar el ciclo de procesos fisiológicos que se cumplían en el cuerpo de Bob, procesos enteramente nuevos para el Cazador. Por el momento, estaba durmiendo pero seguramente su sueño no duraría mucho. Estos seres parecían desarrollar gran actividad.

Bob se despertó, igual que sus compañeros, al oír la voz de su madre. Esta había llegado silenciosamente. Extendió un mantel a la sombra y dispuso la comida sobre el mismo antes de hablar; sus primeras palabras fueron: A la mesa.

No pensaba quedarse a comer. Los muchachos insistieron para que lo hiciera, pero prefirió regresar a su casa por el camino de palmeras.

—Trata de volver temprano —le gritó a Bob por encima del hombro al llegar a la arboleda—. Todavía tienes que preparar las valijas y mañana debes levantarte temprano.

Bob asintió, con la boca llena, y se arrimo al grupo que estaba alrededor del mantel.

Después de comer, los jóvenes conversaron un rato y luego se echaron a dormitar; una hora después volvieron al agua, donde continuaron sus juegos violentos, finalmente, al advertir la proximidad de la abrupta noche tropical, levantaron sus cosa y emprendieron el regreso a sus respectivos hogares. Las despedidas fueron breves y se oyeron abundantes promesas de «escribir cuanto antes».

Bob continuó su camino solo hasta su casa. Sen tía esa mezcla de pena y de placer anticipado que es común en ocasiones semejantes. Cuando llegó la casa, el último sentimiento había vencido y esperaba ansioso el momento de volver a encontrar a sus amigos de la escuela, a quienes dejara de ve durante aquellos dos meses. Cuando atravesó la puerta silbaba alegremente.

Con la oportuna ayuda de su madre empacó rápidamente sus cosas y a las nueve de la noche y estaba en cama, durmiendo. En realidad, pensaba que era demasiado temprano para acostarse, pero ya conocía el valor de la obediencia.

Tal como había planeado, el Cazador permaneció inactivo durante algunas horas, hasta que Bob se durmió. Pero le era imposible continuar de ese modo un día entero; aunque no se moviera, por el solo hecho de vivir, gastaba cierta cantidad de energía y, por ende, de oxígeno. Al advertir que su provisión decrecía cada vez más, pensó que sería necesario reforzarla antes de que la situación se volviera desesperante.

A pesar de que su anfitrión se hallaba dormido no fue menos prudente. Por el momento se encontraba debajo del diafragma y no deseaba, de ningún modo, perturbar el corazón que sentía latir más arriba; pudo localizar sin esfuerzo una gran arteria en el abdomen que ofrecía mucha menos resistencia a la penetración que otras zonas cercanas de organismo. Descubrió, con gran regocijo, que podía extraer suficiente oxígeno de los glóbulos rojos (no los reconocía por su color ya que ni siquiera lo había visto) para llenar sus necesidades, sin disminuir seriamente la cantidad de ese gas que atravesaba este el conducto. Comprobó cuidadosamente este hecho. Su comportamiento era muy distinto al había observado con el tiburón, ya que comenzaba considerar a Roberto como su compañero permanente durante su estada en la Tierra, y sus acciones actuales estaban regidas por una ley tan antigua y rígida de su especie que asumía casi las proporciones de un instinto.

¡No hagas nada que pueda dañar a tu compañero!

CAPITULO 3 — FUERA DE JUEGO

¡No hagas nada que pueda dañar a tu compañero!

Para la mayoría de los seres de la especie del Cazador ni siquiera existía el deseo de violar esta ley, ya que acostumbraban a vivir en términos de con los seres cuyos cuerpos calurosa camaradería con los seres cuyos cuerpos compartían. Los pocos individuos que constituían una excepción eran mirados con el mayor horror y congéneres. Era precisamente a uno de éstos a quien perseguía el Cazador en el momento de chocar contra la Tierra; y ese individuo que el conocía tan bien, debía ser localizado y apresado aunque sólo fuera para proteger a su raza de los ataques de esa criatura irresponsable ¡No hagas nada que pueda dañar a tu compañero! Desde la llegada del Cazador, aparecieron enjambres de glóbulos blancos en la saludable sangre del muchacho. Hasta el momento había evitado permaneciendo alejado del centro de las arterias, pero ahora varios de ellos se movían libremente en el tejido linfático y constituían un serio inconveniente para el Cazador. Sus células no eran inmunes al poder de absorción de los glóbulos blancos y debía esquivarlos constantemente para evitar una lesión en su cuerpo. Sabía que esto no podía seguir así indefinidamente; era necesario que ocupara también de otros asuntos, ya que si continuaba evadiéndose o comenzaba a luchar contra los leucocitos se produciría invariablemente un acrecentamiento de los mismos y, tal vez, acarrearía así un estado patológico a su anfitrión. Su raza había tenido que luchar para solucionar problemas de este tipo y, en consecuencia, existía cierta técnica ya elaborada, pero en cada caso individual debía procederse con cuidado. Después de realizar algunos ensayos, el Cazador determinó la naturaleza de las reacciones químicas que se producían en el cuerpo humano para contrarrestar la acción de los leucocitos; seguidamente, expuso cada una de sus células al influjo de los compuestos químicos adecuados que se hallaban en la sangre del joven.

En seguida experimentó un gran alivio. Los leucocitos dejaron de molestarlo y desde ese momento pudo transitar a salvo a través de los vasos sanguíneos de mayor tamaño; eran verdaderas avenidas por las cuales sus infatigables seudópodos se deslizaban, explorándolo todo.

¡No hagas nada que pueda dañar a tu compañero!

Tenía tanta necesidad de ingerir alimento como de oxígeno. Con gusto hubiera saboreado cualquiera de los distintos tejidos que lo rodeaban, pero la ley de su especie lo detuvo: era necesario seleccionar.

En el cuerpo del muchacho existían algunos organismos extraños; éstos debían constituir la principal fuente de alimentación para el Cazador, ya que al ingerirlos eliminaría una amenaza latente para la salud de su anfitrión y le pagaría, en cierto modo, su manutención. Era fácil identificarlos; cualquier cosa que un leucocito atacara podría ser presa legítima para el Cazador. Probablemente, los microbios locales alcanzarían para alimentarlo durante un tiempo muy corto —no obstante sus reducidas necesidades— y más adelante tendría, quizá, que taladrar el tubo digestivo. Pero eso no causaría ningún daño a Roberto; a lo sumo, sentiría un ligero aumento de apetito.

Esta labor de exploración y reconocimiento del terreno duró varias horas. El Cazador advirtió que el joven se había despertado y reanudaba su actividad, pero no hizo ningún esfuerzo por mirar al exterior. Tenía un problema que debía ser resuelto con cuidado y precisión, aunque pudiera parecer lo contrario si se considera la lucha que debió desplegar para zafarse de millares de leucocitos al mismo tiempo, su poder de atención era muy limitado. Aquélla fué simplemente una acción automática comparable a la de un hombre que puede sostener una conversación mientras sube unas escaleras.

Gradualmente, los filamentos de los tejidos del Cazador, más finos que las neuronas humanas, formaron una red que se extendía por todo el cuerpo de Bob, desde la cabeza hasta los pies; a través de esos delgados hilos, el Cazador fué compenetrándose del funcionamiento ordinario de cada músculo, glándula y órgano de ese cuerpo. Durante este período, la mayor parte de su masa permaneció en la cavidad abdominal y sólo después de más de setenta y dos horas de convivencia con el cuerpo del joven pudo sentirse seguro como para prestar atención a los asuntos exteriores.

Como hiciera con el tiburón, comenzó por llenar los espacios intercelulares de la retina del joven con su propia sustancia. De este modo pudo servirse de los ojos de Bob mejor aún que su mismo dueño, ya que los ojos humanos sólo pueden ver con el máximo detalle aquellos objetos cuyas imágenes caen dentro de una superficie retinal de menos de un milímetro de diámetro. El Cazador, en cambio, podía usar toda el área focal de sus lentes, que era decididamente mayor. En consecuencia, podía examinar, con los ojos de Bob, objetos que el joven no alcanzaba a mirar directamente. Esto resultaba ventajoso, ya que la mayor parte de las cosas que interesaban al observador oculto eran demasiado simples como para atraer especialmente la mirada de un ser humano.