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Aún no sabía dónde quedaba aquélla o cómo llegar hasta allí; sólo podía estar seguro, a juzgar por la duración del viaje en avión, que se hallaba a un distancia considerable de su actual ubicación. Bob volvería posiblemente durante las próximas vacaciones, pero el fugitivo tendría, en tal caso, cinco meses más para esconderse… como si los cinco que ya habían pasado no fueran suficientes.

En la biblioteca del colegio había un gran globo terráqueo y una infinidad de mapas en las paredes Roberto sólo les daba un rápido vistazo de vez en cuando; entonces el Cazador creía enloquecer. A medida que pasaba el tiempo, tomaba más fuerza en la tentación de controlar los pequeños músculos que determinaban el movimiento de los ojos de su anfitrión. Era una idea mala y peligrosa.

Seguía conteniéndose, pero… parcialmente. Al principio se dominaba, pero cuando sintió que le flaqueaba la paciencia comenzó a considerar como posible lo que antes le parecía una idea alocada… de ponerse en comunicación con su anfitrión y solicitar su ayuda. Después de todo, decíase a sí mismo podría pasar largos años —todo el tiempo que durara la vida del muchacho, que prometía ser muy larga, pues adentro de su cuerpo se encontraba él para luchar contra los microbios— mirando el mundo través de los ojos de su compañero, sin que le fue posible ubicar a su presa o, en caso de encontrarla, sin poder hacer nada para apoderarse de ella. Tal como estaban las cosas hasta ese momento, el otro podría presentarse en público y hacerle muecas de burla sin que el Cazador pudiera tomar medida alguna. ¿Qué solución debía intentar?

Con los seres que la especie del Cazador adoptaba generalmente como anfitriones, la comunicación solía alcanzar un alto grado de rapidez y comprensión. La unión se realizaba con el completo conocimiento y consentimiento del anfitrión: estaba sobreentendido que el ser de mayor tamaño se ocuparía de conseguir el alimento y además tendría a su cargo la movilidad y la utilización de su fuerza muscular cuando fuera necesario, en tanto que el otro lo protegería contra las enfermedades y accidentes mientras le fuera posible. Ambos ponían sus desarrolladas inteligencias al servicio de su compañero y, en la mayor parte de los casos, la relación se caracterizaba por una notable amistad y camaradería. El simbiota se entendía con su compañero por medio de determinados movimientos por los cuales entraba en contacto con los órganos sensoriales del mismo: por lo general, después de varios años de convivencia, una multitud de señales que pasarían inadvertidas para cualquier otro ser, servían a los dos compañeros para desarrollar una velocidad extraordinaria en sus conversaciones, sólo comparable con las comunicaciones telepáticas. Estas señales eran variadísimas; podía el simbiota provocar una contracción en alguno o en todos los músculos de su anfitrión, o ensombrecer las imágenes formadas en su retina, o hacer caer un poco del pelo con que la otra raza estaba espesamente cubierta…

Tratándose de Bob, las cosas eran un poco distintas, pero, no obstante, existía la posibilidad de apelar a sus sentidos. El Cazador percibió difusamente que en el primer momento, el muchacho experimentaría algunas perturbaciones dé tipo emocional. Pero estaba seguro de que conseguiría reducir al mínimo dicha perturbación. Su raza había practicado la simbiosis durante tanto tiempo que no existía para ellos el problema de establecer contacto con un ser que no estuviera acostumbrado a eso.

Había tejido una malla «protectora» entre los músculos del muchacho, que podía contraerse del mismo modo que los músculos, aunque con mucha menos fuerza, Además… contaba con la máquina de escribir. Si Bob se hallaba frente a la máquina en un momento determinado, sin saber qué escribir, el Cazador podría mover algunas teclas a su favor. El éxito del experimento dependería casi exclusivamente de la reacción del muchacho cuando comprobara que sus dedos se movían sin intervención de su voluntad. El Cazador hacía todo lo posible para sentirse optimista.

CAPITULO 4 — EL MENSAJE

Dos días después que el Cazador se hubo decidido a entrar en acción, se le presentó la primera oportunidad. Era un sábado por la noche. Esa tarde, el cuadro del colegio había salido ganador en un partido de hockey. Bob resultó ileso, con gran sorpresa del Cazador, quien se sentía bastante aliviado por esta causa y se atribuía parte de la gloria. El triunfo de su colegio y el suyo propio fué estímulo suficiente para que el muchacho resolviera escribir una carta a sus padres. Después de cenar fué a su habitación su compañero de pieza había salido y escribió una larga carta con lujo de detalles acerca de lo acontecimientos de ese día. Lo hizo rápidamente y con gran seguridad. En ningún momento se detuvo para releer lo escrito, lo que puso impaciente al Cazador; cuando terminó la carta y la colocó dentro de sobre, recordó que tenía que escribir una composición de inglés para entregar el próximo lunes. Como los demás estudiantes, nunca acostumbraba preparar sus deberes con tanta anticipación pero estaba instalado frente a la máquina y el partido de hockey le proporcionaba un tema interesante para la composición, colocó un papel en blanco en la máquina y escribió el título su nombre y, la fecha.

Luego se detuvo para pensar.

El Cazador no perdió más tiempo. Con varios días de anticipación había decidido cuál sería su primer mensaje. La primera letra se encontraba precisamente bajo el dedo mayor de la mano izquierda del muchacho. La malla de tejido «protector» que movía el músculo correspondiente se contrajo con tanta fuerza que el movimiento parecía originado por el tendón que controlaba dicho dedo. El dedo empujo la tecla que bajó hasta mitad de su profundidad.

La contracción no había sido suficiente como para levantar el tipo y modificar su posición de reposo.

El Cazador sabía que, en comparación con el de un músculo humano, su esfuerzo resultaba muy débil, pero no pensó que lo fuera a tal extremo; cuando Bob movía las teclas parecía realizar la operación sin ningún esfuerzo. Desplazó una mayor cantidad de su masa hacia el lugar donde, con la malla «protectora», trataba de imitar el funcionamiento de un pequeño músculo. Lo intentó innumerables veces, obteniendo siempre el mismo resultado: la tecla sólo llegaba a moverse imperceptiblemente.

Lo que estaba sucediendo atrajo la atención de Bob. Otras veces había experimentado cierto temblor muscular como consecuencia de haber realizado un esfuerzo considerable, pero en este caso era distinto. Retiró la mano izquierda del teclado, pero el Cazador desplazó rápidamente su atención hacia la otra mano. Su control, que al comienzo era muy rudimentario, fué ganando pericia y rapidez. Los dedos de la mano derecha de Roberto se retorcieron nerviosamente. El joven los miraba aterrorizado.

Estaba más o menos acostumbrado a la idea de que en cualquier momento podría sufrir un accidente, como cualquier jugador de hockey; pero esto, que parecía un desorden de tipo nervioso, quebrantaba su moral.

Apretó ambos puños con fuerza. El temblor cesó y el muchacho experimentó un gran alivio. El Cazador sabía que nunca podría enfrentar con éxito a un adversario que le opusiera sus propios músculos.

Sin embargo, cuando los puños se aflojaron prudentemente un rato después, el detective hizo otro intento. Esta vez fué en los músculos del brazo y del pecho: pensó que de ese modo conseguiría que las manos del joven volvieran a posarse sobre el teclado. Bob, semidesmayado de susto, se levantó bruscamente, empujando la silla contra la cama de su compañero de pieza. El Cazador podía depositar mayor cantidad de su sustancia corporal alrededor de los músculos de mayor tamaño. La contracción involuntaria que acababa de efectuar había sido perceptible para el muchacho. Bob se hallaba muy afligido. Permanecía inmóvil, tratando de tomar una decisión.