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Eludiendo la mirada de Hank, contestó:

– Puedo estar ahí dentro de tres horas.

– Muy bien -repuso Jeffrey-. Ve a buscarme al depósito de cadáveres.

Capítulo 3

Sara hizo una mueca al ponerse una tirita en la uña rota. Le dolían las manos de escarbar y tenía arañazos en las yemas de los dedos, como pinchazos diminutos. Esa semana debería tomar más precauciones de las habituales en la consulta y asegurarse de que tenía las heridas siempre tapadas. Al vendarse el pulgar, se acordó del trozo de uña que había encontrado incrustado en la madera y se sintió culpable de preocuparse por sus problemas insignificantes. Sara no podía ni imaginar cómo habían sido los momentos finales de esa pobre muchacha, pero sabía que antes de que acabara el día era eso precisamente lo que tendría que averiguar.

En su trabajo en el depósito de cadáveres, Sara había visto muertes horribles de muy distintas clases: puñaladas, disparos, palizas, estrangulaciones. Intentaba enfrentarse a cada caso con objetividad clínica, pero a veces una víctima se convertía en un ser vivo, real, que pedía ayuda a Sara. Esa chica muerta en el bosque, enterrada en una caja, había implorado a Sara. El miedo que expresaba cada rasgo de su cara, la mano tendida hacia la vida: todo ello era una súplica a alguien, a cualquiera, para que la ayudara. Los últimos momentos de la muchacha debieron de ser terroríficos. A Sara no se le ocurría nada más horrendo que ser enterrada viva.

Sonó el teléfono de su despacho y atravesó la sala a toda prisa para cogerlo antes de que saltara el contestador. Llegó un segundo demasiado tarde y el altavoz emitió un pitido cuando descolgó el auricular.

– ¿Sara? -preguntó Jeffrey.

– Sí -contestó ella, apagando el contestador-. Lo siento.

– No hemos encontrado nada -dijo él, y ella percibió frustración en su voz.

– ¿No hay ninguna desaparecida?

– Hubo una chica hace unas semanas -contestó él-. Pero ayer se presentó en casa de su abuela. Espera un momento. -Lo oyó murmurar algo aparte y luego volver a ponerse al aparato-. Enseguida te llamo.

Colgó antes de que Sara pudiera contestar. Se reclinó en la silla, contemplando su escritorio, fijándose en las ordenadas pilas de papeles y notas. Tenía todos los bolígrafos en un cubilete y el teléfono estaba perfectamente alineado con el borde del escritorio metálico. Carlos, su ayudante, trabajaba a jornada completa en el depósito de cadáveres, pero se pasaba días enteros en los que no tenía nada mejor que hacer que rascarse la tripa y esperar a que muriese alguien. Obviamente se había mantenido ocupado ordenando su despacho. Sara advirtió un arañazo en la fórmica y pensó que desde que trabajaba allí, y de eso hacía ya muchos años, nunca se había fijado en esa superficie de madera de imitación.

Pensó en la madera empleada para construir la caja donde estaba la muchacha. Parecía nueva, y obviamente la tela metálica que cubría el tubo tenía la función de evitar que se obstruyera el suministro de aire. Alguien había metido a la muchacha allí, reteniéndola en ese ataúd, con fines enfermizos. ¿Estaría en ese mismo momento su secuestrador pensando en ella encerrada en esa caja y obteniendo algún tipo de placer sexual por el poder que creía tener sobre ella? ¿O ya había quedado satisfecho con dejarla allí para que se muriera sin más?

Sara se sobresaltó cuando sonó el teléfono. Lo cogió y preguntó:

– ¿Jeffrey?

– Espera un momento. -Tapó el auricular mientras hablaba con otra persona; Sara esperó hasta que él le preguntó-: ¿Qué edad le calculas?

Aunque a Sara no le gustaba adivinar, contestó:

– Entre dieciséis y diecinueve años. Es difícil establecerlo con exactitud en estos momentos.

Comunicó el dato a alguien que estaba a su lado y luego preguntó a Sara:

– ¿Crees que la obligaron a ponerse esa ropa?

– No lo sé -dijo ella, preguntándose adónde quería ir a parar.

– Las suelas de los calcetines están limpias.

– Es posible que le quitasen los zapatos después de meterla en la caja -sugirió Sara. A continuación, al darse cuenta de lo que preocupaba verdaderamente a Jeffrey, añadió-: Tendré que examinarla en la mesa antes de saber si ha sido víctima de una agresión sexual.

– Tal vez el culpable tuviera la intención de hacerlo -especuló Jeffrey, y los dos permanecieron unos instantes en silencio, pensando en esa posibilidad-. Aquí llueve a cántaros -añadió-. Estamos intentando desenterrar la caja, por si encontramos algo dentro.

– La madera parecía nueva.

– Hay moho en uno de los lados -dijo él-. Es posible que la madera, enterrada, no se deteriore tan rápidamente.

– ¿Es resistente a la presión?

– Sí -repuso él-, tiene todas las juntas biseladas. Quien la construyó no hizo una chapuza. Se requiere cierta habilidad. -Hizo una pausa, pero ella no lo oyó hablar con nadie. Finalmente, añadió-: Parece una niña, Sara.

– Lo sé.

– Alguien tiene que echarla en falta -dijo él-. No es posible que se haya escapado, así sin más.

Sara permaneció callada. Había visto revelarse demasiados secretos en una autopsia como para emitir un juicio apresurado sobre la muchacha. Toda una serie de circunstancias podían haberla llevado a ese lugar oscuro en el bosque.

– Hemos enviado un teletipo -dijo Jeffrey-. A todo el estado.

– ¿Crees que fue trasladada hasta allí? -preguntó Sara, sorprendida pues, por alguna razón, había supuesto que la chica era lugareña.

– Es un bosque público -explicó él-, por el que pasa toda clase de gente.

– Pero ese lugar…

A Sara se le apagó la voz, al tiempo que se preguntaba si alguna noche de la semana anterior había mirado por la ventana y la oscuridad había ocultado a la muchacha y su secuestrador mientras éste la enterraba viva al otro lado del pantano.

– El secuestrador sin duda iría a comprobar si seguía allí -comentó Jeffrey, como un eco de lo que Sara había pensado antes-. Estamos preguntando a los vecinos si han visto a alguien extraño últimamente.

– Yo paso por allí cuando salgo a correr -dijo Sara-. Y nunca he visto a nadie. Ni siquiera nos habríamos enterado de que estaba allí si tú no hubieras tropezado.

– Brad está buscando huellas dactilares en el tubo.

– Tal vez deberíais espolvorearlo para detectar las huellas -sugirió ella-. O puedo hacerlo yo.

– Brad sabe lo que se hace.

– No -replicó ella-. Te has hecho un corte en la mano. En ese tubo hay sangre tuya.

Jeffrey guardó silencio por un momento.

– Lleva guantes.

– ¿Y gafas? -preguntó ella. Se sentía como una supervisora de escuela pero aun así sabía que tenía que decirlo. Como Jeffrey no contestó, se lo explicó claramente-: No quiero ponerme pesada, pero debemos tener cuidado hasta que lo sepamos. Nunca te perdonarías si… -Se interrumpió, dejando que él dedujera el resto. Al ver que él seguía sin contestar, preguntó-: ¿Jeffrey?

– Se lo daré a Carlos para que te lo entregue -dijo, pero Sara percibió su irritación.

– Lo siento -se disculpó ella, aunque no sabía muy bien por qué.

Jeffrey no dijo nada, y ella oyó crepitar el móvil cuando él cambió de postura, probablemente intentando alejarse del lugar de los hechos.

– ¿Cómo crees que murió? -preguntó él. Sara dejó escapar un suspiro antes de contestar. No le gustaba especular.

– Por la manera en que la encontramos, diría que se quedó sin oxígeno.

– Pero ¿y el tubo?

– Tal vez no dejaba pasar suficiente aire. Tal vez la chica fue presa del pánico. -Sara se interrumpió por un momento-. Por eso no me gusta dar una opinión sin disponer de todos los datos. Podría haber una causa subyacente, algo relacionado con el corazón. Podría ser diabética. Podría ser cualquier cosa. No lo sabré hasta que no la tenga en la mesa, y entonces tal vez no sepa nada con certeza hasta que me lleguen los resultados de todas las pruebas, y es posible que ni siquiera entonces lo sepa.