Ethan acabó pronto y Lena se quedó con la sensación de ser el territorio marcado por un perro. Tumbado de espaldas, Ethan respiró hondo, satisfecho de sí mismo. Lena no volvió en sí hasta que le llegó su ronquido grave y regular. El olor de su sudor. El sabor de su lengua. La humedad pegajosa entre las piernas.
Ethan no había usado condón.
Lena se puso de costado con cuidado y sintió cómo escapaba de su interior la semilla que él le había dejado. Miró avanzar el reloj lentamente: primero los minutos, después las horas. Una hora. Dos. Esperó a que hubieran pasado tres horas y se levantó de la cama. Se agachó y contuvo el aliento, esperando un cambio en el ritmo de la respiración de Ethan.
Con gran lentitud, como si anduviera por el agua, abrió el cajón superior de su escritorio y sacó el estuche de plástico negro. Se sentó en el suelo, de espaldas a Ethan, y sin respirar abrió el estuche. El chasquido se oyó en la habitación como un disparo. Ahogó una exclamación cuando Ethan se movió en la cama. Con los ojos cerrados, Lena luchó contra el pánico mientras esperaba sentir la mano de Ethan en la espalda, los dedos alrededor de su garganta. Se volvió, mirando por encima del hombro.
Ethan estaba de costado, de espaldas a ella.
El arma estaba cargada, con una bala ya en la recámara. Sujetó la pistola contra el pecho con las dos manos, sintiendo cada vez más su peso hasta que apoyó las manos en el regazo. Aunque era una versión más pequeña que su arma reglamentaria, la Mini-Glock podía causar los mismos daños si se disparaba de cerca. Lena volvió a cerrar los ojos, percibiendo en la cara la sangre de Terri, oyendo sus últimas palabras, casi triunfantes: «Me he escapado».
Lena fijó la mirada en la pistola, notando la frialdad del metal negro entre sus manos. Se volvió para comprobar que Ethan seguía dormido.
La mochila seguía en el suelo donde él la había dejado. Lena apretó los dientes al abrir la cremallera, y el ruido reverberó en su pecho. Era una mochila bonita, de Swiss Army, con bolsillos grandes y espacio de sobra. Ethan lo guardaba todo en esa mochila: su cartera, sus libros de texto, incluso ropa de gimnasia. No notaría un kilo más.
Lena metió la mano en la mochila y abrió la cremallera del compartimento trasero exterior. Contenía lápices, unos cuantos bolígrafos, pero nada más. Escondió la pistola allí y, tras cerrar la cremallera, dejó la mochila en el suelo.
Retrocediendo, volvió a rastras a la cama. Con cautela apoyó las manos en el colchón y bajó el cuerpo poco a poco junto a Ethan.
Él expulsó el aire, casi resoplando, y al darse la vuelta, dejó caer un brazo sobre el pecho de Lena. Lena volvió la cabeza para mirar el reloj, contando los minutos que faltaban para que sonara el despertador, para que Ethan saliera de su vida para siempre.
SÁBADO
Capítulo 17
Sara sujetó la correa de Bob con fuerza cuando éste apuntó el hocico hacia el campo que se extendía al otro lado de la calle. Como buen perro de caza, Bob no podía contener el impulso de salir tras cualquier cosa que corriese, y Sara sabía que si soltaba la correa, lo más probable era que no volviese a verlo.
Jeffrey, que tiraba con igual fuerza de la correa de Bitty, también dirigió la mirada hacia el campo.
– ¿Un conejo?
– Una ardilla -aventuró Sara, apartando a Bob de la calzada.
El perro obedeció sin rechistar, pues la pereza también era un rasgo genético de los galgos, y siguió avanzando al trote por la calle, balanceando su esbelto cuerpo a cada paso.
Jeffrey rodeó la cintura de Sara con el brazo.
– ¿Tienes frío?
– Sí -contestó ella, entornando los ojos para protegerse de la luz del sol.
Esa mañana el teléfono los había despertado a las siete menos cinco y, aunque en un primer momento ambos soltaron una maldición, la invitación de Cathy a desayunar tortitas los convenció y salieron de la cama a regañadientes. Los dos tenían trabajo atrasado que debían recuperar ese fin de semana, pero Sara pensó que estarían en mejores condiciones con el estómago lleno.
– He estado pensando -dijo Jeffrey-, y quizá deberíamos tener otro perro.
Ella lo miró de reojo. Bob había estado a punto de tener un infarto esa mañana cuando Jeffrey encendió la ducha sin comprobar antes que el perro no estaba en su lugar de costumbre.
– O un gato.
Ella soltó una carcajada.
– Si ni siquiera te gusta el que tenemos ahora.
– Bueno. -Se encogió de hombros-. Quizás uno diferente, que elijamos los dos.
Sara volvió a apoyar la cabeza en su hombro. Al margen de lo que creyera Jeffrey, Sara no siempre podía adivinarle el pensamiento, pero en ese instante sabía exactamente qué quería él. Por la manera de hablar de Terri y su hijo la noche anterior, Sara se había dado cuenta de algo que hasta entonces nunca se había planteado siquiera. Durante años, había vivido su incapacidad para tener hijos sólo como una pérdida personal, pero ahora comprendía que también era una pérdida para Jeffrey. No podía explicar por qué, pero de algún modo el hecho de saber que para él ésa era una necesidad tan profunda como para ella le permitía ver las cosas de otro modo: más que un fracaso, era algo que superar.
– Pienso vigilar a esos niños -dijo Jeffrey, y ella supo que se refería a los hijos de Terri-. Pat va a ponerse muy duro con él.
Sara dudaba que el hermano de ese hombre pudiera ejercer alguna influencia, y preguntó:
– ¿Dale tendrá la custodia?
– No lo se -respondió-. Cuando le daba el masaje cardíaco… -empezó a decir, y Sara supo que se sentía mal por el hecho de haberle roto al niño dos costillas cuando le practicaba la reanimación cardiovascular-. Tenía los huesos tan pequeños, como palillos.
– Siempre es mejor que dejarlo morir -dijo Sara. A continuación, al darse cuenta de lo duras que debían de haberle parecido a él sus palabras, añadió-: Las fracturas de costillas tienen cura, Jeffrey. Le salvaste la vida a Tim. Hiciste lo que debías.
– Me alegré de ver la ambulancia.
– Saldrá del hospital dentro de unos días -le aseguró ella, frotándole la espalda para aliviar sus preocupaciones-. Hiciste lo que debías.
– Me recordó a Jared -dijo él, y la mano de ella se detuvo como por propia voluntad.
Jared era el niño que durante todos esos años había sido como una especie de sobrino para Jeffrey, hasta que de pronto se enteró de que era su hijo.
– Me acuerdo de que cuando era pequeño, lo lanzaba al aire y lo cogía -dijo él-. Le encantaba. Se reía tanto que le entraba hipo.
– Seguro que Nell hubiese querido matarte -dijo Sara, pensando que la madre de Jared debía de contener el aliento al verlo.
– Sentía sus costillas contra las manos cuando lo cogía. Tiene una risa tan maravillosa. Le encantaba estar en el aire. -Esbozó una leve sonrisa y pensó en voz alta-: Tal vez un día será piloto.
Siguieron caminando, los dos en silencio, oyendo sólo sus pisadas y el tintineo de las chapas de identificación de los perros. Con la cabeza apoyada en el hombro de Jeffrey, Sara sintió que lo único que en ese momento deseaba era estar siempre así. Él le estrechó la cintura y ella contempló a los perros, imaginando que empujaba un cochecito de bebé en lugar de sujetar una correa.
A los seis años, Sara le había dicho a su madre con presunción que un día tendría dos hijos, un niño y una niña, y que el niño sería rubio y la niña morena. Cathy había hablado en broma de esta temprana muestra de determinación de su hija hasta que ésta tenía veintitantos años. En la época del instituto, de la facultad y por último de la especialización, aquello había sido motivo de chanzas en la familia, sobre todo habida cuenta de que Sara apenas salía con chicos. Se habían reído de su precocidad implacablemente durante años, hasta que de pronto cesaron las bromas. A los veintiséis años, Sara se había quedado estéril. A los veintiséis años, había perdido la creencia infantil de que bastaba con desear algo intensamente para hacerlo posible.