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Mientras caminaba por la calle, con la cabeza apoyada en el hombro de Jeffrey, Sara se permitió jugar a ese juego peligroso, aquel en que se preguntaba cómo serían sus hijos. Jared tenía la tez y el pelo morenos de Jeffrey y los intensos ojos azules de su madre. ¿Su bebé sería pelirrojo, con una mata de rizos elásticos como muelles? ¿O tendría una melena morena, casi azul, espesa y ondulada como la de Jeffrey, el tipo de pelo que no se podía parar de acariciar con los dedos? ¿Sería amable y delicado como su padre, convirtiéndose en el tipo de hombre que algún día haría a una mujer más feliz de lo que jamás pensó que podría llegar a ser?

Jeffrey respiraba hondo, hinchando el pecho.

Sara se secó los ojos, esperando que él no se diera cuenta de su sensiblería.

– ¿Cómo está Lena? -preguntó Sara.

– Le he dado el día libre. -Jeffrey también se frotó los ojos, pero ella no podía mirarlo-. Se merece una medalla por haber obedecido por fin mis órdenes.

– La primera vez siempre es especial.

Jeffrey respondió a la broma con una risa irónica.

– Dios mío, pobre Lena, qué mal está.

Ciñendo el brazo en torno a la cintura de él, Sara pensó que tampoco ellos estaban mucho mejor.

– Ya sabes que no puedes hacer nada por ella, ¿no?

Jeffrey dejó escapar otro profundo suspiro.

– Sí.

Sara alzó la mirada hacia él y vio que tenía los ojos tan empañados como ella.

Al cabo de unos segundos, él chasqueó la lengua para obligar a Billy a volver a la acera.

– En fin…

– En fin… -repitió ella.

Jeffrey se aclaró la garganta varias veces antes de decir:

– El abogado de Paul debería llegar hoy a eso del mediodía.

– ¿De dónde viene?

– De Atlanta -contestó Jeffrey, y la sola palabra reflejó toda su aversión a esa ciudad.

Sara se sorbió la nariz mientras intentaba recobrar la compostura.

– ¿De verdad crees que Paul Ward confesará algo?

– No -reconoció, tirando de la correa de Billy cuando el perro se detuvo a olfatear entre unos matojos-. Cerró la boca en cuanto retiramos el cuerpo de Terri de encima de él.

Sara guardó silencio por un momento, pensando en el sacrificio de esa mujer.

– ¿Crees que se mantendrán los cargos?

– Los presentados por intento de secuestro y hacer uso de un arma de fuego no plantearán el menor problema -respondió él-. Con dos policías como testigos presenciales no hay discusión posible. -Meneó la cabeza-. ¿Quién sabe qué pasará? Desde luego yo lo acusaría de premeditación; vi sus intenciones con mis propios ojos. Pero con un jurado nunca se sabe…-Se le apagó la voz-. Llevas el cordón del zapato desatado. -Le dio la correa de Billy y se arrodilló delante de ella para atárselo-. También se le imputa un delito de homicidio durante una actuación criminal, y de intento de homicidio en la persona de Lena. Entre todo eso tiene que haber algo allí para meterlo entre rejas durante un tiempo.

– ¿Y Abby? -preguntó Sara, observando las manos de Jeffrey.

Se acordó de la primera vez que él le ató el cordón del zapato. Estaban en el bosque, y ella no sabía muy bien qué sentía por Jeffrey hasta que él se arrodilló delante de ella. Al verlo ahora, no entendió cómo no se había dado cuenta de lo mucho que lo necesitaba en su vida.

– Fuera -dijo Jeffrey para ahuyentar a Billy y Bob, que intentaban morder los cordones en movimiento. Acabó de hacer el nudo doble, se puso en pie y cogió la correa-. En cuanto al asesinato de Abby, no sé qué pasará. Por la declaración de Terri, sabemos que Paul tuvo acceso al cianuro, pero ella ya no está aquí para contarlo. Y dudo mucho que Dale alardee de haberle explicado a Paul cómo se usaban las sales. -Volvió a rodearle la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí mientras seguían caminando-. Rebecca está alterada. Esther me ha dicho que podría hablar con ella mañana.

– ¿Crees que te dirá algo útil?

– No -reconoció él-. Sólo puede decir que encontró unos papeles que dejó Abby. Joder, si ni siquiera puede estar segura de que fue ella quien los dejó. No oyó lo que le pasó a Terri porque se quedó todo el rato en el armario y no puede declarar acerca de los entierros porque es un testimonio de oídas. Aunque lo aceptara un juez, fue Cole quien metió a las chicas en las cajas. Paul se las ingenió para no ensuciarse las manos -y admitió-: Borró bastante bien el rastro de sus crímenes.

– Imagino que ni siquiera un abogado astuto de Atlanta podrá darle la vuelta al hecho de que toda la familia de su cliente está dispuesta a declarar en contra de él.

Curiosamente, ésa era la verdadera amenaza para Paul Ward. No sólo había falsificado las firmas de su familia en las pólizas, sino que había cobrado talones a favor de ellos y se había embolsado el dinero. La acusación de fraude por sí sola ya podía valerle una pena de prisión hasta la vejez.

– Su secretaria también se ha retractado -informó Jeffrey-. Dice que en realidad Paul no se quedó trabajando hasta tarde esa noche.

– ¿Y qué hay de los muertos de la granja? ¿Los trabajadores para los que Paul contrató las pólizas?

– Podrían interpretarse como muertes casuales, por suerte para Paul -dijo Jeffrey, si bien Sara sabía que no era ésa la opinión de él. Aunque Jeffrey quisiera presentar cargos, no encontraría pruebas de una actuación delictiva. Los nueve muertos habían sido incinerados y sus familias, si las tenían, los habían dado por perdidos hacía mucho tiempo-. Con el asesinato de Cole pasa lo mismo -prosiguió-. Salvo las del propio Cole, no había huellas en el tarro de café. Se encontraron las huellas de Paul en el apartamento, pero también las de todos los demás.

– Creo que Cole recibió su merecido -comentó Sara, consciente de la severidad de su juicio. En los años anteriores a su relación con Jeffrey, Sara se había permitido el lujo de ver la ley en blanco y negro. Confiaba en que los tribunales cumplían con su cometido, en que los jurados cumplían realmente con su obligación. Vivir con un policía la había llevado a un cambio de postura radical-. Lo has hecho bien.

– Pensaré que eso es verdad cuando sepa que Paul Ward está en el corredor de la muerte.

Sara habría preferido verlo pasar el resto de su vida entre rejas, pero no le apetecía en absoluto iniciar una discusión sobre la pena de muerte con Jeffrey. Ésa era una de las pocas cosas en que él no la haría cambiar de opinión, por mucho que lo intentara.

Habían llegado a casa de los Linton, y Sara vio a su padre de rodillas delante del Buick blanco de su madre. Estaba lavando el coche y limpiaba los rayos de las llantas con un cepillo de dientes.

– Hola, papá -saludó Sara, y le dio un beso en la cabeza.

– Tu madre fue a esa granja -refunfuñó Eddie, mojando el cepillo de dientes en agua jabonosa. Era evidente que le molestaba que Cathy hubiera ido a visitar a su antiguo amante, pero había decidido desquitarse con el coche-. Le dije que se llevara mi furgoneta, pero es que esa mujer nunca me hace caso.

Sara se dio cuenta de que, como de costumbre, su padre no se molestaba en reconocer la presencia de Jeffrey.

– ¿Papá? -dijo.

– ¿Sí? -contestó entre dientes.

– Quería decirte… -Esperó a que él alzara la vista-. Jeffrey y yo estamos viviendo juntos.

– No me digas -dijo Eddie, volviéndose otra vez hacia la rueda.

– Estamos pensando en tener otro perro.

– Enhorabuena -contestó él en un tono que distaba mucho de ser festivo.

– Y en casarnos -añadió ella.

El cepillo de dientes se detuvo, e incluso Jeffrey, a su lado, ahogó una exclamación.

Eddie retiró una mota de alquitrán con el cepillo. Levantó la mirada hacia Sara y después hacia Jeffrey.