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– Toma -dijo, tendiendo a éste el cepillo de dientes-. Si vas a formar parte de la familia otra vez, tienes que compartir las responsabilidades.

Sara le cogió la correa a Jeffrey para que éste pudiera quitarse la chaqueta. Él se la dio y dijo:

– Gracias.

Ella le dedicó su sonrisa más dulce.

– De nada.

Jeffrey cogió el cepillo y, tras arrodillarse al lado del padre de Sara, empezó a limpiar los radios con esmero.

Lógicamente, Eddie no se conformó con eso.

– A ver si te esfuerzas un poco más -ordenó-. Mis hijas lo harían mejor.

Sara se llevó una mano a la boca para que no vieran su sonrisa.

Tras dejarlos solos para que confraternizaran o se mataran, ató las correas de los perros a la barandilla del porche delantero. Al entrar, oyó unas carcajadas procedentes de la cocina y recorrió el pasillo, con la sensación de que habían pasado años, no seis días, desde su última visita.

Cathy y Bella estaban casi exactamente en el mismo lugar que la vez anterior: Bella, sentada a la mesa con un periódico; Cathy, delante de los fogones.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Sara, y dio un beso a su madre al tiempo que cogía un trozo de beicon del plato.

– Me voy-anunció Bella-. Esto es mi desayuno de despedida.

– ¡Qué lástima! -contestó Sara-. Tengo la sensación de que ni siquiera te he visto.

– Porque no me has visto -señaló Bella. Restó importancia a la disculpa de Sara con un gesto de la mano-. Has estado muy ocupada con tu trabajo.

– ¿Adónde te vas?

– A Atlanta -contestó Bella, y le guiñó un ojo-. Échate una buena siesta antes de venir a verme.

Sara puso los ojos en blanco.

– Lo digo en serio, cielo -insistió Bella-. Ven a verme alguna vez.

– Es posible que ande un poco mal de tiempo durante una época -empezó a decir Sara, sin saber cómo comunicar la noticia.

Se dio cuenta de que sonreía tontamente mientras esperaba a captar toda la atención de las mujeres.

– ¿Qué pasa? -preguntó su madre.

– He decidido casarme con Jeffrey.

– Ya era hora -dijo Cathy, volviéndose otra vez hacia los fogones-. Lo extraño es que él todavía quiera casarse contigo.

– Vaya, muchas gracias -contestó Sara, preguntándose por qué se tomaba la molestia.

– No le hagas caso a tu madre, cariño -terció Bella, levantándose de la mesa. Dio un fuerte abrazo a Sara y añadió-: Enhorabuena.

– Gracias -dijo Sara en tono mordaz, sobre todo para que la oyera su madre, pero Cathy no se dio por aludida.

Bella dobló el periódico y se lo metió bajo el brazo.

– Bueno, os dejo para que charléis -dijo-. No digáis nada malo de mí a menos que yo pueda oírlo.

Sara contempló la espalda de su madre, sin entender por qué no decía nada. Finalmente, incómoda con ese silencio, dijo:

– Pensé que te alegrarías por mí.

– Me alegro por Jeffrey -respondió Cathy-. Hay que ver con qué calma te lo has tomado.

Sara dejó la chaqueta de Jeffrey doblada sobre el respaldo de la silla de Bella y se sentó. Preparada para escuchar un sermón sobre sus fallos, se sorprendió al oír las siguientes palabras de Cathy:

– Bella me contó que fuiste a esa iglesia con tu hermana.

Sara se preguntó qué más le habría contado su tía.

– Sí, señora.

– ¿Conociste a Thomas Ward?

– Sí -repitió Sara-. Parece un buen hombre.

Cathy dio unos golpes con el tenedor a un lado de la sartén antes de volverse. Se cruzó de brazos.

– ¿Tienes algo que preguntarme, o prefieres seguir la vía más cobarde y hacerme llegar la pregunta otra vez a través de tu tía Bella?

Sara sintió una llamarada de rubor que le subía desde el cuello y se extendía por toda su cara. En su momento no lo había pensado, pero su madre tenía razón. Sara había mencionado sus temores a Bella porque sabía que su tía iría a contárselos a su madre.

Respirando hondo, se armó de valor.

– ¿Fue él?

– Sí.

– Lev es… -Sara buscó las palabras, deseando poder preguntarlo por mediación de su tía Bella. Su madre clavaba los ojos en ella como agujas-. Lev es pelirrojo.

– ¿Tú no eres médico? -preguntó Cathy con brusquedad.

– Pues sí…

– ¿No fuiste a la Facultad de Medicina?

– Sí.

– En ese caso, deberías saber algo de genética. -Hacía mucho tiempo que Sara no veía a Cathy tan enfadada-. ¿Te has parado siquiera a pensar en cómo se sentiría tu padre si supiera que tú has sospechado aunque sólo sea por un minuto…? -Se interrumpió, intentando controlar su ira-. Ya te lo dije en su momento, Sara. Te dije que sólo fue una relación sentimental, nunca física.

– Lo sé.

– ¿Te he mentido alguna vez?

– No, mamá.

– A tu padre se le partiría el corazón si supiera… -Apuntaba a Sara con el dedo, y de pronto bajó la mano-. A veces me pregunto si tienes cerebro en la cabeza.

Se volvió otra vez hacia los fogones y cogió el tenedor.

Sara se tomó la reprimenda de la mejor manera posible, dándose perfecta cuenta de que su madre no había contestado a la pregunta. Incapaz de contenerse, repitió:

– Lev es pelirrojo.

Cathy soltó el tenedor y se volvió otra vez.

– ¡También lo era su madre, idiota!

Tessa entró en la cocina con un grueso libro en las manos.

– ¿La madre de quién?

Cathy se refrenó.

– No es asunto tuyo.

– ¿Estás haciendo tortitas? -preguntó Tessa mientras dejaba el libro en la mesa.

Sara leyó el título: Las obras completas de Dylan Thomas.

– No -se mofó Cathy-, estoy convirtiendo agua en vino.

Tessa lanzó una mirada a Sara. Sara se encogió de hombros, como si no fuera ella la causa de la cólera de su madre.

– El desayuno estará listo dentro de unos minutos -les informó Cathy-. Poned la mesa.

Tessa no se movió.

– En realidad, yo tenía otros planes para esta mañana.

– ¿Qué planes? -preguntó Cathy.

– Le dije a Lev que me pasaría por la iglesia -contestó, y Sara se mordió la lengua.

Tessa lo vio y salió en su defensa.

– Están todos pasando por un mal momento.

Sara asintió, pero Cathy tenía la espalda tiesa como un palo, y su desaprobación era tan visible como la luz parpadeante de una sirena.

Tessa prosiguió con cautela:

– Lo que hizo Paul no significa que todos sean mala gente.

– Yo no he dicho eso -replicó Cathy-. Thomas Ward es uno de los hombres más íntegros que he conocido.

Dirigió a Sara una mirada iracunda, retándola a decir algo.

– Lamento no ir a tu iglesia, yo sólo… -se disculpó Tessa.

– Oye, guapa, sé exactamente a qué vas allí -repuso Cathy.

Tessa miró a Sara enarcando las cejas, pero Sara sólo pudo encogerse otra vez de hombros, alegrándose de que su madre se enzarzara en esa pelea.

– Eso es un lugar de culto. -Esta vez Cathy señaló a Tessa con el dedo-. La iglesia no es un sitio más donde ir a ligar.

Tessa soltó una carcajada, pero enmudeció de pronto al ver que su madre hablaba en serio.

– No es eso -adujo-. Me gusta ir allí.

– A ti lo que te gusta es Leviticus Ward.

– Bueno -reconoció Tessa con una sonrisa en los labios-, sí, pero también me gusta la iglesia.

Cathy se plantó en jarras y miró alternativamente a sus dos hijas como si no supiera qué hacer con ellas.

– Lo digo en serio, mamá -insistió Tessa-. Quiero ir allí. No sólo por Lev, también por mí.

Pese a sus propias ideas al respecto, Sara salió en su defensa.

– Lo que dice es verdad.

Cathy apretó los labios, y por un momento Sara pensó que iba a llorar. Siempre había sabido que la religión era importante para su madre, pero Cathy nunca se la había impuesto a sus hijas. Quería que ellas eligieran la espiritualidad por su propia iniciativa, y Sara vio lo feliz que la hacía que Tessa hubiera entrado en vereda. Por un breve instante, sintió celos por no poder hacer lo mismo.