Jeffrey pareció analizar las opciones.
– ¿Crees que entró en estado de pánico?
– Sé que yo lo haría.
– Tenía la linterna -señaló él-. Las pilas funcionaban.
– Menudo consuelo.
– Quiero sacarle una buena foto cuando ya esté limpia. Alguien tiene que estar buscándola.
– Tenía provisiones. No me imagino que el que la metió allí pretendiera dejarla indefinidamente.
– He llamado a Nick -dijo él, refiriéndose al agente local de la división del FBI en Georgia-. Irá a la oficina para ver si encuentra algo en la base de datos que coincida con la chica. Podría tratarse de un secuestro con rescate.
Por alguna razón, Sara prefirió esa opción a pensar que la muchacha había sido arrebatada de su casa con fines sádicos.
– Lena debería llegar al depósito de cadáveres dentro de una hora -dijo él.
– ¿Quieres que te llame cuando llegue?
– No -respondió él-. Nos estamos quedando sin luz diurna. Iré en cuanto hayamos acordonado la zona -añadió, y vaciló, como si quisiera decir algo más.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sara.
– Es sólo una niña.
– Lo sé.
Se aclaró la garganta.
– Alguien está buscándola, Sara. Tenemos que averiguar quién es.
– Lo averiguaremos.
Él hizo otra pausa antes de añadir:
– Iré en cuanto pueda.
Sara colgó con delicadeza mientras las palabras de Jeffrey reverberaban en su cabeza. Hacía poco más de un año, Jeffrey se había visto obligado a disparar a una muchacha en el cumplimiento de su deber. Sara había sido testigo del incidente, lo había visto suceder como una pesadilla, y sabía que a Jeffrey no le había quedado más remedio, del mismo modo que sabía que Jeffrey jamás se perdonaría por el papel que desempeñó en la muerte de la chica.
Sara se acercó al archivo a coger los impresos para la autopsia. Aunque la causa de muerte debió de ser asfixia, habría que sacar muestras de sangre y orina, ponerles etiquetas y enviarlas al laboratorio estatal donde permanecerían hasta que el personal agobiado de trabajo de la delegación del FBI en Georgia se pusiera en ello. Habría que procesar tejido y almacenarlo en el depósito de cadáveres durante al menos tres años. Habría que reunir pruebas de los rastros, fecharlas y guardarlas en bolsas de papel. Según lo que encontrara Sara, habría que verificar si hubo violación: rascar y cortar las uñas, limpiar la vagina, el ano y la boca, extraer ADN para analizarlo. Habría que pesar órganos y medir brazos y piernas. Anotar debidamente el color del pelo, de los ojos, las manchas de nacimiento, la edad, raza, sexo, número de dientes, cicatrices, magulladuras, anomalías anatómicas. En pocas horas, Sara podría decirle a Jeffrey todo lo que podía saberse de la chica a excepción de lo único que a él realmente le importaba: su nombre.
Sara abrió su diario oficial para asignar un número al caso. Para la oficina del juez de instrucción, la muchacha sería el número 8.472. De momento, sólo se habían encontrado dos cadaveres no identificados en el condado de Grant, de modo que la policía la llamaría mujer no identificada número tres. Sara se sintió invadida por la tristeza cuando anotó el título en su cuaderno. Hasta que no se localizara a un miembro de la familia, la víctima no sería más que una serie de números.
Sara sacó otra pila de impresos y los hojeó hasta encontrar el Certificado de Defunción oficial. Por ley, Sara disponía de cuarenta y ocho horas para firmar el certificado de defunción de la muchacha. El proceso de convertir a una persona en una secuencia numérica se ampliaría a cada paso. Tras la autopsia, Sara buscaría el código para indicar la causa de la muerte y lo anotaría en la correspondiente casilla del impreso. El impreso sería enviado al Centro Nacional de Estadística de la Salud, que a su vez informaría de su muerte a la Organización Mundial de la Salud. Allí, la muchacha sería clasificada y analizada, recibiría más códigos, más números, que se mezclarían con más datos de todo el país y luego de todo el mundo. En ningún momento el hecho de que tuviera familia, amigos, tal vez amantes, cobraría relevancia.
Una vez más, Sara pensó en la chica en el ataúd de madera, la mirada de terror en la cara. Era la hija de alguien. Cuando nació, alguien había mirado la cara del bebé y le había dado un nombre. Alguien la había querido.
El viejo engranaje del ascensor se puso en marcha, y Sara apartó los impresos y se levantó del escritorio. Esperó a oír las puertas del ascensor, atenta a la maquinaria que gemía mientras subía por el hueco. Carlos era muy serio, y una de las pocas bromas que Sara le había oído decir tenía relación con el viejo artefacto que caía en picado y lo mataba.
El indicador de pisos encima de las puertas era de los antiguos, un reloj con tres cifras. La aguja vacilaba entre el uno y el cero, sin apenas moverse. Sara se reclinó contra la pared, contando los segundos para sí. Cuando llegó a treinta y ocho y estaba a punto de llamar al servicio de mantenimiento, se oyó un sonoro timbre en la habitación alicatada y se abrieron las puertas.
Carlos estaba detrás de la camilla, con los ojos muy abiertos.
– Pensaba que se había averiado -murmuró con su marcado acento extranjero.
– Déjame ayudarte -se ofreció ella al tiempo que cogía la camilla por un extremo para facilitarle la maniobra de salida.
El brazo de la chica seguía en alto, formando un ligero ángulo donde había intentado arañar la madera para huir, y Sara tuvo que levantar la camilla y girarla para que pudiera pasar por la puerta.
– ¿Has hecho las radiografías arriba?
– Sí.
– ¿Peso?
– Cincuenta kilos -contestó-. Un metro sesenta.
Sara lo anotó en la pizarra Vileda colgada de la pared. Tapó el rotulador antes de decir:
– Pongámosla en la mesa.
En el bosque, Carlos había metido a la muchacha en una bolsa de plástico negro y ahora los dos cogieron la bolsa por los lados y la levantaron para colocarla en la mesa. Sara lo ayudó con la cremallera, trabajando en silencio a su lado mientras la preparaban para la autopsia. Tras ponerse un par de guantes, Carlos cortó las bolsas de papel marrón que habían colocado en las manos de la chica para preservar las pruebas. Aunque tenía nudos en la larga melena, el pelo le caía a los lados de la mesa. Sara se puso también los guantes y se lo recogió, acercándolo al cuerpo, consciente de que hacía todo lo posible por no ver la expresión de terror en la cara de la muchacha. Al dirigir una rápida mirada a Carlos, vio que él tampoco quería verla.
Mientras Carlos empezaba a desvestir a la chica, Sara se acercó al armario metálico junto a los fregaderos y sacó una bata de cirugía y gafas. Los dejó en una bandeja junto a la mesa, y cuando Carlos expuso la piel lechosa a la cruda luz del depósito de cadáveres la embargó una tristeza casi insoportable. Tenía los pequeños pechos cubiertos con lo que parecía un sujetador de gimnasia y llevaba esas bragas de algodón de cintura alta que Sara siempre relacionaba con las viejas; todos los años para Navidad la abuela Earnshaw regalaba a Sara y Tessa un paquete de diez pares iguales a ésas; las «bragas de abuela», como las llamaba Tessa.
– No hay etiqueta -informó Carlos, y Sara se acercó para comprobarlo.
Carlos había tendido el vestido sobre un papel marrón para recoger cualquier prueba física. Sara se cambió de guantes antes de tocar la tela para no mezclar las pruebas. El vestido era de un corte muy sencillo: de manga larga y cuello rígido. Sara supuso que era de alguna mezcla de algodón grueso.