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– ¿Seguro? -preguntó Jeffrey.

– Aquí se le ve la cabeza -indicó Sara, señalando la imagen-. Las piernas, los brazos, el tronco…

Lena se había acercado para verlo mejor y en voz muy baja preguntó:

– ¿De cuánto estaba?

– No lo sé -contestó Sara con la sensación de tener un cristal clavado en el pecho.

Se vería obligada a sostener el feto en la mano, a diseccionarlo como si cortara un trozo de fruta. El cráneo sería blando, insinuándose los ojos y la boca con simples líneas oscuras bajo la piel fina como el papel. Eran los casos como aquél los que la llevaban a aborrecer su trabajo.

– ¿De semanas? ¿Meses? -insistió Lena.

Sara no lo sabía.

– Tendré que examinarlo.

– Un homicidio doble -observó Jeffrey.

– No necesariamente -le recordó Sara. Según quién levantara más la voz, los políticos cambiaban las leyes relativas a la muerte fetal casi a diario. Por suerte, Sara nunca había necesitado estudiarlas-. Tendré que consultarlo con la fiscalía.

– ¿Por qué? -preguntó Lena, en un tono tan extraño que Sara se volvió hacia ella: miraba fijamente la radiografía como si no hubiera nada más en la sala.

– Ya no depende de la viabilidad de supervivencia -explicó Sara, preguntándose por qué Lena insistía tanto.

Si bien nunca había creído que Lena fuera la clase de mujer a la que le gustaban los niños, ésta empezaba a hacerse mayor. Tal vez por fin su reloj biológico se le había puesto en marcha.

Lena, cruzada de brazos, preguntó señalando la radiografía con el mentón:

– ¿Y éste era viable?

– Ni por asomo -contestó Sara, y luego sintió la necesidad de añadir-: Se han documentado casos de fetos de veintitrés semanas que se han mantenido con vida, pero es muy raro que…

– Eso es el segundo trimestre -interrumpió Lena.

– Exacto.

– ¿Veintitrés semanas? -repitió Lena y tragó saliva.

Sara cruzó una mirada con Jeffrey. Éste se encogió de hombros y luego preguntó a Lena:

– ¿Estás bien?

– Sí -contestó, y dio la impresión de que se obligaba a apartar la mirada de la radiografía-. Sí. Vamos a… Mmm… Empecemos ya.

Carlos ayudó a Sara a ponerse la bata y juntos examinaron cada milímetro del cuerpo de la chica, midiendo y fotografiando lo poco que encontraron. Tenía unos cuantos arañazos en la garganta donde probablemente se había rascado, una reacción habitual cuando alguien tiene dificultades respiratorias. Tenía despellejadas las yemas de los dedos índice y corazón de la mano derecha, y Sara supuso que encontrarían los restos de la piel en las tablas que la cubrían. A causa del esfuerzo de arañar la madera para salir, aparecieron astillas bajo las uñas que le quedaban, pero no tejido ni piel.

No presentaba residuos en la boca ni lágrimas o magulladuras en los tejidos blandos. No se le habían practicado empastes ni ningún tratamiento dental, pero se veía el principio de una caries en el último molar derecho. Las muelas del juicio estaban intactas, y dos de ellas ya empezaban a asomar. Tenía una mancha de nacimiento en forma de estrella debajo de la nalga derecha y una zona de piel reseca en el antebrazo derecho. Como llevaba un vestido de manga larga, Sara pensó que debía de ser un eccema recurrente. El invierno siempre era más duro para las personas de piel clara.

Antes de que Jeffrey sacara instantáneas con la Polaroid para la identificación, Sara intentó cerrarle los labios y los ojos para suavizar la expresión. Después, retiró el moho del labio superior rascándolo con un escalpelo de hoja fina. No había mucho, pero lo puso en un frasco de muestras para enviar al laboratorio.

Jeffrey se inclinó sobre el cadáver y acercó la cámara a la cara. El flash destelló y el chasquido resonó en la sala. Sara parpadeó, deslumbrada por el fogonazo, y el olor a plástico quemado de la cámara barata se impuso temporalmente a los demás olores del depósito.

– Otra más -dijo Jeffrey, inclinándose otra vez junto a la chica.

Se oyó otro chasquido y, con un zumbido, la cámara escupió una segunda fotografía.

– No tiene pinta de ser una indigente -observó Lena.

– No -convino Jeffrey en un tono que delataba su impaciencia por encontrar respuestas, y sacudió la Polaroid como si así la imagen fuera a revelarse antes.

– Ahora tomaremos las huellas dactilares -dijo Sara mientras comprobaban la rigidez del brazo levantado de la joven.

No encontró tanta resistencia como esperaba. Su sorpresa debió de ser evidente porque Jeffrey preguntó:

– ¿Cuánto tiempo crees que lleva muerta?

Sara bajó el brazo junto al costado del cuerpo para que Carlos pudiera aplicar la tinta en los dedos y tomar las huellas.

– El rigor mortis se produce entre seis y doce horas después de la muerte y después desaparece gradualmente. Por el grado de flacidez alcanzado, diría que lleva muerta un día, dos a lo sumo. -Señaló el color lívido en la parte posterior del cuerpo y apretó con los dedos las manchas amoratadas-. Ya hay lividez cadavérica. Empieza a descomponerse. Debía de hacer mucho frío en esa caja. El cadáver se ha conservado bien.

– ¿Y qué es ese moho alrededor de la boca?

Sara miró la tarjeta que le pasó Carlos para comprobar que éste había conseguido una buena muestra de lo que quedaba de las yemas de los dedos de la chica. Le hizo una señal de asentimiento y, tras devolverle la tarjeta, dijo a Jeffrey:

– Hay mohos que crecen muy deprisa, sobre todo en ese entorno. Es posible que la chica vomitara y que el moho se formara a partir del vómito. -Se le ocurrió otra posibilidad-. Ciertos hongos pueden consumir el oxígeno en los espacios cerrados.

– Había más en el interior de la caja -recordó Jeffrey, mientras miraba la foto de la chica. Se la mostró a Sara-. No ha salido tan mal como me temía.

Sara asintió, aunque no se imaginaba qué sensación le habría provocado la imagen si hubiese conocido a la chica y visto esa foto. A pesar de los esfuerzos de Sara, era evidente que había padecido una muerte atroz.

Jeffrey tendió la foto hacia Lena para enseñársela, pero ella negó con la cabeza.

– ¿Crees que abusaron de ella? -preguntó Jeffrey.

– Eso lo veremos ahora -contestó Sara, dándose cuenta de que había postergado lo inevitable.

Carlos le pasó el espéculo y acercó una lámpara portátil. Sara sintió que todos contenían el aliento mientras ella examinaba la pelvis, y cuando anunció que no había señales de abusos sexuales, todos parecieron suspirar de alivio. Sara no sabía por qué casos como éste resultaban todavía más espeluznantes cuando además se producía una violación, pero era innegable que se quedó más tranquila al saber que la chica no había tenido que sufrir otra vejación más antes de morir.

A continuación, Sara examinó los ojos, y observó los dispersos vasos sanguíneos rotos. Tenía los labios amoratados y la lengua, que asomaba un poco entre los labios, presentaba un intenso color morado.

– No suele aparecer petequia en esta clase de asfixia -observó.

– ¿Crees que puede haber muerto por otra causa? -le preguntó Jeffrey.

– No lo sé -contestó Sara con sinceridad. Perforó el centro del ojo con una aguja hipodérmica de calibre dieciocho y extrajo humor vitreo del globo ocular. Carlos llenó de solución salina otra jeringa y Sara la inyectó para sustituir el líquido que había extraído y evitar así que se hundiera el ojo.

Cuando Sara acabó el reconocimiento externo del cadáver, les preguntó:

– ¿Listos?

Jeffrey y Lena asintieron. Sara pisó el pedal bajo la mesa para encender el magnetófono y grabó en la cinta:

– El caso del juez de instrucción número ocho cuatro siete dos es el cadáver sin embalsamar de una mujer blanca, de pelo y ojos castaños, no identificada. Edad desconocida, aunque podría tener entre dieciocho y veinte años. Peso: cincuenta kilos; estatura: un metro sesenta. La piel está fría al tacto, como corresponde a la permanencia bajo tierra durante un período de tiempo sin especificar. -Apagó la grabadora y dijo a Carlos-: Necesitamos las temperaturas de las últimas dos semanas.