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Carlos lo anotó en la pizarra mientras Jeffrey preguntaba:

– ¿Crees que ha pasado allí más de una semana?

– El lunes estuvimos a bajo cero -le recordó ella-. No había mucha orina en el frasco, pero cabe la posibilidad de que la muchacha limitara la ingestión de líquido por temor a que se le acabara. Es probable que se deshidratara por el miedo. -Tras dar unos golpecitos a la grabadora, cogió un bisturí y dijo-: Se inicia el reconocimiento interno con una incisión en forma de Y.

La primera vez que practicó una autopsia le tembló la mano. Como médico, le habían enseñado a proceder con delicadeza. Como cirujana, le habían enseñado que cada corte que realizaba en un cuerpo debía ser medido y controlado; cada movimiento de la mano tenía el fin de curar, no de lastimar. Las primeras incisiones realizadas en una autopsia -en las que se rajaba el cuerpo como si fuera un pedazo de carne cruda- iban en contra de todo lo que había aprendido.

Hundió el bisturí en el lado derecho, a la altura del acromion. Desde ahí realizó un corte hacia el punto medio entre los pechos, deslizando la punta de la hoja sobre las costillas hasta detenerse en el apéndice xifoides. Repitió la operación en el lado izquierdo. Luego, mientras trazaba una línea hasta el pubis, rodeando el ombligo, la piel se replegó al paso del bisturí y asomó la grasa abdominal amarilla bajo la presión de la hoja.

Carlos dio a Sara una tijera y, mientras ella la empleaba para cortar el peritoneo, Lena ahogó un grito y se llevó una mano a la boca.

– ¿Qué te…? -preguntó Sara cuando Lena, sin poder reprimir las arcadas, salía a toda prisa de la sala.

En el depósito de cadáveres no había lavabo, y Sara supuso que Lena intentaría ir al del hospital en el piso de arriba. Por el ruido de las arcadas que reverberó en el hueco de la escalera, supo que Lena no había llegado a tiempo. Tosió varias veces y se oyó el claro sonido de las salpicaduras.

Carlos rezongó entre dientes y fue a buscar un cubo y una fregona.

Jeffrey tenía una expresión de desagrado. Nunca se le había dado bien estar cerca de enfermos.

– ¿Crees que está muy mal?

Sara bajó la mirada hacia el cadáver, aún preguntándose por qué Lena se había puesto en semejante estado. La inspectora ya había asistido a autopsias y nunca había reaccionado mal. En realidad, ni siquiera había iniciado aún la disección del cadáver; sólo quedaban a la vista parte de las visceras abdominales.

– Es el olor -señaló Carlos.

– ¿Qué olor? -inquirió Sara, pensando que tal vez había perforado un intestino.

Carlos frunció el entrecejo.

– Como en las ferias.

La puerta se abrió y Lena, avergonzada, volvió a la habitación.

– Lo siento -se disculpó-, no sé qué… -Se detuvo a un par de metros de la mesa, llevándose la mano a la boca como si fuera a vomitar otra vez-. Dios mío, ¿qué es eso?

Jeffrey se encogió de hombros.

– Yo no huelo nada.

– ¿Carlos? -preguntó Sara.

– Es… es como un olor a quemado.

– No -disintió Lena, retrocediendo-. Es como a leche agria. Es como si te doliera la mandíbula al olerlo.

Sara sintió que se le disparaba una alarma en la cabeza.

– ¿Es un olor amargo? -preguntó-. ¿Algo así como almendras amargas?

– Supongo -coincidió Lena, manteniéndose todavía a distancia.

Carlos asentía también, y Sara sintió que un sudor frío le recorría el cuerpo.

– Cielo santo -exclamó Jeffrey, apartándose del cadáver.

– Tendremos que acabar con esto en el laboratorio estatal -dijo Sara, tapando el cadáver con una sábana-. Aquí ni siquiera tengo una máscara antigás.

– En Macon hay una cámara de aislamiento -le recordó Jeffrey-. Puedo llamar a Nick y ver si podemos usarla.

Sara se quitó los guantes.

– Estaría más cerca que el laboratorio estatal, pero sólo me dejarían mirar.

– ¿Eso supone algún problema para ti?

– No -contestó Sara, y se sacó la mascarilla quirúrgica, reprimiendo un estremecimiento al pensar en lo que habría podido suceder.

Sin pedírselo, Carlos se acercó con la bolsa de cadáveres.

– Ten cuidado -advirtió Sara, y le dio una mascarilla-. Hemos tenido mucha suerte -les dijo al tiempo que ayudaba a Carlos a meter el cadáver en la bolsa-. Sólo alrededor de un cuarenta por ciento de las personas puede detectar el olor.

– Menos mal que has venido -dijo Jeffrey a Lena.

Lena miró alternativamente a Sara y a Jeffrey.

– ¿De qué habláis?

– Cianuro. -Sara cerró la cremallera de la bolsa-. Eso es lo que has olido. -Al ver que Lena seguía sin entender, Sara añadió-: La envenenaron.

LUNES

Capítulo 4

Jeffrey abrió tanto la boca al bostezar que le crujió la mandíbula. Se retrepó en la silla y se quedó mirando la sala de revista por la mampara de vidrio de su despacho, simulando que estaba concentrado. Brad Stephens, el patrullero más joven del cuerpo del condado de Grant, le dirigió una sonrisa de bobo.

Jeffrey movió la cabeza en un gesto de asentimiento, lo que le provocó una punzada de dolor en el cuello. Tenía la sensación de haber dormido sobre un bloque de hormigón, cosa que no era de extrañar, ya que la noche anterior entre él y el suelo sólo había mediado un saco de dormir tan viejo y húmedo que la organización benéfica Buena Voluntad había declinado amablemente su donación. Sin embargo, sí había aceptado su colchón, un sofá que había conocido tiempos mejores y tres cajas de artículos de cocina por los que Jeffrey se había peleado con Sara durante los trámites de divorcio. Como no había abierto las cajas en los cinco años desde la firma de los papeles, pensó que sería suicida volver a llevarlas ahora a la casa de ella.

Al vaciar su casa en las últimas semanas, le sorprendió las escasas pertenencias que había acumulado durante su etapa de soltero. La noche anterior, en lugar de contar ovejas, había repasado mentalmente sus adquisiciones. A excepción de diez cajas de libros, unas bonitas sábanas -regalo de una mujer que rogaba a Dios que Sara no conociera nunca-, y unos cuantos trajes que se había comprado durante esos años, Jeffrey no tenía nada nuevo del tiempo en que habían vivido separados. La bicicleta, el cortacésped, las herramientas -salvo un taladro inalámbrico que había comprado para sustituir el viejo, que se le cayó en un cubo de pintura de veinte litros-, todo eso se lo había llevado el día que abandonó la casa de Sara. Y ahora los pocos objetos de valor que tenía estaban otra vez allí.

Y dormía en el suelo.

Bebió un sorbo de café tibio antes de reanudar la tarea que lo ocupaba esa mañana desde hacía media hora. Jeffrey nunca había sido uno de esos que se creían menos hombres por leer un manual de instrucciones, pero tras haber seguido cuatro veces, uno por uno, los pasos descritos en el manual de su móvil sin ser capaz de introducir su propio número de teléfono en el sistema de marcado rápido, se sentía como un imbécil. Ni siquiera estaba seguro de si Sara aceptaría el teléfono. Ella detestaba esos artilugios, pero Jeffrey no quería dejarla ir a Macon sin que dispusiera de un medio para ponerse en contacto con él si sucedía algo.

– Primer paso -masculló, como si al leer las instrucciones en voz alta convenciera al teléfono para que viera la lógica. Siguió los dieciséis pasos por quinta vez, pero cuando Jeffrey pulsó el botón de marcado, no pasó nada-. ¡Mierda! -exclamó, y dio un puñetazo en la mesa. Luego, como lo había dado con la mano izquierda herida, gritó-: ¡Joder! -Se miró la muñeca y vio la sangre traspasar la venda blanca que le había puesto Sara la noche anterior en el depósito de cadáveres-. Dios mío -añadió por si acaso, al tiempo que pensaba que los últimos diez minutos sentaban las bases de lo que tenía visos de ser un día espantoso.