Como si alguien lo hubiera llamado, Brad Stephens apareció en la puerta de su despacho.
– ¿Necesita ayuda con eso?
Jeffrey le lanzó el teléfono.
– Pon mi número en el marcado rápido.
Brad pulsó unas cuantas teclas y preguntó:
– ¿Su número de móvil?
– Sí -contestó, y escribió el número de la casa de Cathy y Eddie Linton en un pósit amarillo-. Y éste también.
– Vale -dijo Brad, leyendo el número del revés sin dejar de tocar más teclas.
– ¿Necesitas el manual de instrucciones?
Brad lo miró de reojo, como si Jeffrey le tomara el pelo, y siguió programando el teléfono. De pronto, Jeffrey se sintió como si tuviera cien años.
– Listo -dijo Brad con la mirada fija en el móvil mientras seguía pulsando una tecla tras otra-. Tome, pruébelo ahora.
Jeffrey marcó el icono de la agenda y salieron los números en la pantalla.
– Gracias.
– Bueno, si no necesita nada más…
– Con esto es suficiente -dijo Jeffrey, levantándose de la silla. Se puso la americana y guardó el móvil en el bolsillo-. Supongo que no ha llegado nada acerca de la solicitud de información sobre personas desaparecidas, ¿no?
– No -contestó Brad-. Le avisaré en cuanto sepa algo.
– Estaré en la consulta de Sara y luego volveré aquí.
Jeffrey salió de su despacho detrás de Brad. Movió el hombro en círculo al caminar hacia la puerta de la sala de revista para relajar los músculos, tan tensos que incluso tenía el brazo agarrotado. Antiguamente la recepción de la comisaría formaba parte del vestíbulo, pero ahora quedaba aislada tras una ventanilla, como la de un banco, para registrar la llegada de todos los visitantes. Marla Simms, secretaria de la comisaría desde tiempos inmemoriales, pulsó el botón de debajo de su escritorio para abrirle la puerta a Jeffrey.
– Si me necesitan, estaré en la consulta de Sara -indicó Jeffrey.
Marla le sonrió de oreja a oreja.
– Pórtate bien.
Jeffrey le guiñó un ojo antes de salir.
Había llegado a la comisaría a las cinco y media de la mañana después de renunciar a conciliar el sueño a eso de las cuatro. Entre semana acostumbraba correr media hora, pero ese día había pensado que bien podía irse directo al trabajo sin que se lo pudiera acusar de holgazán. Tenía un montón de trámites pendientes, entre ellos acabar el presupuesto de la comisaría para que el alcalde pudiera vetarlo todo justo antes de irse dos semanas a Miami para el gran congreso anual de autoridades municipales. Jeffrey suponía que con la factura del minibar del alcalde podrían pagarse al menos dos chalecos antibalas, pero un político nunca veía las cosas de ese modo.
Heartsdale era una ciudad universitaria y, en su camino, Jeffrey se cruzó con varios estudiantes que iban a clase. Los estudiantes de primero tenían que vivir en las residencias, pero tan pronto como cursaban segundo dejaban el campus. Jeffrey había alquilado su casa a un par de chicas de tercero que esperaba que fueran tan dignas de confianza como aparentaban. El Instituto de Tecnología de Grant era una facultad de cerebros, y si bien no había asociaciones de estudiantes extraacadémicas ni partidos de fútbol, algunos chicos sabían divertirse. Jeffrey había hecho una cuidadosa criba de los posibles inquilinos, y por su experiencia como policía sabía que no recuperaría su casa de una sola pieza si se la alquilaba a un grupo de chicos. A esa edad el cerebro no funcionaba del todo bien, y si había cerveza o sexo de por medio -o, con suerte, las dos cosas-, el cerebro no alcanzaba los niveles mínimos de pensamiento. Las dos inquilinas habían dicho que su único pasatiempo era la lectura. Con la suerte que tenía Jeffrey últimamente, seguro que pretendían convertir su casa en un laboratorio de anfetamínas.
La universidad estaba al final de Main Street, y Jeffrey se dirigió hacia la verja detrás de un grupo de estudiantes. Eran chicas, todas jóvenes y guapas, todas indiferentes a su presencia. En otros tiempos, el ego de Jeffrey se habría resentido si un grupo de chicas hacía caso omiso de él, pero ahora le preocupaban más otras cosas. Él mismo podría estar acechándolas, escuchando su conversación para averiguar dónde encontrarlas más tarde; podría ser un individuo cualquiera.
Detrás de él sonó una bocina y Jeffrey se dio cuenta de que había bajado a la calzada. Reconoció al conductor, Bill Burgess, de la tintorería; lo saludó con la mano al cruzar la calle, al tiempo que daba gracias a Dios porque el viejo, pese a sus cataratas, lo había visto y había esquivado el coche a tiempo.
Jeffrey rara vez recordaba los sueños, lo cual era una suerte teniendo en cuenta lo desagradables que podían ser, pero la noche anterior había visto una y otra vez a la muchacha de la caja. En ocasiones le cambiaba la cara, y de pronto veía a la chica que había matado el año anterior. Apenas era una niña, de poco más de trece años, que en su mundo había padecido más malas experiencias que la mayoría de los adultos en toda una vida. La adolescente, muy necesitada de ayuda, amenazó con matar a otra chica para poner así fin a su propio sufrimiento. Jeffrey se había visto obligado a dispararle para salvar a la otra niña. Tal vez las cosas habrían podido ser distintas. Quizás ella no habría matado a la niña. Quizá las dos seguirían vivas y la chica de la caja sería sólo otro caso en lugar de una pesadilla.
Jeffrey suspiró mientras caminaba por la acera. Había tantos «quizás» en su vida que no sabía qué hacer con ellos.
La consulta de Sara estaba en la acera de enfrente de la comisaría, al lado de la entrada del Instituto de Tecnología Grant. Miró la hora en su reloj al abrir la puerta de la calle y, al comprobar que ya eran más de las siete, pensó que Sara ya habría llegado. Los lunes no atendía a los pacientes hasta las ocho, pero ya había una joven paseándose por la sala de espera con un niño en brazos, apoyado en la cadera, que lloraba.
– ¿Qué hay? -saludó Jeffrey.
– Hola, comisario -contestó la madre, y él le vio las ojeras.
El niño, dotado de un par de pulmones que hacían vibrar las ventanas, tenía al menos dos años.
La mujer cambió al niño de posición, levantando la pierna para apoyarlo. La pobre no debía de pesar más de cincuenta kilos, y Jeffrey se preguntó cómo podía cargar con el niño.
– La doctora Linton debe de estar a punto de salir -dijo al darse cuenta de que él la miraba.
– Gracias -agradeció Jeffrey, quitándose la americana.
La pared de la sala de espera que daba al este era de ladrillos de cristal y hasta en las mañanas más frías de invierno uno tenía la sensación de estar en una sauna cuando salía el sol.
– ¡Qué calor hace aquí dentro! -se quejó la mujer, reanudando sus paseos.-Desde luego.
Jeffrey esperó a que dijera algo más, pero ella estaba absorta en su hijo, intentando hacerle callar. Jeffrey no entendía cómo era posible que las madres con niños en coma no entrasen en coma. En momentos así, se explicaba por qué su propia madre llevaba una petaca en el bolso.
Se apoyó en la pared y miró los juguetes apilados ordenadamente en una esquina. Había al menos tres carteles en la sala con la advertencia: SE PROHIBE EL USO DE MÓVILES. A juicio de Sara, si un niño estaba tan enfermo como para ir al médico, los padres debían prestarle atención y no ponerse a parlotear por teléfono. Jeffrey sonrió, acordándose de la primera y única vez que Sara había llevado un móvil en su coche. Sin querer, había pulsado repetidas veces la tecla de marcado rápido asignada al número de Jeffrey, y él, cada vez que cogía el teléfono, la oía cantar al son de la música que emitía la radio durante varios minutos. Hasta la tercera llamada, Jeffrey no se dio cuenta de que lo que oía era a Sara cantando a coro con Boy George, y no una loca que zurraba a un gato.