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Sara abrió la puerta contigua al despacho y se acercó a la madre. No advirtió la presencia de Jeffrey, y él, sin decir nada, la observó. Normalmente ella se recogía el pelo en una cola para trabajar, pero esa mañana lo llevaba suelto y le caía sobre los hombros. Vestía una blusa blanca y una falda con vuelo negra que le llegaba justo por debajo de la rodilla. Aunque los zapatos no eran de tacón muy alto, torneaban sus pantorrillas de tal modo que Jeffrey no pudo reprimir una sonrisa. Vestida así, cualquier otra mujer habría parecido camarera de una brasería del centro, pero a Sara, alta y esbelta, la favorecía.

– Sigue quejándose -dijo la madre, cambiando el niño de posición.

Sara acarició la mejilla del niño para tranquilizarlo. El niño calló como por ensalmo, y a Jeffrey se le hizo un nudo en la garganta. A Sara se le daban muy bien los niños. Ella no podía tener hijos, pero ése era un tema del que apenas hablaban. Sencillamente había cosas que eran demasiado dolorosas.

Jeffrey se quedó mirándola mientras Sara dedicaba unos instantes más al niño, tocándole el fino pelo por encima de la oreja con una sonrisa de evidente placer en los labios. Parecía un momento íntimo, y Jeffrey, invadido de pronto por la extraña sensación de ser un intruso, se aclaró la garganta.

Sara se volvió, y como no esperaba verlo allí, casi se sobresaltó.

– Enseguida estoy contigo -dijo a Jeffrey. Dirigiéndose otra vez a la madre, le entregó una bolsa blanca y, muy seria, le explicó-: Estas muestras deberían bastar para una semana. Si el jueves no se advierte una clara mejoría, llámeme.

– Gracias, doctora Linton -dijo la joven madre-. No sé cómo voy a pagarle por…

– Lo importante es que el niño mejore -interrumpió Sara-. Y usted debe dormir un poco. No le hace ningún bien estar siempre agotada.

La madre recibió la advertencia con un leve gesto de asentimiento y Jeffrey, pese a que no la conocía, supo que el consejo caía en saco roto.

Obviamente Sara también lo sabía.

– Al menos inténtelo, ¿de acuerdo? Acabará enferma.

La mujer vaciló y luego asintió.

– Lo intentaré.

Sara se miró la mano, y Jeffrey tuvo la impresión de que no se había dado cuenta de que sostenía el pie del niño. Le frotó el tobillo con el pulgar y volvió a esbozar la misma sonrisa íntima de antes.

– Gracias -dijo la madre-. Gracias por venir a la consulta tan temprano.

– No tiene importancia. -Sara nunca había sido amiga de alabanzas y agradecimientos. Los acompañó hasta la puerta y, sosteniéndola, repitió-: Llámeme si no mejora.

– Sí, doctora.

Sara cerró la puerta cuando salieron y, sin mirar a Jeffrey, atravesó el vestíbulo despacio. Él abrió la boca para hablar, pero ella se le adelantó.

– ¿Alguna novedad acerca de la chica no identificada? -preguntó.

– No -contestó él-. Puede que nos llegue algo cuando la Costa Oeste inicie la jornada laboral.

– No creo que se escapase de su casa.

– Yo tampoco.

Los dos se quedaron callados un momento. Jeffrey no sabía qué decir.

Como siempre, fue Sara quien rompió el silencio.

– Me alegro de que hayas venido -dijo, volviendo a las salas de reconocimiento. Él la siguió, pensando que aquello era buena señal, hasta que ella añadió-: Quiero extraerte sangre para un análisis hepático.

– Eso ya lo hizo Hare.

– Ya, bueno -dijo ella sin más explicaciones.

No le sostuvo la puerta, y Jeffrey la paró antes de que le diera en la cara. Por desgracia, lo hizo con la mano izquierda y recibió el golpe de pleno en la herida abierta. Fue como si le clavaran un cuchillo.

– Joder, Sara -dijo entre dientes.

– Lo siento.

Su disculpa parecía sincera, pero en sus ojos asomó un atisbo de venganza. Le cogió la mano y él la retiró instintivamente. Pero ante la mirada de irritación de ella, le dejó ver la venda.

– ¿Desde cuándo sangra? -preguntó ella.

– No sangra -negó él, sabiendo que si le decía la verdad casi con toda seguridad le haría algo realmente doloroso.

Aun así, la siguió por el pasillo hacia el mostrador de las enfermeras como un cordero camino del matadero.

– No has comprado el antibiótico, ¿verdad? -Se inclinó sobre el mostrador y, tras rebuscar en el cajón, sacó un puñado de sobres de colores llamativos-. Tómate esto.

Jeffrey miró los sobres de muestras rosadas y verdes, con animales de granja impresos en el papel de aluminio.

– ¿Qué son?

– Antibióticos.

– ¿No son para niños?

Por su mirada, Sara le dio a entender que no iba a caer en el chiste fácil.

– Es la mitad de la dosis de adultos con los personajes de una película infantil y un precio más alto. Toma dos por la mañana y otros dos por la noche.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Hasta que yo diga que lo dejes -ordenó-. Ven aquí.

Jeffrey, sintiéndose como un niño, la siguió a la sala de reconocimiento. Cuando él era pequeño, su madre trabajaba en la cafetería del hospital, así que Jeffrey no se vio en la necesidad de ir a la consulta del pediatra cada vez que tenía un problema de salud. Cal Rodgers, el médico de urgencias, se ocupaba de él y, según sospechaba Jeffrey, también se ocupaba de su madre. La primera vez que oyó reír a su madre fue cuando Rodgers contó un chiste sin la menor gracia acerca de un parapléjico y una monja.

– Siéntate -ordenó Sara, sujetándolo por el hombro como si necesitara ayuda para subirse a la mesa de exploración.

– Puedo yo solo -dijo Jeffrey, pero ella ya le estaba quitando la venda de la mano.

Tenía la herida abierta como una boca húmeda, y Jeffrey sintió un dolor palpitante que le recorría el brazo.

– Se te ha abierto -lo reprendió ella, sosteniendo una pequeña palangana metálica debajo de la mano mientras le limpiaba la herida.

Jeffrey procuró no reaccionar ante el dolor, pero la verdad es que vio las estrellas. Nunca había entendido por qué una herida dolía más al curarla que en el momento de producirse. Apenas se acordaba de cuando se había cortado la mano en el bosque, pero ahora, cada vez que movía los dedos, sentía como si se le clavaran agujas en la piel.

– ¿Qué has hecho? -preguntó ella en tono de desaprobación.

En lugar de contestar, pensó en la sonrisa de Sara al niño. La había visto de muchos humores distintos, pero esa sonrisa en concreto era nueva para él.

– ¿Jeff? -insistió ella.

Cabeceando, deseó tocarle la cara, pero temió acabar con un muñón sangriento donde antes tenía la mano.

– Volveré a vendártela -indicó ella-, pero debes andar con cuidado. No conviene que se infecte.

– Sí, doctora -contestó él, esperando que Sara alzara la vista y sonriera.

Pero ella preguntó:

– ¿Dónde dormiste anoche?

– No donde hubiese querido.

Sara no le siguió la corriente y empezó a vendar otra vez la mano con los labios muy apretados. Cortó un trozo de esparadrapo con los dientes.

– Debes tener mucho cuidado y mantener la herida limpia.

– ¿Por qué no me paso por aquí más tarde para que me la limpies tú?

– Bueno… -empezó a decir, pero bajó la voz mientras abría y cerraba cajones, y al fin sacó un tubo de vacío y una jeringa.

Jeffrey se llevó un susto de muerte al pensar que Sara iba a clavarle una aguja en la mano, hasta que de pronto se acordó de que quería extraerle sangre.

Sara le desabrochó el puño de la camisa y se la arremangó. Para no mirar, Jeffrey alzó la vista hacia el techo mientras esperaba el pinchazo. En lugar de eso, oyó un profundo suspiro.

– ¿Qué? -preguntó él.

Ella le dio unos cuantos golpecitos en el antebrazo, buscando la vena.