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– Yo tengo la culpa.

– ¿De qué?

Sara tardó en contestar, como si meditara la respuesta.

– Cuando me fui de Atlanta, estaba en medio de una tanda de vacunas para la hepatitis A y B. -Le hizo un torniquete alrededor del bíceps, tirando con fuerza-. Te ponen dos inyecciones en un intervalo de unas semanas, y al cabo de cinco meses te dan otra de refuerzo. -Guardó silencio otra vez mientras le frotaba la piel con alcohol-. A mí me pusieron las dos primeras, pero cuando volví aquí, no fui a por el refuerzo. No sabía qué iba a hacer con mi vida, y menos aún si seguiría ejerciendo la medicina. -Hizo una pausa-. No pensé en acabar el tratamiento hasta la época…

– ¿Qué época?

Quitó el tapón de la jeringa con los dientes y contestó:

– El divorcio.

– Pues entonces no pasa nada -dijo Jeffrey, refrenándose para no salir corriendo cuando ella le clavó la aguja en la vena.

Sara lo hizo con delicadeza, pero Jeffrey odiaba las inyecciones. A veces se mareaba sólo de pensar en ellas.

– Son agujas para niños -dijo ella, con más sarcasmo que consideración-. ¿Por qué dices que no pasa nada?

– Porque sólo me acosté con ella una vez -dijo él-. Al día siguiente me echaste.

– Exacto. -Sara acopló el tubo de vacío a la jeringa y soltó el torniquete.

– O sea que cuando volvimos a estar juntos estabas ya vacunada. Por tanto, debes ser inmune.

– Te olvidas de aquella vez.

– ¿Qué…?

Se interrumpió al acordarse. La noche antes del juicio por el divorcio, Sara se presentó en su casa borracha como una cuba y en actitud receptiva. En su desesperación por recuperarla, Jeffrey se aprovechó de las circunstancias, pero todo fue en vano, ya que ella se marchó furtivamente antes del amanecer. Después no le devolvió las llamadas y, cuando esa noche él fue a su casa, ella le cerró la puerta en las narices.

– Estaba en medio de la tanda -explicó ella-. Me faltaba el refuerzo.

– Pero ¿te habías puesto las primeras dos vacunas?

– Aun así, existe riesgo. -Sacó la aguja y le puso el tapón-. Y no hay vacuna para la hepatitis C. -Le aplicó un aposito de algodón en el brazo y lo obligó a doblar el codo para sostenerlo. Cuando lo miró, Jeffrey supo que iba a recibir una lección-. Hay cinco tipos básicos de hepatitis, algunos con cepas distintas -empezó a explicar, al tiempo que tiraba la jeringa al cubo de residuos con riesgo biológico-. La A es básicamente como un gripazo. Dura un par de semanas, y después, desarrollas anticuerpos. No puedes volver a contraerla.

– Ya.

Era el único detalle que retenía de su visita a la consulta de Hare. El resto lo recordaba como en una nebulosa. Había intentado escuchar -lo había intentado de verdad- al primo de Sara cuando le explicó las diferencias y factores de riesgo, pero era tal su deseo de salir de allí cuanto antes que no pudo pensar en otra cosa. Tras una noche en vela, le asaltaron diversas dudas, pero fue incapaz de telefonear a Hare para consultárselas. Durante los días siguientes osciló entre un estado de negación y otro de pánico absoluto. Jeffrey era capaz de recordar hasta el último detalle de un caso sucedido quince años atrás, pero no le había quedado grabada en la memoria ni una sola palabra de lo que había dicho Hare.

– La hepatitis B es distinta. Puedes tenerla y curarte, o puede ser crónica. Alrededor de un diez por ciento de los infectados se convierten en portadores. El riesgo de contagio es de uno entre tres. El riesgo del sida es de uno entre trescientos.

Sin duda Jeffrey carecía de las dotes matemáticas de Sara, pero podía calcular las probabilidades.

– Tú y yo hemos tenido relaciones sexuales más de tres veces desde lo de Jo.

Aunque Sara intentó disimular, Jeffrey percibió la mueca al oír el nombre.

– Es una lotería, Jeffrey.

– No he querido decir…

– La hepatitis C suele contagiarse mediante el contacto con la sangre. Podrías tenerla y no saberlo. Normalmente uno no se entera hasta que aparecen los síntomas, y a partir de entonces empieza la cuenta atrás: fibrosis hepática, cirrosis, cáncer…

Él se limitaba a mirarla fijamente. Sabia cómo acabaría aquello. Como en un accidente ferroviario, no podía hacer nada salvo esperar a que el tren descarrilara.

– Estoy furiosa contigo -dijo Sara, la afirmación más evidente que había salido de sus labios-. Estoy furiosa porque esto saca a relucir toda esa historia otra vez. -Se interrumpió en un intento de serenarse-. Quería olvidar lo ocurrido, empezar de nuevo, y esto vuelve a restregármelo todo por la cara. -Parpadeó con los ojos empañados-. Y si estás enfermo…

Jeffrey se centró en lo que se creía capaz de controlar.

– Es mi culpa, Sara. Metí la pata. Soy yo quien lo estropeó todo. Lo sé.

Aunque hacía tiempo que había aprendido a no añadir ningún «pero», en su cabeza seguía muy presente. Sara había estado distante, dedicando más tiempo al trabajo y a su familia que a Jeffrey. Él no era la clase de marido que esperaba la cena en la mesa todas las noches, pero habría deseado que ella encontrara al menos un poco de tiempo para él entre tantas actividades.

– ¿Hiciste con ella esas cosas que haces conmigo? -preguntó Sara con un hilo de voz.

– Sara…

– ¿No tomaste precauciones?

– Ni siquiera sé qué significa eso.

– Sí lo sabes -replicó Sara.

Ahora era ella quien lo miraba fijamente, y se produjo entonces uno de esos raros momentos en que él podía adivinarle el pensamiento.

– Dios mío -susurró Jeffrey, deseando con toda su alma estar en cualquier otro sitio.

No eran un par de pervertidos ni mucho menos, pero una cosa era explorar ciertas cosas en la cama, y otra muy distinta analizarlas a la fría luz del día.

– Si tenías un corte en la boca y ella… -Sara obviamente no podía acabar-. Incluso durante las relaciones sexuales normales, la gente puede sufrir pequeños desgarros, lesiones microscópicas.

– Ya te he entendido -la atajó él con aspereza.

Ella cogió el tubo con su sangre y escribió algo en la etiqueta con un bolígrafo.

– No estoy preguntándotelo porque quiera conocer detalles morbosos.

Él no se molestó en reprocharle la mentira. Cuando sucedió, ella lo sometió a un tercer grado, con preguntas concretas sobre cada uno de los pasos que había dado, cada beso, cada acción, como si tuviera algún tipo de obsesión voyeurista.

Sara se puso en pie y, tras abrir un cajón, sacó una tirita de un color rosado chillón con un dibujo de Barbie. Él había tenido el codo doblado durante todo ese tiempo, y cuando estiró el brazo, notó que se le había dormido. Tras retirar las bandas de la parte adhesiva, le puso la tirita encima del algodón. No volvió a hablar hasta después de echar las bandas a la basura.

– ¿No vas a decirme que tengo que superarlo? -Sara fingió un gesto de indiferencia-. Sólo ocurrió una vez, ¿verdad? No significó nada.

Jeffrey se mordió la lengua al reconocer la trampa. La ventaja de dar vueltas a lo mismo durante los últimos cinco años era que sabía cuándo debía callar. Aun así, le representó un esfuerzo no enzarzarse en una discusión con ella. Sara se negaba a ver las cosas desde su punto de vista, y acaso tuviera razón, pero eso no era óbice para que hubiera motivos por los que él actuó de ese modo, y no todos tenían que ver con que era un cabrón sin entrañas. Sabía que le tocaba desempeñar el papel de suplicante. La flagelación no era un precio muy alto a cambio de la paz.

– Siempre dices que tengo que superarlo. Que sucedió hace mucho tiempo, que ya no eres el mismo, que has cambiado. Que ella no te importaba.

– Si te lo digo ahora, ¿servirá de algo?

– No -contestó Sara-. Supongo que todo seguirá igual.

Apoyándose en la pared, Jeffrey lamentó no poder adivinarle el pensamiento en ese momento.

– Y esto ¿a qué nos conduce?