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– Quiero odiarte.

– Eso no es ninguna novedad -dijo él, pero Sara no pareció percibir la ligereza en su voz, porque le dio la razón con un gesto de asentimiento.

Jeffrey cambió de posición en la mesa, sintiéndose como un idiota allí con los pies colgando a medio metro del suelo. Oyó que Sara murmuraba «Joder» y levantó la cabeza sorprendido. Sara casi nunca usaba ese vocabulario, y él no supo si tomarse el improperio como buena o mala señal.

– No sabes hasta qué punto me irritas, Jeffrey.

– Creía que eso te enternecía.

Sara lo fulminó con la mirada.

– Como se te ocurra… -Su voz se apagó gradualmente-. ¿Qué sentido tiene? -preguntó, y él se dio cuenta de que no era una pregunta retórica.

– Lo siento -se disculpó Jeffrey, y esta vez lo dijo en serio-. Siento haber provocado esta situación. Siento haberlo estropeado todo. Siento que hayamos tenido que pasar por ese infierno…, que tú lo hayas tenido que pasar…, para llegar hasta aquí.

– ¿Y dónde es aquí?

– Supongo que eso depende de ti.

Sara se sorbió la nariz, se tapó la cara con las manos y exhaló un largo suspiro. Cuando volvió a mirarlo, Jeffrey advirtió que quería llorar pero se contenía. Mirándose la mano, jugueteó con el esparadrapo.

– No te lo toques -ordenó ella, poniendo la mano encima de la suya.

La dejó allí, y él notó su calor a través de la venda. Miró sus dedos largos y gráciles, las venas azules en el dorso de la mano que dibujaban un complejo mapa debajo de la piel pálida. Le acarició los dedos, preguntándose cómo demonios había sido tan tonto como para darlo por hecho.

– No he dejado de pensar en esa chica -comentó él-. Se parece mucho a…

– Wendy -lo interrumpió ella.

Wendy era la niña a la que había matado de un tiro.

Jeffrey apoyó su otra mano extendida sobre la de ella, deseando hablar de cualquier cosa salvo del tiroteo.

– ¿A qué hora irás a Macon?

Ella echó un vistazo al reloj de él.

– He quedado con Carlos dentro de media hora en el depósito de cadáveres.

– Es curioso que los dos hayan olido el cianuro -observó Jeffrey-. La abuela de Lena era mexicana. Y también Carlos. ¿Hay alguna relación?

– No que yo sepa. -Ella lo miraba con atención, adivinándole las intenciones como si fuera un libro abierto.

– Estoy bien -dijo Jeffrey a la vez que se bajaba de la mesa.

– Lo sé -respondió Sara. Acto seguido preguntó-: ¿Y qué hay del bebé?

– Tiene que haber un padre por algún sitio. -Jeffrey sabía que si encontraban al padre, recaerían en él todas las sospechas.

– Una mujer embarazada tiene más probabilidades de morir por homicidio que por cualquier otra causa -señaló Sara.

Con cara de preocupación, se dirigió al fregadero para lavarse las manos.

– El cianuro no se encuentra en las estanterías de un supermercado. ¿De dónde lo sacaría yo si quisiera matar a alguien?

– Lo contienen algunos productos de parafarmacia. -Sara cerró el grifo y se secó las manos con una toalla de papel-. Se han dado casos de niños envenenados con quitaesmaltes.

– ¿Eso contiene cianuro?

– Sí -contestó Sara, tirando la toalla a la basura-. Lo consulté en un par de libros anoche cuando no podía dormir.

– ¿Y?

Apoyó la mano en la mesa de reconocimiento.

– Se encuentra en casi todas las frutas y los huesos: de melocotón, albaricoque, cereza. Aunque harían falta muchos, así que no es muy práctico. Varias industrias usan cianuro, y también algunos laboratorios farmacéuticos.

– ¿Qué clase de industrias? -preguntó él-. ¿Crees que podría haber en la universidad?

– Es probable -contestó ella.

Jeffrey pensó que debía intentar averiguarlo. El Instituto de Tecnología de Grant era en esencia una facultad de agronomía, y allí se realizaban toda clase de experimentos por encargo de las grandes empresas químicas, a fin de obtener la nueva fórmula infalible para que los tomates crecieran más deprisa o los guisantes fueran más verdes.

– También sirve como endurecedor en los revestimientos metálicos -explicó Sara-. Algunos laboratorios lo usan para realizar controles, y a veces se emplea para fumigar. Está en el humo de tabaco. El ácido cianhídrico se obtiene quemando lana o diversos tipos de plásticos.

– Sería difícil meter humo por un tubo.

– El individuo tendría que llevar una máscara, pero tienes razón. Hay maneras mejores de hacerlo.

– ¿Como cuáles?

– Hace falta un ácido para activarlo. Las sales de cianuro mezcladas con un vinagre de uso doméstico podrían matar a un elefante.

– ¿No es eso lo que usó Hitler en los campos de concentración? ¿Sales?

– Creo que sí -contestó ella, frotándose los brazos.

– Si se usó un gas -dijo Jeffrey, pensando en voz alta-, estuvimos en peligro al abrir la caja.

– Puede que para entonces se hubiera disipado. O que la madera y la tierra lo absorbieran.

– ¿Sería posible que el cianuro le hubiese llegado por contaminación del suelo?

– Es un parque público bastante concurrido. Va mucha gente a correr. Dudo que alguien pudiese llevar a escondidas residuos tóxicos sin que nadie se diese cuenta.

– ¿Pero?

– Pero -convino Sara- si alguien tuvo tiempo para enterrarla allí, cualquier cosa es posible.

– ¿Tú cómo lo harías?

Sara se lo pensó.

– Mezclaría las sales con agua -contestó- y las echaría por el tubo. Obviamente la chica tendría la boca cerca para respirar. En cuanto las sales llegan al estómago, el ácido activa el veneno. Habría tardado minutos en morir.

– Hay un enchapador en las afueras del pueblo -señaló Jeffrey-. Se dedica a revestimientos metálicos, pan de oro, y cosas así.

– Dale Stanley -informó Sara.

– ¿El hermano de Pat Stanley? -preguntó Jeffrey.

Pat Stanley era uno de sus mejores patrulleros.

– Esa madre que has visto antes aquí es su mujer.

– ¿Qué le pasa al crío?

– Una infección bacteriana. El hijo mayor vino hace tres meses con el caso más grave de asma que he visto desde hace mucho tiempo. Desde entonces no ha parado de entrar y salir del hospital.

– Tampoco ella parecía andar muy bien de salud.

– No sé cómo aguanta -reconoció Sara-. Pero no me deja tratarla.

– ¿Crees que le pasa algo?

– Creo que está a punto de sufrir una crisis nerviosa.

Jeffrey se quedó pensativo.

– Supongo que debería ir a verlos.

– Es una muerte terrible, Jeffrey. El cianuro es un asfixiante químico. Elimina todo el oxígeno de la sangre hasta que ya no queda nada. Esa chica sabía qué le sucedía. El corazón debía de latirle a mil por hora. -Sara movió la cabeza en un gesto de negación, como si quisiera borrar la imagen.

– ¿Cuánto crees que tardó en morir?

– Depende de cómo ingirió el veneno, de cómo se le administró. Entre dos y cinco minutos; yo diría que fue bastante rápido. No presenta ninguna de las señales típicas de un envenenamiento por cianuro prolongado.

– ¿Y cuáles son?

– Fuerte diarrea, vómitos, ataques, síncopes. Básicamente, el cuerpo hace cuanto puede para eliminar el veneno lo antes posible.

– ¿Puede hacerlo? O sea, por sí mismo.

– Normalmente, no. Es una sustancia muy tóxica. En una sala de urgencias se pueden probar unas diez cosas distintas, desde carbón hasta nitratoamílico en cápsulas, pero en realidad lo único que se puede hacer es tratar los síntomas a medida que aparecen y cruzar los dedos. Actúa muy rápido y casi siempre es letal.

– Pero ¿crees que fue rápido? -no pudo evitar preguntar Jeffrey.

– Eso espero.

– Quiero que te lleves esto -dijo él, sacando el móvil del bolsillo de la chaqueta.

Sara arrugó la nariz.

– No lo quiero.

– Me gusta saber dónde estás.