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– Ya sabes dónde voy a estar -replicó ella-. Con Carlos en Macon y luego otra vez aquí.

– ¿Y si encuentran algo en la autopsia?

– Cogeré uno de los diez teléfonos del laboratorio y te llamaré.

– ¿Y si me olvido de la letra de «Karma Chameleon»? -preguntó Jeffrey en broma, aludiendo a la canción de Boy George que le había oído cantar por el móvil.

Sara lo fulminó con la mirada y él se echó a reír.

– Me gusta que me cantes.

– Ésa no es la razón por la que no lo quiero.

Jeffrey dejó el teléfono en la mesa al lado de ella.

– Supongo que no cambiarás de opinión si te pido que lo hagas por mí…

Sara lo miró fijamente por un instante y luego abandonó la sala de reconocimiento. Cuando él todavía se preguntaba si acaso debía seguirla, ella volvió con un libro en la mano.

– No sé si tirarte esto a la cabeza o regalártelo -le dijo.

– ¿Qué es?

– Lo encargué hace unos meses -explicó Sara-. Llegó la semana pasada. Iba a regalártelo cuando por fin te mudaras. -Lo levantó para que él pudiera leer el título en el estuche granate-. Andersonville, de Kantor -dijo, y luego añadió-: Es una primera edición.

Con la mirada fija en el libro, Jeffrey abrió y cerró la boca varias veces antes de poder articular palabra.

– Debió de costarte una fortuna.

Ella lo miró con expresión irónica a la vez que le entregaba la novela.

– En ese momento me pareció que la valías.

Sacó el libro del estuche con la sensación de que sostenía el Santo Grial. La portada era azul y blanca, y las páginas tenían los bordes un tanto desvaídos. Con cuidado, Jeffrey lo abrió por la portadilla.

– Está firmado. Lo firmó MacKinlay Kantor.

Ella se encogió ligeramente de hombros, como para quitarle importancia.

– Sé que te gusta el libro, y…

– No me puedo creer que hayas hecho esto -consiguió decir Jeffrey, con la sensación de que no podía tragar saliva.

De niño, la señorita Fleming, una de sus profesoras de lengua, le había dado el libro para leer un día en que había tenido que quedarse castigado en el colegio después de clase. Hasta entonces Jeffrey había sido una nulidad en todo, resignándose casi a la idea de que, cuando tuviera que elegir una profesión, tendría que conformarse con ser mecánico u operario de una fábrica, o peor aún, un ladronzuelo de poca monta como su padre. Pero esa novela había despertado algo en él, un deseo de aprender. Ese libro le había cambiado la vida.

Probablemente un psiquiatra establecería una relación entre esa fascinación de Jeffrey con una de las prisiones más famosas de la Confederación durante la Guerra de Secesión y el hecho de que fuera policía, pero a Jeffrey le gustaba pensar que Andersonville le inculcó una empatía de la que había carecido hasta entonces. Antes de trasladarse al condado de Grant y ocupar el cargo de comisario de policía, había visitado el condado de Sumter, en Georgia, para ver ese lugar con sus propios ojos. Todavía recordaba el escalofrío que sintió en el interior de la prisión de Fort Sumter. Más de trece mil presos habían perecido durante los cuatro años que permaneció abierta. Se quedó allí hasta que se puso el sol y ya no se veía nada.

– ¿Te gusta? -preguntó Sara.

– Es precioso -contestó, incapaz de decir nada más.

Recorrió el lomo dorado con el dedo. Kantor había recibido el Pulitzer por ese libro. Jeffrey había recibido toda una vida.

– En fin -dijo Sara-, pensé que te gustaría.

– Y me gusta. -Intentó pensar en algo profundo que decir para expresar su gratitud, y sin embargo acabó preguntando-: ¿Por qué me lo das ahora?

– Porque debes tenerlo.

– ¿Como regalo de despedida? -preguntó en broma, pero sólo a medias.

Ella se humedeció los labios y tardó en contestar.

– Sólo porque debes tenerlo.

Desde la parte delantera del edificio, se oyó una voz masculina:

– ¿Comisario?

– Brad -dijo Sara. Salió al vestíbulo y, antes de que Jeffrey pudiera añadir nada más, anunció-: Estamos aquí.

Brad abrió la puerta con el sombrero en una mano y un móvil en la otra.

– Se ha dejado el móvil en la comisaría -dijo a Jeffrey.

Jeffrey no ocultó su irritación.

– ¿Has venido hasta aquí para decirme eso?

– N-no -tartamudeó-. O sea, sí, pero también porque hemos recibido una llamada. -Se detuvo para recuperar el aliento-. Una mujer desaparecida. De veintiún años, pelo y ojos castaños. La vieron por última vez hace diez días.

Jeffrey oyó susurrar a Sara:

– Bingo.

Cogió su abrigo y el libro. Le dio el móvil nuevo a Sara y dijo:

– Llámame en cuanto sepas algo de la autopsia. -Y antes de que ella pudiera protestar, preguntó a Brad-: ¿Dónde está Lena?

Capítulo 5

Lena quería salir a correr, pero en Atlanta le habían dicho que no realizara esfuerzos antes de un par de semanas. Esa mañana se había quedado en la cama tanto rato como había podido, haciendo ver que dormía hasta que Nan se fue a trabajar. Unos minutos después salió a dar un paseo. Necesitaba tiempo para pensar en lo que había visto en la radiografía de la chica muerta. El feto era del tamaño de sus dos puños juntos, igual que el que habían sacado de su útero.

Mientras caminaba por la calle, Lena no pudo evitar acordarse de la otra mujer de la clínica, de las miradas furtivas que se habían lanzado, de la actitud culpable de la mujer al dejarse caer en la silla, como si quisiera que se la tragara la tierra. Lena se preguntó de cuántos meses estaría, qué la habría llevado a la clínica. Había oído historias de mujeres que abortaban en lugar de usar anticonceptivos, pero no se podía creer que alguien fuera capaz de someterse a semejante suplicio más de una vez. Incluso después de una semana, era incapaz de cerrar los ojos sin evocar una imagen deformada del feto. Seguro que lo que ella imaginaba era peor que la intervención en sí.

Pero sí se alegraba de no tener que estar presente en la autopsia que iba a practicarse ese día. No deseaba ver una imagen concreta de cómo había sido su propio bebé. Sólo deseaba seguir adelante con su vida y, en esos momentos, eso significaba enfrentarse a Ethan.

La noche anterior Ethan la había localizado en su casa tras sonsacarle a Hank su paradero. Lena le había contado el verdadero motivo de su regreso, que Jeffrey la había llamado para pedirle que volviera, y preparó el terreno para verlo poco en los días siguientes diciéndole que tenía que concentrarse en el caso. Ethan era listo, quizá más que Lena en muchos aspectos, y cada vez que percibía que ella empezaba a distanciarse, decía las palabras adecuadas para que tuviera la sensación de que podía elegir. Por teléfono, con una voz suave como la seda, le había dicho que hiciera lo que le pareciese más oportuno y que lo llamase cuando pudiera. Lena no sabía hasta qué punto tomarlo al pie de la letra, hasta dónde llegaba la cuerda que tenía al cuello. ¿Por qué era tan débil en todo lo que se refería a él? ¿Cuándo había adquirido Ethan el poder que tenía sobre ella? Debía tomar medidas para echarlo de su vida. Tenía que haber una manera mejor que ésa de vivir.

Lena dobló hacia Sanders Street y, al notar una ráfaga de aire frío que agitaba las hojas, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Había entrado en el cuerpo de policía del condado de Grant quince años antes para estar cerca de su hermana. Sibyl trabajaba en la sección de ciencias de la universidad, donde había tenido una carrera muy prometedora hasta que segaron su vida. Lena no podía decir lo mismo de sus propias oportunidades profesionales. Unos meses atrás había hecho lo que diplomáticamente suele llamarse un «paréntesis» en el cuerpo para trabajar en la universidad durante un tiempo antes de decidir volver a encauzar su vida. Jeffrey había tenido la generosidad de permitirle recuperar su antiguo empleo, pero ella sabía que algunos de sus otros compañeros la veían con resentimiento.