Cathy volvió a la cocina frotándose las manos en el delantal. Al tiempo que apartaba a Sara, cambió de sitio la lata de sopa que su hija había guardado.
– ¿Has comprado todo lo que había en la lista?
– Salvo el jerez para cocinar -contestó Sara, sentándose frente a Bella-. ¿Es que no sabes que los domingos no se puede comprar alcohol?
– Sí -repuso Cathy con tono acusador-. Por eso te dije que fueras a comprar ayer.
– Lo siento -se disculpó Sara. Le cogió un gajo de naranja a su tía-. Estuve lidiando con una compañía de seguros del oeste hasta las ocho. Era la única hora a la que podíamos hablar.
– Eres médico -terció Bella, afirmando lo evidente-. ¿Por qué demonios tienes que hablar con compañías de seguros?
– Porque no quieren pagar las pruebas que he pedido.
– ¿Acaso no es ése su cometido?
Sara se encogió de hombros. Al final, había desistido y contratado a una mujer para que se encargara de sortear los numerosos obstáculos que ponían las aseguradoras; aun así, dedicaba dos o tres horas al día a rellenar impresos tediosos o hablar por teléfono, a veces chillando, con los supervisores de las compañías. Desde hacía un tiempo entraba a trabajar una hora antes para adelantar el trabajo, pero por lo visto no había servido de nada.
– Es ridículo -murmuró Bella con la boca llena de naranja.
Tenía más de sesenta años pero, por lo que Sara sabía, no había estado enferma ni un solo día de su vida. Tal vez fumar un cigarrillo tras otro y beber tequila hasta el amanecer no era tan malo como parecía.
Cathy hurgó en las bolsas y preguntó:
– ¿Has traído la salvia?
– Creo que sí. -Sara se levantó para ayudar a buscarla, pero Cathy la apartó-. ¿Dónde está Tess?
– En la iglesia -contestó Cathy.
Sara era muy consciente de que no convenía ahondar en el tono de desaprobación de su madre. Obviamente, Bella también lo sabía, aunque enarcó una ceja al ofrecer a Sara otro gajo de naranja. Tess había dejado de asistir a la iglesia Baptista Primitiva, adonde Cathy iba desde que Bella y ella eran niñas, ya que, para sus necesidades espirituales, prefería una iglesia más pequeña de un condado vecino. En circunstancias normales, Cathy se habría alegrado de que al menos una de sus hijas no fuera una pagana impía, pero era evidente que había algo en la elección de Tessa que le molestaba. Como en tantas otras cosas últimamente, nadie insistía en hablar del tema.
Cathy abrió la nevera y, desplazando la leche de un lado al otro del estante, preguntó:
– ¿A qué hora llegaste a casa anoche?
– A eso de las nueve -contestó Sara mientras pelaba otra naranja.
– Si comes tanto ahora, no tendrás apetito a la hora del almuerzo -reprendió Cathy-. ¿Jeffrey ya ha trasladado sus cosas?
– Cas… -Sara se interrumpió en el último momento, poniéndose roja como un tomate. Tragó saliva varias veces antes de poder hablar-. ¿Cuándo te has enterado?
– Ay, cariño -se rió Bella-. Te has equivocado de pueblo si no quieres que la gente se meta en tu vida. Por eso me marché de aquí en cuanto pude pagarme el billete.
– Más bien en cuanto encontraste a un hombre que te lo pagara -observó Cathy con aspereza.
Sara se aclaró la garganta otra vez; tenía la sensación de que se le había hinchado la lengua hasta el punto de doblar su tamaño.
– ¿Lo sabe papá?
Cathy enarcó una ceja como había hecho su hermana poco antes.
– ¿Tú qué crees?
Sara respiró hondo y expulsó el aire entre dientes. De pronto, entendió a qué se refería su padre al decir que la mugre se incrustaba.
– ¿Está enfadado?
– Un poco -concedió Cathy-. Más bien decepcionado.
Bella chasqueó la lengua.
– Pueblo pequeño, mentalidad pequeña.
– No es el pueblo -replicó Cathy-. Es Eddie.
Bella se reclinó como para prepararse a contar una historia.
– Yo viví en pecado con un chico. Apenas había acabado la universidad y me había ido a vivir a Londres. Él era soldador, pero tenía unas manos…, en fin, tenía manos de artista. ¿Os he contado alguna vez que…?
– Sí, Bella -atajó Cathy con hastío.
Bella siempre se había adelantado a sus tiempos, ya cuando se hizo beatnik o hippie o vegetariana. Para su desgracia, nunca había conseguido escandalizar a su familia. Sara estaba convencida de que una de las razones por las que su tía se había marchado del país era para poder decir que era una oveja negra. Pero en Grant eso no se lo creía nadie. La abuela Earnshaw, defensora del sufragio femenino, se había enorgullecido de la actitud audaz de su hija y el abuelo llamaba a Bella su «pequeño barril de pólvora» delante de cualquiera que estuviera dispuesto a escucharlo. De hecho, la única vez que Bella logró escandalizarlos fue cuando anunció que se casaba con un corredor de bolsa llamado Colt y se iba a vivir a una zona residencial de las afueras. Afortunadamente, eso sólo duró un año.
Sara sintió el calor de la mirada de su madre, clavada en ella como un láser. Por fin cedió y preguntó:
– ¿Qué?
– No entiendo por qué no te casas con él, sin más.
Sara hizo girar el anillo en su dedo. Jeffrey había sido jugador de fútbol en el equipo de la Universidad de Auburn y a ella le había dado por llevar el anillo universitario de él como una chica locamente enamorada.
Como para incitarla a hablar, Bella señaló lo obvio.
– Tu padre no lo traga.
Cathy, cruzada de brazos, repitió la pregunta a Sara:
– ¿Por qué? -Hizo una pausa-. ¿Por qué no te casas con él? Él quiere, ¿no?
– Sí.
– Entonces, ¿por qué no das el sí y acabas de una vez por todas con esta historia?
– Es complicado -contestó Sara con la esperanza de zanjar así la conversación.
Las dos mujeres estaban al corriente de su historia con Jeffrey, desde que se enamoró de él y contrajeron matrimonio hasta la noche que Sara regresó a casa antes de lo previsto y se lo encontró en la cama con otra mujer. Al día siguiente presentó una demanda de divorcio, pero por alguna razón, Sara no fue capaz de cortar con él.
En su defensa, debía decirse que Jeffrey había cambiado en los últimos años. Se había convertido en el hombre que prometía ser casi quince años antes. El amor que ella sentía por él era nuevo, en cierto modo más apasionante que cuando se enamoró por primera vez. Sara no tenía ya aquella obsesión vertiginosa que experimentaba antes, aquella sensación de que se moriría si él no la llamaba. Se sentía a gusto con él. Sabía que él siempre estaría allí para ella. También sabía que después de vivir cinco años sola sin él no era feliz.
– Te pierde el orgullo -dijo Cathy-. Si es tu ego…
– No es mi ego -la interrumpió Sara, sin saber cómo explicarse y un tanto molesta por sentirse obligada a hacerlo; tenía la mala suerte de que el único tema de conversación con el que su madre se sentía a gusto era su relación con Jeffrey.
Sara se acercó al fregadero para lavarse las manos y quitarse el olor a naranja. En un esfuerzo por cambiar de tema, preguntó a Bella:
– ¿Qué tal Francia?
– Francesa -repuso Bella, pero no se dio por vencida tan fácilmente-. ¿Confías en él?
– Sí -respondió Sara-, más que la primera vez, razón suficiente para no necesitar un papel que certifique lo que siento.
– Ya sabía yo que volveríais -dijo Bella con cierto aire de suficiencia. Señaló a Sara con un dedo-. Si la primera vez realmente hubieras querido expulsarlo de tu vida, habrías dejado tu trabajo de médico forense.