No se lo echaba en cara. Visto desde fuera, debía de dar la impresión de que Lena lo tenía todo muy fácil, pero viéndolo desde dentro, ella sabía que no era así. Habían transcurrido casi tres años desde la violación. Tenía aún profundas cicatrices en los pies y las manos de cuando su agresor la clavó al suelo. El verdadero dolor no empezó hasta que la liberaron.
Pero de algún modo, las cosas empezaban a ser más llevaderas. Ahora podía entrar en una habitación vacía sin sentir que se le erizaba el vello de la nuca. Ya no tenía ataques de pánico cuando se quedaba sola en su casa. A veces despertaba y se pasaba media mañana sin acordarse de lo sucedido.
Debía reconocer que Nan Thomas era una de las razones por las que su vida empezaba a ser más llevadera. Cuando Sibyl las presentó, Lena la detestó a primera vista. No es que Sibyl no hubiera tenido otras amantes, pero en el caso de Nan percibió algo de permanente. Lena incluso había dejado de hablarse con su hermana durante un tiempo cuando las dos mujeres se fueron a vivir juntas. Como tantas otras cosas, Lena ahora lo lamentaba, y Sibyl ya no estaba para oír sus disculpas. Lena suponía que podía disculparse con Nan, pero cada vez que se lo planteaba, no le salían las palabras.
Vivir con Nan era como intentar aprender la letra de una canción conocida. Uno primero se dice que esta vez prestará atención de verdad, pero al cabo de tres versos se olvida de sus intenciones y se deja llevar por el ritmo familiar de la música. Después de seis meses de compartir la casa, Lena tan sólo conocía detalles superficiales sobre la vida de la bibliotecaria. A Nan le encantaban los animales pese a sus graves alergias; le gustaba el ganchillo, y los viernes y los sábados por la noche se dedicaba a leer. Cantaba en la ducha y por la mañana, antes de ir a trabajar, tomaba té verde en un tazón azul que había sido de Sibyl. Siempre llevaba las gruesas gafas manchadas de huellas, pero era muy exigente con la ropa, por más que en general los colores de sus vestidos fuesen más propios de un huevo de Pascua que de una mujer de treinta y seis años. Como el padre de Lena y Sibyl, el de Nan había sido policía. Aún vivía, pero Lena no lo había conocido ni lo había oído siquiera llamar por teléfono. De hecho, las únicas veces que sonaba el teléfono en la casa acostumbraba a ser Ethan, que llamaba a Lena.
Cuando Lena entró en el camino de acceso a la casa, el Corolla marrón de Nan estaba aparcado detrás de su Celica. Lena consultó el reloj para ver cuánto tiempo llevaba paseando. Jeffrey le había dado la mañana libre para compensarla por el día anterior, y a ella le apetecía pasar un rato sola. Por lo común, Nan volvía a casa a la hora de comer, pero eran sólo poco más de las nueve.
Lena cogió el Grant Observer del jardín y echó una ojeada a los titulares mientras se dirigía a la puerta. Una tostadora se había incendiado en alguna casa el sábado por la noche y habían tenido que llamar a los bomberos. Dos alumnos del instituto Robert E. Lee habían quedado en segundo y quinto lugar en un concurso de matemáticas del estado. No se mencionaba a la chica desaparecida que habían encontrado en el bosque. Probablemente la edición ya estaba cerrada cuando Jeffrey y Sara se habían encontrado con la tumba. Sin duda la noticia aparecería en primera plana al día siguiente. Quizás el periódico los ayudaría a localizar a la familia de la chica.
Mientras abría la puerta, leyó la noticia del incendio causado por la tostadora, sin entender por qué se necesitaron dieciséis bomberos voluntarios para sofocarlo. Percibiendo una presencia distinta en la habitación, alzó la vista y, atónita, vio a Nan sentada en una silla enfrente de Greg Mitchell, el antiguo novio de Lena. Habían vivido juntos durante tres años hasta que Greg se hartó de su mal genio. Hizo las maletas y se marchó cuando ella estaba en el trabajo -una maniobra cobarde aunque, en retrospectiva, comprensible-, dejando una breve nota en la nevera. Tan breve que recordaba cada palabra. «Te quiero pero no aguanto más. Greg.»
En los siete años transcurridos desde entonces habían hablado en total dos veces, las dos por teléfono, y las dos conversaciones terminaron cuando Lena colgó sin que Greg pudiera decir más que: «Soy yo».
– Lee -dijo Nan, casi gritando, y se puso en pie al instante, como si la hubieran sorprendido con las manos en la masa.
– Hola -consiguió decir Lena, y se le atragantó la palabra.
Se había llevado el periódico al pecho como si necesitase protección. Y quizá fuera así.
En el sofá, al lado de Greg, había una mujer más o menos de la edad de Lena. Tenía la piel aceitunada y el cabello castaño recogido en una cola suelta. En sus buenos días, podía pasar por prima lejana de Lena, una de las parientes feas de la rama de Hank. Ese día, sentada junto a Greg, la chica tenía más bien pinta de puta. Lena sintió cierta satisfacción al ver que Greg se conformaba con una réplica de calidad inferior, pero aun así tuvo que contener una punzada de celos.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó. Greg pareció desconcertado, y ella, procurando suavizar su tono, aclaró-: Quiero decir, aquí, en el pueblo. ¿Cómo es que has vuelto?
– Esto… Mmm… -Una sonrisa abochornada se dibujó en su rostro. Quizás esperaba que ella lo golpease con el periódico. No sería la primera vez. Señalándose el tobillo, explicó-: Me he roto la tibia y el peroné. -Lena vio un bastón entre el sofá y la chica-. He vuelto a casa por un tiempo para que mi madre me cuide.
Lena sabía que su madre vivía a dos manzanas. El corazón le dio un extraño vuelco al preguntarse cuánto tiempo llevaba él allí. Tras devanarse los sesos buscando algo que decir, se conformó con preguntar:
– ¿Y ella cómo está? Tu madre.
– Tan cascarrabias como siempre.
Tenía los ojos de un azul diáfano, en contraste con el cabello negro azabache. Lo llevaba más largo, o tal vez se le había pasado cortárselo. Greg se olvidaba continuamente de cosas como ésas, siempre colgado horas y horas delante del ordenador programando aunque la casa se viniera abajo. Eso había sido motivo de discusión permanente. Todo era motivo de discusión permanente. Ella nunca se rendía, nunca cedía ni un ápice en nada. La sacaba de quicio y, aunque había llegado a odiarlo a muerte, era posiblemente el único hombre a quien había amado de verdad.
– ¿Y tú? -preguntó él.
– ¿Qué? -dijo Lena, absorta aún en sus pensamientos. Greg tamborileó en el bastón, y ella vio que tenía las uñas mordidas hasta la carne. Greg lanzó una mirada a las otras dos mujeres, con una sonrisa algo más vacilante.
– Te he preguntado cómo te va.
Lena se encogió de hombros y siguió un largo silencio durante el que no pudo más que mirarlo. Por fin, se obligó a fijar la vista en las manos. Había hecho jirones el ángulo del periódico como un ama de casa nerviosa. Nunca se había sentido tan violenta en la vida. En el manicomio había chiflados que sabían comportarse en sociedad mejor que ella.
– Lena -terció Nan con voz tensa-, te presento a Mindy Bryant.
Mindy tendió la mano y Lena se la estrechó. Vio que Greg se fijaba en las cicatrices en el dorso de su mano y, cohibida, la retiró.
– Me he enterado de lo que pasó -dijo él, con un tono de serena tristeza.
– Ya -consiguió decir ella, metiéndose las manos en los bolsillos de atrás-. Oye, tengo que arreglarme para ir a trabajar.
– Ah, vale -dijo Greg.
Intentó ponerse en pie. Mindy y Nan hicieron ademán de ayudarlo; Lena, en cambio, no se movió. Habría querido echarle una mano, incluso llegó a contraer los músculos, pero por alguna razón sus pies permanecieron pegados al suelo.
Apoyado en el bastón, Greg dijo a Lena:
– Sólo quería pasar para deciros que he vuelto.
Se inclinó y besó a Nan en la mejilla. Lena recordó las continuas discusiones que había tenido con Greg a causa de la orientación sexual de Sibyl. Él siempre se ponía del lado de su hermana y debía de parecerle bien que Lena y Nan vivieran juntas. O quizá no. Greg no era retorcido y no guardaba rencor por mucho tiempo; era una de las muchas cualidades suyas que ella no había comprendido.