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– Siento lo de Sibyl. Mi madre no me lo contó hasta que volví -dijo Greg.

– No me extraña -contestó Lena.

Lu Mitchell había aborrecido a Lena nada más conocerla. Era una de esas mujeres que consideraba a su hijo un santo varón.

– Bueno, ya me voy -dijo Greg.

– Ya -respondió Lena, y retrocedió para franquearle el paso hasta la puerta.

– Déjate ver alguna vez -dijo Nan, y le dio unas palmadas en el brazo.

Todavía se la notaba nerviosa, y Lena se fijó en que parpadeaba mucho. Había algo distinto en ella, pero Lena no sabía qué era.

– Estás guapísima, Nan -dijo Greg-. Fantástica, de verdad.

Nan se ruborizó, y Lena cayó en la cuenta de que no llevaba gafas. ¿Cuándo había empezado Nan a usar lentillas? Y ya puestos, ¿por qué motivo? Nunca había mostrado gran preocupación por su aspecto físico, y sin embargo ese día incluso había prescindido de sus habituales tonos pastel y llevaba unos vaqueros y una sencilla camiseta negra. Lena nunca le había visto una prenda de un color más oscuro que el verde manzana. Mindy había dicho algo, y Lena se disculpó:

– ¿Perdona?

– Decía que ha sido un placer conocerte. -Tenía voz de pito, y Lena confió en que su sonrisa forzada no delatase su aversión.

– También yo me alegro de conocerte -dijo Greg.

Lena abrió la boca para decir algo y luego cambió de parecer. Greg estaba ya en la puerta, con la mano en el picaporte. Dirigió una última mirada a Lena por encima del hombro.

– Ya nos veremos.

– Ya -contestó Lena, con la sensación de que eso era prácticamente lo único que había dicho en los últimos cinco minutos.

La puerta se cerró con un chasquido y las tres mujeres se quedaron de pie en círculo. Mindy dejó escapar una risa nerviosa, y Nan se sumó con una carcajada un poco demasiado estridente. Se llevó la mano a la boca para sofocarla.

– Tengo que volver al trabajo -dijo Mindy. Se inclinó para besar a Nan en la mejilla, pero Nan se apartó. Se dio cuenta de su reacción y volvió a acercarse, golpeando sin querer a Mindy en la nariz.

Mindy se rió, frotándose en la nariz.

– Te llamaré.

– Esto… vale -contestó Nan, roja como un tomate-. Aquí me encontrarás. Hoy, quiero decir. O mañana en el trabajo. -Miró alrededor, eludiendo a Lena-. O sea, estaré por aquí.

– De acuerdo -respondió Mindy con una sonrisa un poco más tensa. Y dirigiéndose a Lena, añadió-: Encantada de conocerte.

– Sí, lo mismo digo.

Mindy lanzó una mirada furtiva a Nan.

– Hasta luego.

Nan se despidió con la mano y Lena se despidió a su vez:

– Adiós.

La puerta se cerró y Lena sintió que la habitación se había quedado sin aire. Nan seguía sonrojada y apretaba tanto los labios que empezaban a perder el color. Lena decidió romper el hielo y comentó:

– Parece simpática.

– Sí -coincidió Nan-. O sea, no. No es que no sea simpática. Es sólo que… Ay, Dios. -Se llevó los dedos a los labios para obligarse a callar.

Lena buscó algún comentario positivo que hacer.

– Es mona.

– ¿Tú crees? -Nan se ruborizó otra vez-. Quiero decir, no es que importe. Sólo que…

– No pasa nada, Nan.

– Es demasiado pronto.

Lena no supo qué más decir. No se le daba bien consolar a la gente. No se le daba bien lidiar con las emociones, circunstancia que Greg había mencionado varias veces antes de hartarse y marcharse.

– Greg acaba de presentarse aquí sin más -explicó Nan, y cuando Lena se volvió hacia la puerta de la calle, aclaró-: Ahora no, hace un rato. Estábamos las dos aquí, Mindy y yo. Mientras charlábamos, él ha llamado y… -Se interrumpió y respiró hondo-. Greg tiene buen aspecto.

– Sí.

– Dice que se pasa el día paseando por el barrio -dijo Nan-. Por la pierna. Está haciendo fisioterapia. No quería ser grosero. Ya sabes, por si lo veíamos por la calle y nos preguntábamos qué hacía por aquí.

Lena movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

– No sabía que estabas aquí. Que vivías aquí.

– Ah.

Volvió a producirse un silencio.

– En fin… -dijo Nan.

– Pensaba que estarías en el trabajo -la interrumpió Lena.

– Me he tomado la mañana libre.

Lena apoyó la mano en la puerta. Saltaba a la vista que Nan había querido mantener su cita en secreto. Quizá se avergonzaba, o quizá temía la reacción de Lena.

– ¿Has tomado café con ella? -preguntó Lena.

– Es demasiado pronto después de Sibyl -explicó Nan-. No me he dado cuenta hasta que tú has llegado…

– ¿De qué?

– Se parece a ti. A Sibyl. -Se corrigió-: No es idéntica a Sibyl, no es tan guapa. No es tan… -Nan se frotó los ojos con los dedos y susurró-: Mierda.

Una vez más, Lena se quedó sin palabras.

– Malditas lentillas -protestó Nan.

Bajó la mano, pero Lena vio que se le habían empañado los ojos.

– Tranquila, Nan -dijo Lena, con una extraña sensación de responsabilidad-. Ya han pasado tres años -señaló, aunque daba la impresión de que habían sido apenas tres días-. Mereces vivir. Ella habría querido que tú…

Nan la interrumpió con un gesto de asentimiento, sorbiéndose la nariz ruidosamente. Agitó las manos ante la cara.

– Mejor será que vaya a quitarme esta mierda. Es como si tuviera agujas en los ojos.

Casi corriendo, se fue al baño y cerró de un portazo. Lena contempló la posibilidad de acercarse a la puerta y preguntarle si se encontraba bien, pero se le antojó una intrusión. La idea de que Nan pudiera salir algún día con alguien ni se le había pasado por la cabeza. Al cabo de un tiempo de vivir con ella empezó a considerarla asexual, una persona que sólo existía en el contexto de su vida doméstica. Por primera vez comprendió que Nan debía de haber padecido una soledad espantosa durante todo aquel tiempo.

Lena estaba tan absorta en sus pensamientos que el teléfono sonó varias veces antes de que Nan preguntase a voz en grito:

– ¿No vas a cogerlo?

Lena descolgó el auricular sólo un segundo antes de que saltase el contestador.

– ¿Sí?

– Lena -dijo Jeffrey-. Sé que te di la mañana libre…

El alivio la invadió como un rayo de sol.

– ¿Cuándo me necesitas?

– Estoy delante de tu casa.

Lena se acercó a la ventana y vio su coche patrulla blanco.

– Dame un minuto para cambiarme.

Reclinada en el asiento del acompañante, Lena contemplaba el paisaje mientras Jeffrey conducía por una carretera de grava en los aledaños del pueblo. El condado de Grant se componía de tres municipios: Heartsdale, Madison y Avondale. Heartsdale, sede del Instituto de Tecnología de Grant, era la joya del condado, y con sus enormes mansiones anteriores a la guerra y casas de cuentos de hadas, desde luego lo parecía. En comparación, Madison era un pueblucho, una versión de segunda de lo que debería ser una población, y Avondale, desde que el ejército había cerrado la base militar, era directamente el culo del mundo. Lena y Jeffrey tuvieron la mala suerte de que la llamada viniera de Avondale. Todos los policías que Lena conocía temían las llamadas de esa parte del condado, donde a causa de la pobreza y los odios el pueblo entero parecía una olla a punto de romper a hervir.

– ¿Has acudido alguna vez a una llamada tan lejos? -preguntó Jeffrey.

– Ni siquiera sabía que aquí hubiera casas.

– No las había la última vez que pasé. -Jeffrey le entregó una carpeta; encima, sujeto con un clip, había un papel que contenía las indicaciones-. ¿Qué carretera tenemos que coger?