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El hombre se dio media vuelta, y el ceño se convirtió en una expresión de desconcierto. Llevaba una camisa blanca de manga larga extremadamente almidonada y vaqueros igual de acartonados, con la raya marcada en la pernera. Tocado con una gorra de los Braves, sus grandes orejas sobresalían a los lados como vallas publicitarias. Se enjugó la saliva de la boca con la manga de la camisa.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó el viejo, y Lena advirtió que estaba ronco de gritar.

– Buscamos a Ephraim Bennett -dijo Jeffrey.

El hombre volvió a mudar la expresión. Sonrió de oreja a oreja y se le iluminaron los ojos.

– Está al otro lado de la carretera -respondió, señalando el camino por donde habían venido Jeffrey y Lena, e indicó-: Tendrán que dar media vuelta, girar a la izquierda y seguir medio kilómetro; lo verán a la derecha.

Pese a su jovialidad, la tensión flotaba en el aire como un nubarrón. Costaba reconciliar al hombre que poco antes gritaba a voz en cuello con ese amable abuelito que les ofrecía su ayuda. Lena echó una ojeada al grupo de trabajadores, unos diez en total. Algunos parecían tener un pie en la tumba. Una chica en particular daba la impresión de no poder mantenerse en pie, aunque Lena no sabía si era por el sufrimiento o a causa de una borrachera. Todos tenían pinta de hippies colocados.

– Gracias -dijo Jeffrey al anciano, pero parecía no querer marcharse.

– Que Dios lo bendiga -contestó el hombre, y luego dio la espalda a Jeffrey y Lena, como si los despidiera-. Hijos míos -dijo con la Biblia en alto-, volvamos a los campos.

Lena percibió la vacilación de Jeffrey y no se movió hasta que él hizo ademán de marcharse. Aunque no se trataba de tirar al viejo al suelo y preguntarle qué demonios sucedía, supo que los dos pensaban lo mismo: allí ocurría algo raro.

Guardaron silencio hasta que entraron en el coche. Jeffrey arrancó y echó marcha atrás para poder dar la vuelta.

– ¡Qué extraño! -comentó Lena.

– Extraño ¿por qué?

Lena no supo si Jeffrey no coincidía con ella o sólo pretendía inducirla a explicar lo que habían visto.

– Por todo ese rollo de la Biblia.

– Parecía un poco fanático -reconoció Jeffrey-, pero eso es normal por aquí.

– Aun así -insistió ella-, ¿quién se lleva una Biblia a trabajar?

– Supongo que mucha gente por estos alrededores.

Volvieron a la carretera principal y casi de inmediato Lena vio un buzón a su lado.

– Trescientos diez -dijo-. Es aquí.

Jeffrey giró.

– El simple hecho de ser religioso no implica que alguien sea raro.

– No he dicho eso -insistió Lena, aunque quizá sí.

Desde los diez años, había odiado la Iglesia y todo aquello parecido a un hombre en lo alto de un pulpito dando órdenes a diestro y siniestro. Sin ir más lejos, la obsesión de su tío Hank por la religión era peor que su antigua adicción a la cocaína, que se había inyectado en las venas durante casi treinta años.

– Intenta mantener una mentalidad abierta -recomendó Jeffrey.

– Ya -contestó ella, preguntándose si se había olvidado de que unos años antes la había violado un fanático religioso, un individuo que se deleitaba crucificando a mujeres.

Si Lena detestaba la religión, desde luego no le faltaban razones para ello.

El camino de acceso que tomó Jeffrey era tan largo que Lena temió que se hubiesen equivocado en el desvío. Cuando pasaron por delante de un granero y lo que parecía un anexo, Lena tuvo una sensación de déjà vu. Reese, donde se había criado, estaba plagado de sitios así. El ultraliberalismo económico de la administración Reagan había llevado a los granjeros a la ruina. Familias enteras habían abandonado las tierras que les pertenecían desde hacía generaciones, dejándolas en manos de los bancos para que se las apañaran como pudieran. La mayoría de los bancos las vendían a multinacionales, que a su vez contrataban a inmigrantes ilegales, reduciendo así las pagas y aumentando los beneficios.

– ¿Se usa cianuro en los pesticidas hoy día?

– Ni idea. -Lena sacó su cuaderno para recordarse que debía averiguarlo.

Jeffrey aminoró la marcha cuando llegaron a una empinada cuesta. Había tres cabras en el camino, y tocó la bocina para que se apartaran. Las campanillas que llevaban colgadas del cuello tintinearon cuando se dirigieron al trote hacia un gallinero. Delante de una pocilga, una adolescente y un niño sostenían un cubo entre los dos. La muchacha llevaba un vestido sencillo, el niño un peto sin camiseta ni zapatos. Ambos siguieron el coche con la mirada, y a Lena se le erizó el vello del brazo.

– Como alguien empiece a tocar el banjo, me largo -dijo Jeffrey.

– Y yo detrás de ti -contestó Lena, aliviada al ver que por fin asomaba la civilización.

La casa era una construcción modesta, con dos mansardas en un tejado muy inclinado. La madera parecía recién pintada y en buen estado de conservación, y salvo por la presencia de una furgoneta vieja y destartalada, aquello habría podido ser fácilmente la vivienda de un profesor universitario de Heartsdale. Unas flores bordeaban el porche delantero y un sendero de tierra hasta el camino de acceso. Cuando se apearon del coche, Lena vio a una mujer detrás de la puerta mosquitera. Tenía las manos entrelazadas ante ella y, por la evidente tensión que mostraba, Lena dedujo que era la madre de la chica desaparecida.

– Esto no va a ser fácil -comentó Jeffrey, y Lena, no por primera vez, se alegró de que fuera él, y no ella, quien se encargaba de semejantes tareas.

Lena cerró la puerta y, mientras apoyaba la mano en el capó, salió un hombre de la casa. Pensó que lo seguiría la mujer, pero detrás vio aparecer a un hombre de mayor edad.

– ¿Comisario Tolliver? -le preguntó el más joven.

Tenía el pelo de un color rojo oscuro, pero sin las pecas que suelen acompañarlo. Su piel era tan pálida como cabía esperar, y sus ojos verdes tan claros que, a la luz del sol de la mañana, Lena pudo distinguir el color a tres metros de distancia por lo menos. Era atractivo para quien le gustara esa clase de hombre, pero con la camisa de manga corta remetida en los Dockers caquis, tenía todo el aspecto de un profesor de matemáticas de instituto.

Jeffrey quedó desconcertado por un momento, pero enseguida se recuperó y dijo:

– ¿Señor Bennett?

– Lev Ward -aclaró-. Éste es Ephraim Bennett, el padre de Abigail.

– Ah -murmuró Jeffrey, y Lena advirtió su sorpresa.

Pese a la gorra de béisbol y el peto, Ephraim Bennett aparentaba unos ochenta años, difícilmente la edad de un hombre con una hija veinteañera. Con todo, era un hombre nervudo y enjuto, con un brillo de salud en los ojos. Aunque le temblaban las manos, Lena pensó que no se le escapaba nada.

– Lamento sinceramente conocerlo en estas circunstancias -dijo Jeffrey.

Ephraim le estrechó la mano con firmeza pese a su evidente temblor.

– Le agradezco que se ocupe de esto personalmente. -Tenía el marcado acento sureño que Lena sólo había oído en las películas de Hollywood. La saludó quitándose la gorra-: Encantado.

Lena devolvió el saludo con un gesto, observando a Lev, que parecía estar al mando pese a los treinta y tantos años que separaban a los dos hombres.

– Gracias por venir tan pronto -dijo Ephraim a Jeffrey, si bien Lena no habría dicho que habían respondido con celeridad precisamente.

La llamada se había realizado la noche anterior. Si en lugar de Ed Pelham la hubiese atendido Jeffrey, éste habría ido de inmediato a casa de los Bennett, sin esperar al día siguiente.

– Surgió un problema de jurisdicción -se disculpó Jeffrey.

– Eso fue culpa mía -intervino Lev-. Nuestra granja está en el condado de Catoogah. No lo pensé.

– Ninguno de nosotros lo pensó -lo disculpó Ephraim.

Lev agachó la cabeza, como para recibir la absolución.

– Nos hemos acercado a la granja de enfrente para pedir indicaciones. Había un hombre, de unos sesenta y cinco o setenta años…