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Esther sonrió como si siguiera la corriente a Lena:

– Sólo les pedimos que vayan al oficio del domingo. No es obligatorio. Celebramos la reunión de hermandad todos los días a las ocho, y también son bienvenidos si desean asistir. La mayoría prefiere no ir, y lo aceptamos. No les exigimos nada salvo que obedezcan las reglas y sean respetuosos con nosotros y sus compañeros.

Se habían desviado del tema, y Lena intentó reconducir la conversación.

– ¿Usted trabaja en la granja?

– Normalmente doy clases a los niños. La mayoría de las mujeres que vienen aquí tienen hijos. Intento ayudarlas cuanto puedo, pero tampoco ellas se quedan mucho tiempo. Lo único que puedo darles es cierta estructura.

– ¿Cuánta gente hay a la vez?

– Yo diría que unas doscientas personas, pero eso puede preguntárselo a Lev. Yo no me ocupo de los registros de empleados y cosas así.

Lena tomó nota mentalmente de que debía acceder a esos registros, aunque no pudo por menos de imaginar a un montón de chicos a quienes lavaban el cerebro para que renunciaran a sus bienes materiales y se unieran a esa extraña familia. Se preguntó si Jeffrey estaría llevándose la misma impresión en el salón.

– ¿Aún da clases a Abby?

– Hablamos de literatura, sobre todo. Me temo que no puedo ofrecerle gran cosa más allá del programa habitual de secundaria. Ephraim y yo nos planteamos enviarla a una pequeña universidad, tal vez Tifton o West Georgia, pero a ella no le interesó. Le encanta trabajar en la granja, entiéndalo. Su mayor don es la capacidad de ayudar a los demás.

– ¿Siempre lo ha hecho así? -preguntó Lena-. Me refiero a la escolarización en casa.

– Todos estudiamos en casa. Todos menos Lev. -Sonrió concorgullo-. Paul sacó una de las notas más altas en el examen de acceso a la Universidad de Georgia.

A Lena no le interesaba la trayectoria académica de Paul.

– ¿Ése es su único trabajo en la granja? ¿Dar clases?

– Ah, no. -Se echó a reír-. En la granja, llegado el momento, todos tenemos que hacer de todo. Yo empecé en los campos, igual que Becca ahora. Zeke es aún un poco joven, pero lo hará dentro de unos años. Mi padre cree que si uno va a dirigir la empresa, tiene que conocer cada una de sus partes. Yo me ocupé un tiempo de la contabilidad. Por desgracia, se me dan bien los números: Si por mí fuera, me pasaría todo el día leyendo en el sofá. Pero mi padre quiere que estemos preparados para el día en que él falte.

– ¿Usted dirigirá la granja en un futuro?

Volvió a reírse ante semejante idea, como si fuera inconcebible que una mujer pudiera dirigir una empresa.

– Tal vez se encargue Zeke o alguno de los chicos. La cuestión es estar preparado. Eso tiene especial importancia si se considera que nuestra mano de obra no está particularmente motivada para quedarse. Es gente de la ciudad, acostumbrada a otro ritmo de vida. Al principio esto les encanta: la tranquilidad, la soledad, la facilidad en comparación con su antigua vida en la calle, pero con el tiempo empiezan a aburrirse un poco, después se aburren mucho, y al final, sin darse cuenta, lo mismo que antes los atraía los lleva a salir corriendo. Procuramos ser selectivos a la hora de formarlos. No nos interesa dedicar toda una temporada a enseñar un trabajo especializado a una persona cuando va a marcharse en pleno proceso para volver a la ciudad.

– ¿Drogas? -preguntó Lena.

– Claro -le contestó Esther-. Pero nos andamos con mucho cuidado. Hay que ganarse la confianza. En la granja están prohibidos el alcohol y el tabaco. Si alguien quiere ir al pueblo, puede hacerlo, pero nadie lo llevará en coche. En cuanto ponen el pie aquí, los obligamos a firmar un contrato de conducta. Si lo incumplen, tienen que marcharse. La mayoría lo agradece, y los nuevos saben por los veteranos que cuando decimos que una infracción los envía de vuelta a Atlanta, lo decimos en serio. -Suavizó el tono de voz-. Sé que parece muy severo, pero tenemos que deshacernos de los malos para que quienes intentan ser buenos tengan una oportunidad. Seguro que usted, como agente de las fuerzas del orden, lo entiende.

– ¿Cuánta gente viene y se va? -preguntó Lena-. Aproximadamente, quiero decir.

– Yo diría que el índice de abandonos es de alrededor del setenta por ciento. -Una vez más la remitió a los hombres de la familia-. Tendría que preguntar el porcentaje exacto a Lev o Paul. Ellos llevan la cuenta de todas esas cosas.

– Pero ¿usted se ha fijado en que la gente viene y se marcha?

– Claro.

– ¿Y qué me dice de Abby? -preguntó Lena-. ¿Es feliz aquí?

Esther sonrió.

– Espero que sí, pero nunca obligamos a nadie a quedarse si no quiere. -Aunque Lena asintió como si lo entendiera, Esther tuvo la necesidad de añadir-: Sé que todo esto le resultará extraño. Somos religiosos, pero no creemos que haya que imponer la religión a los demás. Cuando uno acude al Señor, debe obrar por propia voluntad o, de lo contrario, no tiene ningún valor para Él. Por sus preguntas, deduzco que ve usted con escepticismo el funcionamiento de la granja y a mi familia, pero le aseguro que nuestro único objetivo es el mayor bien de todos. Obviamente no concedemos gran importancia a las necesidades materiales. -Señaló la casa-. Para nosotros, lo importante es la salvación de las almas.

La plácida sonrisa de Esther fue lo más desalentador que Lena había experimentado a lo largo de ese día. Intentó afrontarla preguntando:

– ¿Qué hace Abby en la granja?

– A ella se le dan los números incluso peor que a mí -respondió Esther con orgullo-. Trabajó un tiempo en el despacho, pero empezó a aburrirse, así que todos acordamos que podía dedicarse a la clasificación. No es un trabajo difícil, y le permite relacionarse. Le gusta tratar con gente, mezclarse con los demás. Supongo que es normal en una chica joven.

Lena esperó un momento, extrañada de que la mujer todavía no hubiera preguntado por su hija. O estaba en plena fase de negación, o sabía de sobra dónde estaba Abby.

– ¿Abby supo lo de los robos?

– Se enteró poca gente -contestó Esther-. Lev prefiere que la iglesia se ocupe de los problemas de la Iglesia.

– ¿La iglesia? -preguntó Lena, fingiendo no saber de qué le hablaba.

– Ah, perdone -dijo Esther, y Lena advirtió que empezaba casi cada frase con una disculpa-. La Iglesia por el Bien Mayor, ése es nuestro nombre. Siempre doy por sentado que la gente ya sabe a qué nos dedicamos.

– ¿Y a qué se dedican?

Saltaba a la visa que a Lena no se le daba bien disimular su cinismo; aun así, Esther explicó con paciencia:

– Cultivos Sagrados financia las actividades para la promoción de nuestra fe en Atlanta.

– ¿Qué clase de actividades?

– Intentamos acercar la obra de Jesús a los pobres. Tenemos contactos en diversos refugios para los sin techo y las mujeres maltratadas. Algunos centros de reinserción social tienen nuestro teléfono entre sus teclas de marcado rápido. A veces nos llegan hombres y mujeres que acaban de salir de la cárcel y no tienen adónde ir. Es espantoso ver cómo nuestro sistema penitenciario engulle a esa gente y luego la escupe.

– ¿Reciben información sobre esas personas?

– En la medida de lo posible -contestó Esther, volviendo a la limonada-. Tenemos talleres de formación donde aprenden los distintos aspectos del procesado. La elaboración de la soja ha cambiado mucho en los últimos diez años.

– Se la encuentra una en casi todo -comentó Lena, y pensó que no sería prudente mencionar que eso sólo lo sabía porque vivía con una fanática del tofu y la comida sana, lesbiana para más señas.

– Sí -coincidió Esther, sacando tres vasos del armario.

– Ya saco yo el hielo -se ofreció Lena.

Abrió el congelador y vio un enorme bloque de hielo en lugar de cubitos.

– Cójalo con las manos, no importa -dijo Esther-. O mejor puedo…