– Ya lo tengo -anunció Lena a la vez que sacaba el bloque y se mojaba de paso la pechera de la blusa.
– Enfrente tenemos una cámara frigorífica para almacenar en frío. Es una lástima gastar agua aquí cuando allí hay de sobra. -Indicó a Lena que dejara el bloque en el fregadero-. Intentamos preservar nuestros recursos naturales -explicó, empleando un punzón para extraer unos trozos-. Mi padre fue el primer granjero de la región en aprovechar el agua de lluvia para el riego. Ahora tenemos demasiadas tierras para eso, claro está, pero empleamos tanta agua de lluvia como podemos.
Pensando en la pregunta de Jeffrey sobre las posibles fuentes de cianuro, Lena inquirió:
– ¿Y qué me dice de los pesticidas?
– Ah, no -contestó Esther, echando el hielo en los vasos-. No usamos, jamás. Empleamos abonos naturales. Ni se imagina los efectos que tienen los fosfatos a nivel freático. No, ni hablar. -Se rió-. Mi padre dejó bien claro desde el principio que sólo emplearíamos medios naturales. Todos formamos parte de esta tierra. Tenemos una responsabilidad para con nuestros vecinos y las personas que vendrán después de nosotros.
– Eso parece muy… -Lena buscó una palabra positiva- solidario.
– La mayoría de la gente piensa que es mucho lío para muy poca cosa -explicó Esther-. Es una situación difícil. ¿Debemos envenenar el medio ambiente y ganar más dinero para ayudar a los necesitados, o mantenemos nuestros principios y ayudamos a menos gente? Es la clase de pregunta que Jesús planteó a menudo: ¿hay que ayudar a muchos o a pocos? -Dio un vaso a Lena-. ¿Le parece que está demasiado dulce? Me temo que por aquí no usamos mucho azúcar.
Lena tomó un sorbo y sintió que se le agarrotaba la mandíbula.
– Está un poco acida -consiguió decir, intentando reprimir el sonido gutural que cobraba forma en su garganta.
– Ah. -Esther volvió a sacar el azúcar y echó más en el vaso de Lena-. ¿Y ahora?
Lena volvió a intentarlo, bebiendo esta vez menos cantidad.
– Bien -dijo.
– Bien -repitió Esther, echando más azúcar en el otro vaso.
En el tercero no añadió nada, y Lena esperó que ése no fuera para Jeffrey.
– Todo el mundo tiene sus particularidades, ¿no? -comentó Esther al pasar por delante de Lena en dirección al pasillo.
Lena la siguió.
– ¿Cómo dice?
– Me refiero a los gustos -explicó-. A Abby le encantan los dulces. Una vez, de niña, se comió una taza casi entera de azúcar antes de que me diera cuenta de que se había metido en el armario.
Frente a la biblioteca, Lena comentó:
– Tienen muchos libros.
– Clásicos, sobre todo. Y algunos best sellers y novelas del Oeste, claro. A Ephraim le encanta la novela policíaca. Supongo que le atrae porque en esos libros todo es siempre blanco o negro. Los buenos por un lado, los malos por otro.
– Ojalá fuera así -no pudo evitar decir Lena.
– A Becca le encanta la novela rosa. Ve un libro con un Adonis de pelo largo en la portada y lo devora en dos horas.
– ¿Usted la deja leer novela rosa? -preguntó Lena, pensando que eran de esos chiflados que salían en las noticias exigiendo la prohibición de Harry Potter.
– Dejamos a nuestros hijos leer todo lo que quieran. Eso es a cambio de no tener un televisor en casa. Aunque lo que lean sea basura, siempre será mejor que verla por televisión.
Lena asintió, aunque no imaginaba su vida sin televisión.
En los últimos tres años, ver cualquier programa con la mente en blanco había sido lo que la había mantenido cuerda.
– Bien, ya están aquí -dijo Lev cuando entraron en el salón; cogió uno de los vasos que llevaba Esther y se lo dio a Jeffrey.
– Ah, no -exclamó Esther, quitándoselo-. Éste es el suyo. -Dio la limonada más dulce a Jeffrey, que, como Ephraim, se había puesto de pie al aparecer las dos mujeres-. A Lev le gusta acida y supongo que usted la prefiere más dulce.
– En efecto -coincidió Jeffrey-. Muchas gracias.
Se abrió la puerta y entró un hombre que parecía la versión masculina de Esther, sujetando por el codo a una mujer mayor que él de apariencia demasiado frágil para caminar sola.
– Disculpen el retraso -dijo el hombre.
Jeffrey, con la limonada en la mano, se apartó para que la mujer ocupara su silla. Llegó otra mujer que se parecía más a Lev, con el pelo de un color rojizo claro recogido en un moño en lo alto de la cabeza. A Lena le pareció una de esas granjeras robustas capaces de dar a luz en medio de un campo y seguir cosechando algodón el resto del día. De hecho, la familia entera tenía un aspecto recio. La más baja era Esther, y medía quince centímetros más que Lena.
– Mi hermano Paul -dijo Lev, señalando al hombre-. Ésta es Rachel. -La granjera saludó con un gesto-. Y aquí Mary.
Por lo que había dicho Esther, Mary era más joven que Lev; debía de rondar la cuarentena, pero por su apariencia y actitud se diría que tenía veinte años más. Se sentó despacio, como si temiera caerse y romperse la cadera. Incluso su voz parecía la de una anciana cuando dijo en tono lastimero:
– Tendrán que disculparme, pero ando mal de salud.
– Mi padre no ha podido reunirse con nosotros -dijo Lev, eclipsando hábilmente a su hermana-. Ha tenido una apoplejía y apenas sale de casa.
– No se preocupe -dijo Jeffrey, y luego, dirigiéndose a los demás miembros de la familia, añadió-: Soy el comisario Tolliver. Ésta es la inspectora Adams. Gracias a todos por venir.
– ¿Nos sentamos? -propuso Rachel, acercándose al sofá.
Hizo una señal a Esther para que se colocara a su lado. De nuevo Lena advirtió la división de tareas entre los hombres y las mujeres de la familia: a ellas les correspondía asignar los asientos y el trabajo en la cocina; a ellos, todo lo demás.
Apoyado en la repisa de la chimenea, Jeffrey ladeó ligeramente la cabeza, señalando a Lena que se sentara a la izquierda de Esther. Lev esperó a que obedeciera antes de ayudar a Ephraim a acomodarse en la butaca más cerca de Jeffrey. Éste enarcó disimuladamente las cejas y Lena supo que debía de haberse enterado de bastantes cosas mientras ella estaba en la cocina. Se moría de ganas de comparar datos.
– Bien -dijo Jeffrey, como si ya hubieran acabado con los prolegómenos y pudieran ir al grano-. ¿Dicen que Abby desapareció hace diez días?
– Eso fue culpa mía -dijo Lev, y Lena pensó por un momento que iba a confesar-. Creí que Abby se había ido con la familia a la misión de Atlanta, y Ephraim creyó que se había quedado en la granja con nosotros.
– Todos llegamos a la misma conclusión -intervino Paul-. No creo que haya necesidad de culpar a nadie.
Lena examinó a aquel hombre por primera vez, pensando que hablaba como un abogado. Era el único que vestía ropa de confección. El traje era de raya diplomática, la corbata de un intenso color morado en contraste con la camisa blanca. Llevaba un corte de pelo de peluquería. Paul Ward parecía el ratón de ciudad al lado de sus hermanos, los ratones de campo.
– En cualquier caso, ninguno de nosotros temió que hubiera pasado nada malo -dijo Rachel.
Jeffrey ya debía de conocer el funcionamiento de la granja, porque la siguiente pregunta no fue sobre la familia ni la organización interna de Cultivos Sagrados.
– ¿Tenía Abby un trato especial con alguien en la granja? ¿Algún trabajador, tal vez?
– En realidad no la dejábamos relacionarse con los empleados -le contestó Rachel.
– Pero seguro que conocía a más gente -señaló Jeffrey, y bebió un sorbo de limonada; mientras dejaba el vaso en la repisa, pareció hacer un esfuerzo sobrehumano para no estremecerse a causa de la acidez.
– Asistía a las reuniones de la iglesia, claro, pero los trabajadores del campo suelen mantener las distancias.
– No nos gusta discriminar -añadió Esther-, pero los trabajadores son bastante toscos. Abby en realidad no conocía ese aspecto de la granja. Tenía órdenes de no acercarse a ellos.