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– Pero ¿no trabajaba Abby en los campos? -preguntó Lena, recordando su anterior conversación.

– Sí, pero sólo con otros miembros de la familia. Con primos, sobre todo -respondió Lev-. Nuestra familia es bastante numerosa.

– Rachel tiene cuatro hijos, Paul seis -informó Esther-. Los hijos de Mary viven en Wyoming y…

Se interrumpió.

– ¿Y? -la animó a seguir Jeffrey.

Rachel se aclaró la garganta, pero fue Paul quien habló.

– No vienen mucho por aquí -explicó, con una tensión en la voz que se hizo eco de la que Lena sintió de pronto en la sala-. Hace tiempo que no nos visitan.

– Diez años -precisó Mary, alzando la vista hacia el techo, como para contener las lágrimas. Lena se preguntó si habían huido de la granja. Es lo que habría hecho ella, eso desde luego-. Eligieron otro camino. Rezo por ellos todos los días cuando me levanto y todas las noches cuando me voy a dormir.

Temiendo que Mary monopolizara la conversación, Lena preguntó a Lev:

– ¿Está usted casado?

– Ya no. -Por primera vez pareció vulnerable-. Mi mujer falleció de parto hace varios años. -Esbozó una sonrisa afligida-. Por desgracia, era nuestro primer hijo, Ezekiel, pero ahora lo tengo a él para consolarme.

Jeffrey aguardó un tiempo prudencial antes de preguntar:

– Así pues, ustedes pensaron que Abby se había ido con sus padres, y sus padres pensaron que estaba con ustedes. Esto sucedió, ¿cuándo? ¿Hace diez días que se fueron de misión?

– Exacto -contestó Esther.

– ¿Y salen de misión unas cuatro veces al año?

– Sí.

– ¿Usted es enfermera diplomada? -preguntó Jeffrey.

Esther asintió, y Lena procuró disimular su sorpresa. Aquella mujer había dado un montón de información inútil acerca de sí misma sin mayor reparo; el hecho de que se hubiera callado precisamente ese detalle se le antojó sospechoso.

– Estudiaba en la Facultad de Medicina de Georgia cuando me casé con Ephraim. Mi padre pensó que estaría bien tener a alguien en la granja con experiencia práctica en primeros auxilios, y las demás chicas no soportan ver sangre.

– Es verdad -corroboró Rachel.

– ¿Hay muchos accidentes aquí? -preguntó Jeffrey.

– Por suerte, no. Hace tres años un hombre se cortó el tendón de Aquiles. Fue un horror. Conseguí contener la hemorragia gracias a mi formación, pero sólo pude administrarle los primeros auxilios. La verdad es que necesitamos un médico.

– ¿Qué médico los atiende? -preguntó Jeffrey-. A veces hay niños en la granja. -Como a modo de explicación, añadió-: Mi mujer es pediatra en el pueblo.

– Sara Linton, claro -dijo Lev, y una sonrisa al recordar asomó a sus labios.

– ¿Conoce a Sara?

– Fuimos a catequesis juntos hace mucho tiempo. -Lev alargó la palabra «mucho», como si hubieran compartido secretos.

Lena notó que a Jeffrey le irritó esa familiaridad, sin saber si su reacción se debía a los celos o a un simple impulso protector.

Como era propio de él, Jeffrey no permitió que su irritación interfiriera en la entrevista, y volvió a encauzar la conversación al preguntar a Esther:

– ¿No llaman por teléfono a casa para ver cómo va todo? -Viendo que Esther parecía confusa, añadió-: Cuando viajan a Atlanta, ¿no llaman para saber cómo están sus hijos?

– Se quedan con su familia -contestó.

Lo dijo con recato, pero Lena había visto un brillo en sus ojos, como si se sintiera insultada.

Rachel prosiguió con la explicación:

– Estamos muy unidos, comisario Tolliver, por si no se ha dado cuenta.

Jeffrey recibió la bofetada mejor de lo que la habría encajado Lena y preguntó a Esther:

– ¿Puede decirme cuándo se dio cuenta de que había desaparecido?

– Anoche volvimos tarde -contestó Esther-. Antes pasamos por la granja para ver a mi padre y recoger a Abby y Becca…

– ¿Becca tampoco fue con ustedes? -preguntó Lena.

– Claro que no -respondió la madre, como si hubiera insinuado algo absurdo-. Sólo tiene catorce años.

– Ya -dijo Lena, sin saber a qué edad una joven podía hacer el recorrido de los refugios para los sin techo de Atlanta.

– Becca se quedó con nosotros en casa -explicó Lev-. Le gusta estar con mi hijo, Zeke -prosiguió-: Cuando Abby no se presentó a cenar la primera noche, Becca supuso que había cambiado de parecer y se había ido a Atlanta. Ni siquiera se molestó en mencionarlo.

– Me gustaría hablar con ella -dijo Jeffrey.

Era evidente que a Lev no le gustaba la idea, pero movió la cabeza en señal de asentimiento.

– De acuerdo.

– ¿Abby no se veía con nadie? -insistió Jeffrey-. ¿No le interesaba ningún chico?

– Sé que cuesta creerlo debido a su edad -dijo Lev-, pero Abby vivía entre algodones. No fue a la escuela. No sabía gran cosa de la vida fuera de la granja. Intentamos prepararla llevándola a Atlanta, pero no le gustaba. Prefería una vida más enclaustrada.

– ¿Había ido antes de misión?

– Sí -contestó Esther-. Dos veces. Y no le gustó, no le gustó estar fuera.

– «Enclaustrada» es una palabra interesante -señaló Jeffrey.

– Sé que parece que hablamos de una monja -dijo Lev-, y puede que no andemos muy desencaminados. No era católica, claro, pero sí muy devota. Tenía pasión por servir al Señor.

– Amén -añadió Ephraim entre dientes, pero Lena tuvo la impresión que lo decía de una manera superficial, como si hubiera dicho «Salud» después de un estornudo.

– Tenía una fe muy sólida -afirmó Esther, y enseguida se llevó la mano a la boca, como si se hubiera dado cuenta de su desliz.

Por primera vez, había hablado de su hija en pasado. Rachel, sentada a su lado, le cogió la mano.

– ¿No había nadie en la granja que le prestara más atención de la debida? ¿Un desconocido, tal vez?

– Aquí hay muchos desconocidos, comisario Tolliver -contestó Lev-. Forma parte de nuestra labor invitar a desconocidos a nuestra casa. Isaías nos insta a albergar en casa a los pobres errantes. Es nuestra obligación ayudarlos.

– Amén -dijo la familia.

– ¿Se acuerda de cómo iba vestida la última vez que la vio? -preguntó Jeffrey a Esther.

– Sí, claro. -Esther hizo una breve pausa, como si con el recuerdo fuese a reventar una presa, desbordando sus emociones contenidas-. Habíamos cosido un vestido azul juntas. A Abby le encantaba la costura. Encontramos el patrón en un viejo baúl del desván que era de la madre de Ephraim. Le hicimos un par de cambios para darle un aire más moderno. Lo llevaba cuando nos despedimos.

– ¿Fue aquí en la casa?

– Sí, a primera hora de la mañana. Becca ya se había marchado a la granja.

– Becca estaba conmigo -aclaró Mary.

– ¿Tienen algo más que añadir? -preguntó Jeffrey.

– Abby es muy tranquila -dijo Esther-. De niña nunca se ofuscaba. Es una chica muy especial.

– Abby se parece mucho a su madre, comisario Tolliver -intervino Lev, con voz tan seria que sus palabras no parecieron un cumplido a su hermana, sino una afirmación objetiva-. Las dos tienen la misma tez, los mismos ojos almendrados. Es una muchacha muy atractiva.

Lena repitió las palabras de Lev para sus adentros y se preguntó si insinuaba que otro hombre podría desear a su sobrina o si estaba revelando algo más profundo sobre sí mismo. Era difícil saberlo. De pronto parecía bastante abierto y sincero, pero en otros momentos Lena habría dudado de su palabra aunque le dijese que el cielo era azul. Saltaba a la vista que el predicador estaba al frente de la iglesia y de la familia, y Lena tuvo la clara impresión de que debía de ser mucho más listo de lo que aparentaba.

– Le até una cinta al pelo. Una cinta azul -recordó Esther, tocándose el cabello-. Ahora me acuerdo. Ephraim había cargado el coche, y cuando ya estábamos listos para salir, encontré la cinta en mi bolso. La había guardado con la intención de emplearla como adorno en un vestido o algo así, pero pegaba tanto con su vestido que le dije que se acercara, y se agachó mientras yo le ataba la cinta al pelo… -Se le apagó la voz, y Lena vio que tragaba saliva-. Tiene un pelo tan suave…