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Rachel le apretó la mano a su hermana. Esther miraba por la ventana como si quisiera estar lejos de allí. Lena lo interpretó como un mecanismo de defensa que conocía muy bien. Era mucho más fácil alejarse de las cosas que vivir con las emociones a flor de piel.

– Rachel y yo vivimos en la granja con nuestras familias -explicó Paul-. Cada uno en su casa, claro, pero todos muy cerca de la casa principal. Anoche, al no encontrarla, buscamos a Abby por todo el recinto. Los trabajadores también participaron en la búsqueda. Registramos las casas, los edificios, de arriba abajo. Al final, llamamos al sheriff.

– Lamento que hayan tardado tanto en responder -se disculpó Jeffrey-. Han estado muy ocupados.

– Imagino que no mucha gente de su profesión se preocupa por la desaparición de una veinteañera -dijo Paul.

– ¿Y eso por qué lo dice?

– Las chicas se fugan de sus casas continuamente, ¿no es cierto? -dijo-. No crea que vivimos totalmente ajenos al mundo exterior.

– No acabo de entenderlo.

– Yo soy la oveja negra de la familia -dijo Paul, y por la reacción de sus hermanos, Lena se dio cuenta de que aquélla era una vieja broma familiar-. Soy abogado. Me ocupo de los asuntos jurídicos de la granja. Estoy semana sí semana no en Savannah.

– ¿Estuvo usted aquí la semana pasada? -preguntó Jeffrey.

– Volví anoche cuando supe lo de Abby-contestó, y se produjo un silencio.

– Hemos oído rumores -dijo Rachel, dando fin a la caza-. Unos rumores terribles.

Ephraim se llevó la mano al pecho. Le temblaban los dedos.

– Es ella, ¿verdad?

– Eso me temo, señor. -Jeffrey metió la mano en el bolsillo y sacó una Polaroid.

Como a Ephraim le temblaban demasiado las manos, Lev la cogió por él. Lena los observó con atención mientras miraban la foto. Ephraim se mantuvo sereno y callado; Lev ahogó un grito y cerró los ojos, aunque no derramó ninguna lágrima. Lena lo vio mover los labios en una muda oración. Ephraim, con la vista fija en la foto, temblaba tanto que la butaca parecía vibrar. Detrás de él, Paul miró la foto con semblante impasible. Lena buscó en el primero indicios de culpabilidad, y luego cualquier tipo de señal. Pero salvo por el movimiento de la nuez de Adán al tragar saliva, permaneció inmóvil como una roca. Esther se aclaró la garganta.

– ¿Puedo verla? -preguntó, señalando la foto. Parecía muy tranquila, pero el miedo y la angustia que sentía saltaban a la vista.

– ¡Ay, mujer! -dijo Ephraim, y la voz se le quebró a causa del dolor-. Mírala si quieres, pero créeme, no quieres verla así. No quieres llevar esto en la memoria.

Esther cedió a los deseos de su marido, pero Rachel cogió la foto. Lena vio cómo apretaba los labios hasta formar un trazo rígido.

– Dios mío -musitó-. ¿Por qué?

Tal vez sin poder evitarlo, Esther miró por encima del hombro de su hermana y vio la foto de su difunta hija. Sus hombros se estremecieron con un pequeño temblor que dio paso a espasmos de dolor, a la vez que hundía la cabeza en las manos y exclamaba entre sollozos:

– ¡No!

Mary, hasta entonces sentada en silencio, se levantó de pronto con la mano en el pecho y salió corriendo del salón. Poco después se oyó un portazo en la cocina.

Lev no dijo nada cuando vio irse a su hermana. Aunque Lena no supo interpretar su expresión, le pareció que la salida melodramática de Mary lo había molestado.

Lev se aclaró la garganta antes de preguntar:

– Comisario Tolliver, ¿podría explicarnos qué sucedió?

Jeffrey vaciló, y Lena sintió curiosidad por saber qué les contaría.

– La encontramos en el bosque -explicó-. La habían enterrado.

– ¡Ay, señor! -Esther, con la respiración entrecortada, se dobló como si le doliera algo; Rachel, con labios trémulos y lágrimas en las mejillas, le frotó la espalda.

– Se quedó sin aire -continuó Jeffrey sin entrar en detalles.

– Mi niña -gimió Esther-. Mi pobre Abigail.

Los chicos, que estaban en la pocilga, entraron. La puerta mosquitera se cerró con un portazo tras ellos. Los adultos dieron todos un respingo como si hubieran oído un disparo.

Ephraim fue el primero en hablar, en un claro esfuerzo por recobrar la compostura.

– Zeke, ¿qué te hemos dicho acerca de la puerta?

Zeke se apoyó en la pierna de Lev. Era un niño larguirucho, aunque todavía no daba señales de ser tan alto como su padre. Tenía los brazos delgados como palillos.

– Perdona, tío Eph.

– Perdona, papá -dijo Becca, aunque no había sido ella quien había dado el portazo.

Era una chica muy flaca, y aunque a Lena no se le daba bien adivinar edades, no le habría calculado más de catorce años. Obviamente no había llegado aún a la pubertad.

Zeke miraba a su tía con labios trémulos. Sin duda se daba cuenta de que algo iba mal. Se le humedecieron los ojos.

– Ven aquí, cariño -dijo Rachel, tirando de Zeke y sentándolo en su regazo; apoyó la mano en su pierna y lo acarició para consolarlo: intentaba contener su dolor, pero en vano.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Rebecca desde la puerta.

Lev puso la mano en el hombro de la chica.

– Tu hermana se ha ido a reunirse con el Señor.

Con los ojos desorbitados, la adolescente abrió la boca y se llevó la mano al estómago. Intentó preguntar algo, pero no le salieron las palabras.

– Recemos juntos -comentó Lev.

– ¿Qué? -dijo Rebecca, como si se hubiera quedado sin aliento.

Nadie le contestó. Salvo Rebecca, todos agacharon la cabeza, pero en lugar del sermón altisonante que Lena habría esperado de Lev, guardaron silencio.

Rebecca se quedó inmóvil, con la mano en el estómago, los ojos muy abiertos, mientras el resto de la familia rezaba.

Lena dirigió a Jeffrey una mirada interrogativa, sin saber qué hacer. Se sintió incómoda, desplazada. Hank había dejado de llevarla a ella y a Sibyl a rastras a la iglesia desde el día en que Lena destrozó la Biblia de otra niña. No tenía por costumbre estar con gente religiosa, fuera de la comisaría.

Jeffrey se limitó a encogerse de hombros y beber un sorbo de limonada. Levantó los hombros y tensó la mandíbula en reacción al sabor ácido.

– Disculpen -dijo Lev-. ¿En qué podemos ayudarlos?

Jeffrey habló como si recitara una lista.

– Quiero los contratos de todas las personas de la granja. Me gustaría hablar con todas las personas que estuvieron en contacto con Abigail en cualquier momento a lo largo del último año. Quiero registrar su habitación por si encontramos alguna pista. Tendría que llevarme el ordenador que han mencionado y ver si alguien se ha puesto en contacto con ella por internet.

– Nunca se quedaba sola con el ordenador -dijo Ephraim.

– De todos modos, señor Bennett, tenemos que comprobarlo todo.

– Están siendo minuciosos, Ephraim -explicó Lev-. En última instancia, tú decides, pero creo que debemos hacer cuanto podamos para ayudarlos, aunque sólo sea para descartar posibilidades.

Jeffrey aprovechó la oportunidad.

– ¿Les importaría hacer una prueba con un detector de mentiras?

Paul casi se echó a reír.

– Ni pensarlo.

– Te ruego que no hables por mí -reprendió Lev a su hermano. Se dirigió de nuevo a Jeffrey-: Haremos todo lo posible por ayudarles.

– No creo que… -replicó Paul.

Esther enderezó los hombros, con la cara hinchada por la aflicción y los ojos ribeteados.

– Por favor, no discutáis -rogó a sus hermanos.

– No discutimos -dijo Paul, quien sin embargo parecía buscar pelea.

A lo largo de los años, Lena había visto cómo el dolor sacaba a la luz la auténtica personalidad de la gente. Notó la tensión entre Paul y su hermano mayor y se preguntó si era la habitual rivalidad fraterna o algo más profundo. Por el tono de Esther, se adivinaba que no era la primera vez que discutían.