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– Sólo es a tiempo parcial -objetó Sara, aunque sabía que Bella tenía parte de razón: Jeffrey era comisario de policía del condado de Grant, y Sara, médico forense. Cada vez que se producía una muerte sospechosa en su jurisdicción, él volvía a introducirse en su vida.

Cathy se acercó a la última bolsa de la compra y sacó una botella de Coca-Cola.

– ¿Cuándo ibas a decírnoslo?

– Hoy -mintió Sara. Cathy le lanzó una mirada por encima del hombro dándole a entender que no iba a dejarse engañar-. Un día de éstos -rectificó Sara, secándose las manos en el pantalón mientras volvía a sentarse a la mesa-. ¿Vas a hacer asado mañana?

– Sí -contestó Cathy, pero no la dejó cambiar de tema-. Vives a menos de dos kilómetros de aquí, Sara. ¿Acaso creías que tu padre no vería el coche de Jeffrey aparcado delante de tu casa por las mañanas?

– Por lo que he oído -dijo Bella-, estaría allí tanto si se iba a vivir contigo como si no.

Sara observó a su madre echar la Coca-Cola en un gran recipiente de plástico. Cathy añadiría unos cuantos ingredientes, dejaría la carne en maceración por la noche y luego la asaría en una fuente refractaria durante todo el día. El resultado final sería la carne más tierna que se había servido en mesa alguna, y pese a lo fácil que parecía, Sara nunca había conseguido imitar la receta. Era irónico: a pesar de haberse especializado en química en una de las facultades de medicina más exigentes del país, era incapaz de cocinar la carne asada con Coca-Cola de su madre.

Cathy añadió distraídamente unas cuantas especias en el recipiente mientras repetía la pregunta:

– ¿Cuándo ibas a decírnoslo?

– No lo sé -contestó Sara-. Antes queríamos hacernos a la idea, sencillamente.

– No esperes eso de tu padre a corto plazo -aconsejó Cathy-. Ya sabes que tiene creencias muy firmes al respecto.

Bella soltó una carcajada.

– Ese hombre no se ha acercado a una iglesia en casi cuarenta años.

– No es una objeción religiosa -corrigió Cathy. Y a Sara-: Los dos nos acordamos de lo mal que lo pasaste al enterarte de que Jeffrey andaba flirteando por ahí. Para tu padre, después de haberte visto tan hundida, es duro que ahora sepa que Jeffrey vuelve así tan alegremente.

– Yo no diría que ha vuelto alegremente -protestó Sara, pues su reconciliación no había tenido nada de fácil.

– No puedo asegurarte que tu padre vaya a perdonarlo algún día.

– Eddie te perdonó a ti -señaló Bella.

Sara vio cómo se le demudaba el rostro a su madre. Cathy se frotó las manos en el delantal con movimientos tensos y contenidos.

– La comida estará lista dentro de unas horas -dijo en voz baja, y se marchó de la cocina.

Bella se encogió de hombros y dejó escapar un largo suspiro.

– Lo he intentado, cariño.

Sara se mordió la lengua. Pocos años antes, Cathy le había confesado a Sara lo que calificó una indiscreción en su matrimonio antes de nacer ella. Aunque la relación, según su madre, nunca se había consumado, Eddie y Cathy estuvieron al borde del divorcio a causa de otro hombre. Sara suponía que a su madre no le agradaba que le recordaran ese oscuro período de su pasado, y menos delante de su hija mayor. Ni siquiera a la propia Sara le gustaba que se lo recordaran.

– Buenas -saludó Jeffrey desde el vestíbulo.

Sara intentó disimular su alivio.

– Estamos aquí -gritó.

Jeffrey entró con una sonrisa, y Sara supuso que su padre estaba demasiado ocupado lavando el coche para hacerle pasar un mal rato a Jeffrey.

– Vaya -dijo él, mirando alternativamente a una y otra mujer con una sonrisa ponderativa-. En mis sueños, solemos estar todos desnudos.

– Eres un pájaro de cuenta -reprendió Bella, pero Sara vio que se le iluminaban los ojos de placer; pese a sus años en Europa, seguía siendo una belleza sureña de pies a cabeza.

Jeffrey le cogió la mano y se la besó.

– Cada vez que te veo estás más guapa, Isabella.

– El buen vino, amigo -dijo Bella, guiñándole un ojo-. O sea, beberlo.

Jeffrey se echó a reír, y Sara esperó a que se hiciera el silencio antes de preguntar:

– ¿Has visto a papá?

Jeffrey negó con la cabeza justo cuando oyeron el golpe de la puerta de la calle al cerrarse y los pesados pasos de Eddie en el pasillo.

Sara cogió de la mano a Jeffrey.

– Vamos a dar un paseo -instó, y prácticamente lo sacó a rastras por la puerta de atrás. Volviéndose hacia Bella, dijo-: Dile a mamá que estaremos de vuelta para comer.

Jeffrey bajó los escalones del porche a trompicones mientras ella tiraba de él hacia uno de los lados de la casa para que no lo vieran por las ventanas de la cocina.

– ¿Qué pasa? -preguntó, y se frotó el brazo como si le doliera.

– ¿Todavía te molesta? -inquirió ella.

Jeffrey había sufrido una herida en el hombro hacía un tiempo y, pese a las sesiones de fisioterapia, aún le dolía la articulación.

– Estoy bien -respondió él con un mohín de indiferencia.

– Lo siento -se disculpó ella, apoyando la mano en el hombro indemne. No bastándole con eso, lo rodeó con los brazos y hundió la cara bajo su cuello. Respiró hondo; le encantaba su olor-. Dios mío, me siento tan a gusto a tu lado.

Él le acarició el pelo.

– ¿Qué ocurre?

– Te echo de menos.

– Estoy aquí.

– No -se inclinó hacia atrás para mirarlo-, me refiero a esta semana. -Le estaba creciendo el pelo por los lados, y ella se lo remetió por detrás de las orejas con los dedos-. Vienes a casa, dejas unas cuantas cajas y te marchas enseguida.

– Los inquilinos harán la mudanza el martes y les he dicho que para entonces tendrían la cocina lista.

Ella lo besó en la oreja y susurró:

– Me había olvidado de tu aspecto.

– Es que últimamente he tenido mucho trabajo. -Se apartó unos centímetros-. Papeleo y demás. Entre eso y la casa, no me queda tiempo para mí, y menos para verte.

– No es eso -dijo Sara, extrañada de que se pusiera a la defensiva.

Los dos trabajaban demasiado; desde luego ella no era quién para tirar la primera piedra.

Jeffrey retrocedió unos pasos.

– Sé que no te he devuelto un par de llamadas… -dijo.

– Jeff -lo interrumpió ella-, ya supuse que estabas ocupado. No tiene importancia.

– ¿Qué ocurre, pues?

De pronto, Sara sintió frío y se cruzó de brazos.

– Papá ya lo sabe.

Jeffrey pareció relajarse un poco, y Sara, al ver su alivio, se preguntó si acaso esperaba otra cosa.

– No pensarías que era posible mantenerlo en secreto, ¿no?

– No lo sé -admitió Sara. Se dio cuenta de que Jeffrey estaba preocupado por algo, pero no sabía cómo sonsacárselo-. Vamos a dar un paseo por la orilla del pantano, ¿quieres? -sugirió.

Jeffrey miró hacia la casa y luego a ella.

– De acuerdo.

Sara lo condujo a través del jardín de atrás por el sendero de piedra que su padre había trazado antes de nacer ella. Cogidos de la mano, se sumieron en un plácido silencio mientras recorrían el camino de tierra que llegaba a la orilla. Ella resbaló en una piedra mojada y él la sujetó por el codo, sonriendo por su torpeza. Sara oyó más adelante el parloteo de las ardillas, y una gran águila, con las alas tensas contra la brisa que se elevaba del agua, dibujó un arco justo por encima de los árboles.

El Grant era un pantano de trece kilómetros cuadrados que en algunos puntos alcanzaba los cien metros de profundidad. Aún sobresalían de la superficie las copas de los árboles que crecían allí antes de que el valle se inundara, y Sara pensaba muchas veces en las casas abandonadas bajo el agua, preguntándose si los peces se habrían instalado en ellas. Eddie tenía una foto de la zona antes de la construcción de la presa y se parecía mucho a las áreas más rurales del condado: agradables casas rectangulares y alguna que otra cabaña. Abajo, en el fondo del valle, había tiendas e iglesias y una fábrica de algodón que, tras sobrevivir a la Guerra de Secesión y la Reconstrucción, acabó cerrando en los tiempos de la Depresión. Todo eso se lo llevaron las torrenciales aguas del río Ochawahee para que Grant dispusiera de una fuente de energía eléctrica fiable. En verano, el nivel del agua subía o bajaba según la demanda de la presa, y Sara, de niña, tenía por costumbre apagar todas las luces de la casa pensando que así el nivel del agua se mantendría a altura suficiente para practicar el esquí náutico.