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– ¿Abby se veía con alguien? -preguntó Jeffrey. Rebecca se mordió el labio inferior. A Jeffrey no le importaba esperar, pero Lena vio que empezaba a preocuparle que algún familiar irrumpiera en la habitación.

– Yo también tengo una hermana mayor -intervino Lena, omitiendo el hecho de que había muerto-. Sé que no quieres chivarte, pero Abby ya no está. No la meterás en un lío si nos cuentas la verdad.

La chica siguió mordiéndose el labio.

– No lo sé -balbució con lágrimas en los ojos.

Miró a Jeffrey y Lena adivinó que la chica veía en él una figura de autoridad más que en una mujer. Aprovechándose de ello, Jeffrey la instó:

– Cuéntamelo, Rebecca.

– A veces se iba durante el día -confesó con un gran esfuerzo.

– ¿Sola?

Rebecca asintió con la cabeza.

– Decía que se iba al pueblo, pero tardaba mucho.

– ¿Cuánto tiempo?

– No lo sé.

– Desde aquí se tarda un cuarto de hora en llegar al pueblo -calculó Jeffrey por ella-. Digamos que iba a una tienda; eso le llevaría otro cuarto de hora o veinte minutos, ¿no? -preguntó. La chica volvió a asentir-. O sea que, como mucho, se ausentaría una hora, ¿no es así?

Un nuevo gesto de asentimiento.

– Pero eran más bien dos.

– ¿Alguien le preguntó algo al respecto?

Negó con la cabeza.

– Sólo yo me di cuenta.

– Estoy seguro de que te das cuenta de muchas cosas -supuso Jeffrey-. Sospecho que te fijas más en lo que sucede que los adultos.

Rebecca se encogió de hombros, pero el cumplido había surtido efecto.

– Es sólo que se comportaba de una manera extraña.

– ¿Cómo?

– Una mañana vomitó, pero me dijo que no se lo contara a mi madre.

«El embarazo», pensó Lena.

– ¿Te dijo por qué vomitó? -preguntó Jeffrey.

– Por algo que había comido, me explicó, pero no comía mucho.

– ¿Por qué crees que no quería que se lo contaras a tu madre?

– Porque mi madre se preocuparía -respondió Rebecca. Se encogió de hombros-. A Abby no le gustaba que los demás se preocuparan por ella.

– ¿Y tú estabas preocupada?

Lena vio que tragaba saliva.

– A veces lloraba por la noche. -Ladeó la cabeza-. Mi habitación está al lado y yo la oía.

– ¿Lloraba por algo en concreto? -preguntó Jeffrey, y Lena vio que se esforzaba por tratar a la chica con delicadeza-. ¿Tal vez alguien le hizo daño?

– La Biblia nos enseña a perdonar -contestó la muchacha. En cualquier otra persona, Lena habría pensado que hacía teatro, pero la chica parecía expresar lo que consideraba un consejo sabio en lugar de un sermón-. Si no podemos perdonar a los demás, el Señor no nos perdonará a nosotros.

– ¿Ella tenía que perdonar a alguien?

– Si fuera así -contestó Rebecca-, mi hermana habría rezado para pedir ayuda.

– ¿Por qué crees que lloraba?

Rebecca recorrió la habitación con la mirada, contemplando los objetos de su hermana con palpable tristeza. Debía de pensar en Abby, en cómo era la habitación cuando vivía. Lena sintió curiosidad por saber cuál era la relación entre las dos hermanas. Pese a ser gemelas, ella y Sibyl se peleaban continuamente por cualquier cosa, desde quién ocupaba el asiento de delante en el coche hasta quién cogía el teléfono. Por alguna razón, Lena no se imaginaba que Abby fuera así.

– No sé por qué estaba triste -contestó por fin Rebecca-. No me lo dijo.

– ¿Estás segura, Rebecca? -insistió Jeffrey, y le sonrió para animarla-. Puedes contárnoslo. No nos enfadaremos ni la juzgaremos. Sólo queremos saber la verdad para encontrar a la persona que hizo daño a Abby y castigarla.

Ella asintió con la cabeza y volvieron a humedecérsele los ojos.

– Ya sé que quieren ayudar.

– No podemos ayudar a Abby si tú no nos ayudas a nosotros -replicó Jeffrey-. Cualquier cosa puede servir, Rebecca, por tonta que parezca. Ya decidiremos nosotros si es útil o no.

Miró alternativamente a Lena y a Jeffrey. Lena no sabía si la muchacha escondía algo o si simplemente temía hablar con desconocidos sin permiso de sus padres. En cualquier caso, necesitaban que respondiera a sus preguntas antes de que alguien empezara a echarla de menos.

Lena intentó dirigirse a ella con delicadeza.

– ¿Quieres hablar conmigo a solas, cariño? Si quieres, podemos hablar a solas, tú y yo.

Una vez más, Becca pareció pensárselo. Tardó al menos medio minuto en contestar:

– Yo…

Justo en ese momento se oyó un portazo en la parte de atrás de la casa. La chica se sobresaltó como si hubiera sonado un disparo.

Desde el salón, una voz masculina preguntó:

– ¿Becca? ¿Eres tú?

Zeke apareció por el pasillo. Cuando Rebecca vio a su primo, se acercó a él y lo cogió de la mano.

– Soy yo, papá -dijo en voz alta mientras llevaba al niño a donde estaba su familia.

Lena contuvo el taco que asomó a sus labios.

– ¿Crees que sabe algo? -preguntó Jeffrey.

– Ni idea.

Jeffrey parecía pensar lo mismo, y Lena percibió su frustración en su voz cuando dijo:

– Acabemos con esto de una vez.

Lena se acercó a la gran cómoda junto a la puerta. Jeffrey se dirigió al escritorio de enfrente. La habitación era pequeña, de unos tres metros cuadrados. Había una cama nido contra las ventanas que daban al granero. No se veían pósteres en las paredes blancas ni señales de que aquello había sido la habitación de una joven. La cama estaba perfectamente hecha, cubierta con un edredón multicolor remetido con absoluta precisión. Apoyado contra las almohadas, había un Snoopy de peluche, posiblemente más viejo que Abby, con el cuello caído a un lado por el paso del tiempo.

Uno de los cajones superiores contenía calcetines cuidadosamente doblados. Lena abrió el otro cajón, donde vio ropa interior plegada de un modo similar. A Lena le llamó la atención que la muchacha se hubiera molestado en doblar la ropa interior. Su meticulosidad era evidente, así como su preocupación por el orden. Los cajones inferiores revelaron una pulcritud rayana en la obsesión.

Todo el mundo tiene un lugar preferido donde guardar las cosas, igual que todo policía tiene un lugar preferido donde buscar. Jeffrey miró debajo de la cama, entre el colchón y el somier. Lena se acercó al armario y se arrodilló para examinar los zapatos. Había tres pares, todos gastados pero bien cuidados. Las zapatillas de deporte se habían limpiado con betún blanco, y las manoletinas estaban remendadas. El tercer par presentaba un aspecto impecable; debían de ser sus zapatos de vestir.

Lena dio unos golpes con los nudillos en el suelo de madera del armario, en busca de un compartimento secreto. No oyó nada sospechoso y todas las tablas estaban firmemente clavadas. A continuación, registró los vestidos colgados en el armario. Aunque Lena no tenía una regla, habría jurado que todos los vestidos se hallaban dispuestos a la misma distancia uno de otro, sin tocarse. Había un chaquetón de invierno, obviamente de confección. Los bolsillos estaban vacíos, el dobladillo intacto. No había nada escondido en una costura rota o en un bolsillo secreto.

Lev apareció en la puerta con un ordenador portátil en las manos.

– ¿Han encontrado algo? -preguntó.

Lena se sobresaltó, pero intentó no demostrarlo. Jeffrey se enderezó, con las manos en los bolsillos.

– Nada útil -contestó.

– Puede quedárselo todo el tiempo que quiera -dijo Lev-. No creo que encuentre nada.

– Como usted mismo ha dicho -contestó Jeffrey, enrollando el cable alrededor del ordenador-, tenemos que descartar todas las posibilidades.